Al mate lo estaban tomando sentados plácidamente en unas poltronas ubicadas en la galería del frente de la casa que daba al oeste. Cebaba el Protector, mientras el Negro Ansina, su fiel acompañante, rasgueaba la guitarra. El Kuarahi Resplandeciente, que poco a poco se refugiaba en el horizonte, se presentaba enormemente soberbio y brillando de intenso rojo-naranja. A lo lejos la reverberación de su intensa luz desdibujaba el contorno de una figura humana acercándose con pasos firmes.
-¿Quién será?- Preguntó extrañado Ansina, pues en tantos años de destierro no habrán pasado la docena de visitantes que vinieron a saludar al General en su cautiverio. Los últimos fueron los hombres de levitas hace una semana, que así como llegaron rápidamente se volvieron impresionados de tanta soledad.
Ahora escudriñaban más nítidamente la figura del visitante, que al parecer se trataba de un hombre joven, por su firmeza al caminar y la aparente fuerza de su físico. Notaron que el hombre traía una mochila como todo equipaje y ya más cerca, cuando consiguieron distinguir su rostro, quedaron petrificados por el asombro. Pero fue por un instante nomás, porque Ansina, el primero en reaccionar expresó de viva voz: -¡Virgen Santa, no puede ser!
Entonces el viejo general, que rehusara ser presidente de la Banda Oriental por no aceptar el desmembramiento de las Provincias Unidas, el más lúcido e inteligente caudillo que dio esta parte de Sudamérica, dio un respingo y exclamó:
-¡Pero si es Andrés! ¡Mi querido Andresito!- Y se abalanzó para abrazarlo.
El afecto y muestra de cariños quedó demostrado en el prolongado abrazo que se dieron estos tres seres en el medio del agreste y desolado lugar. Todo se disipó cuando el inesperado visitante aclaró:
-Soy Gervasio Andrés, hijo de Andrés Guazurari.
Recién entonces comprendieron el juvenil aspecto del muchacho, retrato vivo de su progenitor y hasta tenía la marca del mamboretá en la parte superior del lado izquierdo de la espalda, mácula que ostentaron todos sus antepasados.
Y como corresponde en estos encuentros inesperados de seres que se aprecian, después de los eufóricos saludos y las consabidas palmadas afectuosas, la charla y las preguntas de ida y vuelta continuaron ruidosas entre mate y mate bajo la galería. La misma continuó en la cena, en la sobremesa y al otro día entre los preparativos que debían llevar los viajeros hasta Ybiray. En realidad unos bultos con pocos enseres y los libros que el General guardaba en un antiguo baúl.
Lo primero que aclaró Gervasio Andrés, fue que a su padre lo encerraron y luego de unos años lo liberaron de la prisión de las Islas Das Cobras, frente a la bahía de Guanabara.
-Salió de la cárcel- comenzó a contar, ‑por intermedio de un señor llamado Francisco de Borja Mariño, político influyente en la corte Lusitana y ante el mismo Rey de España. Luego- prosiguió, ‑una vez liberado se vino para Montevideo con la salud quebrantada y casi sin fuerzas en las muñecas, pues el cuero fresco con que lo ataron se secó en demasía y le descoyuntaron las articulaciones y nunca se curó del todo. Recuerde Tata‑, le dijo al General, ‑que hecho prisionero se lo llevaron caminando hasta Porto Alegre y de ahí por barco a Río de Janeiro. Por otra parte hablaba con cierta ronquera porque con la misma soba fresca le ataron el cuello, y parece que ciertos cartílagos de la garganta le quedaron averiados.
Mi madre lo conoció en los muelles haciendo changas, y de tanto verse se enamoraron y se juntaron. No lo conocí, se fue de este mundo cuando yo tenía tres años de edad. Mi madre me dijo que a pesar de estar feliz por haber formado una familia, murió de tristeza pues nunca pudo superar la pérdida de los pueblos de las Misiones. Decía que fue el responsable y también de su derrota, pues si hubiese estado en el frente de batalla jamás los brasileros lo hubieran vencido.
