Amé tu boca, por el beso y la palabra que manaban de ella, fecundando la aridez de mi garganta.
Amé tus manos, porque eran capaces de transformar el mundo, con solo posarse sobre las mías.
Amé tu risa, reja abierta de tu dulce alma de acero, por donde me escabullí durante setenta y dos lunas redondas, burlando la custodia de tus desconfianzas; llevándote el pan y el aguardiente de mi aliento, como si fuera posible, ahuyentar a todos tus fantasmas.
Amé tu piel. Tus músculos de acero. Sí.
Pero más amé tus cicatrices.
Sobre ellas hinqué los besos más certeros, tratando de borrarlas.
Amé tus celos y silencios. A su manera, descabellada e insana, gritaban algo semejante a un “te quiero”
Tus celos y silencios, yo lo supe, eran la expresión ingenua de un niño que reclama.
Amé tu adiós. El eco de tus pasos yéndose. La entereza de tu espalda en dirección contraria.
Ni una vez volteó hacia atrás tu espalda.
Nunca me viste, morderme el corazón.
Morir de pié.
Llorarte
…Hasta que se me acabaron los ojos.