Tormenta (A las víctimas del tornado de San Pedro)

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“Las cosas van al encuen­tro de la catás­tro­fe,
esa tela de la que nacen la enfer­me­dad y el len­gua­je.”
María Negro­ni

Escu­cha.
Hay un vue­lo de chi­cha­rras que gira sobre el agua de tus ojos.
El vien­to des­or­de­na las ver­des par­ti­tu­ras de mon­te
des­ati­nan­do la som­bra del árbol.

En la casa la luz ascien­de a su mag­ni­tud final
y deja entrar otra luz
Un des­te­llo defor­me que no se deja nom­brar
ilu­mi­na el color de la muer­te y nos habi­ta
todo el cuer­po has­ta dejar­nos cie­gos.

Tem­bla­mos
Fui­mos del pre­ci­pi­cio,
de la baba desor­bi­ta­da en la boca de la bes­tia.
Ape­nas vivos
Ape­nas muer­tos
No ins­tru­men­ta­rás jamás el len­gua­je de los deses­pe­ra­dos
Ni ado­le­ce­rás jamás la heri­da del des­po­ja­do.

Es la hora del Rosa­rio
Es la hora de ama­sar el pan en lo de doña Car­men
Mien­tras des­me­nu­za­mos la vis­ta en la ven­ta­na
bus­ca­mos en los agua­dos reco­ve­cos
aque­lla foto­gra­fía en blan­co y negro
don­de solía­mos mirar la paz en nues­tros ros­tros.

Antes
yo te dibu­ja en el sue­lo el tono de mi voz
para que vos me escu­cha­ras cuan­do regre­sa­ba de la cose­cha
nos dejá­ba­mos cer­car por la glo­ria del nís­pe­ro
mien­tras dejá­ba­mos pasar lar­gos silen­cios, her­mo­sí­si­mos
silen­cios, has­ta que toca­ba tu boca y sen­tía
que podía levan­tar mis manos lle­nas.
Enton­ces escul­pía­mos pala­bras, muchas pala­bras
para embria­gar­nos en el tono de las horas.
Aho­ra
hay un char­co de cul­pa
humean­do en nues­tra casa
cuya for­ma vie­ne has­ta noso­tros
Y nos refle­ja el momen­to del desas­tre
¿Sere­mos el epi­cen­tro del pai­sa­je para los
ojos de aquél que olvi­da?
Si en cada maña­na
nos acer­ca­mos a la ori­lla de la muer­te
es por­que aún sos­te­ne­mos las mani­tos de los sie­te
y cose­mos en ellas la som­bra de nues­tro árbol
mile­na­rio, ino­cen­cia que enti­bia
nues­tras tar­des coti­dia­nas y nos des­ata
el aro­ma de un aire fres­co para poder per­ma­ne­cer
en la ham­bru­na de esta heri­da
que nos tañe los días y nos sigue des­po­jan­do.