-No es así muchacho- Expresó el General. ‑Nuestra guerra empezó a perderse desde el momento en que los porteños dejaron de ayudarnos y comenzaron a agredirnos sin resuello alguno, para más perfidia, estimularon a los macacos brasileros a invadirnos. No teníamos recursos, los campos se estaban quedando sin ganado y escaseaba la comida en las ranchadas. Para peor, ya ni siquiera uniformes teníamos, tal es así que muchos de nuestros soldados andaban semidesnudos y en patas. Aún así, dando pena de tanta miseria, daban la vida por la defensa del federalismo ¿Porqué razón? Porque dada nuestras enseñanzas entendieron dos situaciones. La primera, que los funcionarios de Buenos Aires pretendían sustituir al Virrey y conducir al país de igual manera hegemónica. Segundo, que los gobernantes en las provincias intentaban manejarla de igual manera antidemocrática. No eran tontos nuestros paisanos. Observaron como se sucedían los gobiernos en la metrópoli tras sucesivos golpes y revoluciones, hechos que también ocurrían en las provincias y Corrientes le sirvió de ejemplo, ya que ellos mismos estuvieron presentes en los dos momentos que restituyeron al Gobernador Méndez depuesto por la fuerza. En esos enfrentamientos morían seres inocentes levantados en violentas levas, exigiéndoles a pelear en formaciones indisciplinadas y sin organización. Los dueños de las estancias arreaban a sus propios peones a pelear. ¡En cambio a mí los paisanos me seguían! ¡A nosotros nos seguían por una causa noble! –Expresó exultante el varón de la campaña que se hizo General y que jamás llamó gaucho al hombre que habita en las praderas.
Y puedo decir con orgullo –prosiguió- que trabajé en los campos de mi padre, pero nunca tuve uno en propiedad. Recién en el Paraguay vine a usufrutuar de una chacra que tampoco es mía. Y esto hijo, nos diferenciaba con los ricos caudillos estancieros. Porque nosotros, los que integrábamos el ejército de la Banda Oriental, no teníamos campos ni peones para forzarlos a pelear. Y tu padre fue un ejemplo. Lo seguían porque estaba al frente de las batallas para defender la dignidad y la libertad de sus hermanos, principios irrenunciables que tus antepasados supieron gozar cuando forjaron la gran Nación Misionera junto a los curas Jesuitas. Por ese ideal luchaba tu padre y no por tener poder y riquezas. Además era un sabio. En una conversación me preguntó:
- ¿Sabe porque existen los caudillos?
-Le quedé mirando sorprendido para ver de donde venía el guascazo.
-Lo explicaré- dijo Andrés y siguió: ‑Existen porque no hay democracia, no hay constitución y sobre todo no hay educación, escuelas ni universidades donde la población se eduque. Al no haber nada de esto, surgen los caudillos por necesidad porque alguien tiene que mandar, pero como no tienen conocimiento para gobernar cada vez que toman un gobierno hacen desastres. A su vez, como el vecino estanciero tiene tantos peones como él, se une a otro par tumbarlo y así sigue la rueda.
-Yo le contesté a tu padre, que los porteños son iguales pero en otra dimensión- aclaró el General: ‑son cultos y saben como hacerlo, pero carecen de austeridad y nobleza para manejar las cosas del Estado. Por sobre todo son ambiciosos, tienen avaricia de poder y encima quieren perpetuarse porque creen que sin ellos continúa la nada. En síntesis, intentan manejar al país con mano férrea y centralizada, bajo la máscara de una falsa democracia.
-Es que son unitarios- dijo Gervasio Andrés.
-No son unitarios, son centralistas que es muy distinto- Contestó el General. ‑A ellos trató de combatirlos Manuel Dorrego, el más esclarecido federal que surgió en la década del veinte. Y aunque Manuel supo combatirnos en nuestro propio territorio recibiendo órdenes del Directorio, ya empezaba a madurar su ideología inspirada en la forma de gobierno de lo Estados Unidos, sistema que asimiló con convicción cuando estuvo viviendo allá, y si no hubieran cometido la felonía de haberlo fusilado en forma tan incivilizada e irracional, otra hubiera sido la organización de nuestra república. Su muerte significó que vinieran centralistas disfrazados de federales. Por eso digo y sostengo- continuó el General levantando presión, ‑una cosa son lo estados unitarios como filosofía política que se trató de aplicar al principio de la Revolución francesa, y otra es el centralismo porteño que se queda con la rentas nacionales, maneja el puerto, la aduana, nombra gobernadores y defenestran a los que no son de su palo, dominan los congresos y el poder judicial le es siempre afín a sus intereses. A ese estado de falsos derechos nos opusimos tercamente y por eso les dimos pelea, pues se entiende que nuestras propuestas eran totalmente distintas, y yo las vociferaba en cuantas oportunidades tuve. Y aunque me regocija que mis hermanos de la Banda Oriental hayan logrado la independencia, que desgraciadas circunstancias la obligaron a separarse de la Patria Grande, tal suceso me partió el corazón, puesto que siempre propicié la unidad en estados formalmente federados. Y en este punto, no hice otra cosa que responder con la guerra a los manejos tenebrosos de los directoriales, y a la guerra que ellos nos hacían por considerarnos enemigos del centralismo. Sin misterios en mis ideales, y tomando por modelo a los Estados Unidos, yo quería la autonomía de las Provincias dándole a cada estado su gobierno propio, su constitución, su bandera y el derecho de elegir sus representantes, sus jueces y sus gobernantes entre los ciudadanos naturales de cada estado. Esto es lo que yo había pretendido para mi Provincia y para los que me habían proclamado su Protector. Hacerlo así habría sido darle a cada uno lo suyo. Pero los Directores y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma imperial, mandando sus propretores a cada provincia, y eso es intolerable. Debe admitirse que nunca habrá estado federal genuino por más que se lo propongan, si las rentas nacionales las maneja el gobierno a su medida. De esta manera las provincias, “jamás serán autónomas económicamente”.
En síntesis hijo, el federalismo, como en el unitarismo bien entendido, está basado en que dentro de la diversidad de las ideas se busca lograr en primer lugar la unidad de la nación, luego entender que el activista de un partido político debe ser considerado adversario no un enemigo. Y a partir de allí cada grupo estudiará las formas de lograr la unidad de concepción, seguido de la unidad de ejecución y por último la descentralización de la ejecución, como alternativa válida para dar respuestas a las necesidades de cada región y de cada provincia.
-En la actual situación- preguntó ingenuamente Gervasio Andrés -¿Lograremos conseguir alguna vez la unidad entre los hombres de nuestra nación y de nuestro continente?
-Escucha- Contestó el Protector resignado. ‑Tú padre me contó la historia de tus antepasados y entre ellos que un cacique llamado Ñaró, que vendría a ser chozno tuyo, lanzó una maldición a los habitantes de estas tierras por haber propiciado la caída de la Nación Misionera, augurando que sus hijos jamás se unirían. Desde ese momento, y con el devenir de los tiempos, sus descendientes luchan entre sí para tratar de encontrar una forma de gobierno que se parezca mínimamente al que se implementó en la República de los Jesuitas. Y si ese mal augur, de aquel Ñaró, se admite como posible en el mundo de lo desconocido, entonces, “es más probable que un cura Jesuita llegue a Papa, que los hermanos se unan”.
Observando que el General se estaba agitando más de la cuenta a medida que se explayaba, apenas pronunció la última frase, el negro Ansina no le dio tiempo a proseguir y comenzó a improvisar unos versos acompañándose con la viola:
Cielo, cielito lindo
Cielo de la Banda Oriental
Nosotros haremos la patria
Cuando llegue la unidad
Cielo, cielito lindo
Cielo de la libertad
Unos andan para un lado
Y otros van al más allá
Cielo, cielito lindo…