Posadas de la década del 50. Calles de tierra, croar de ranas en las cunetas, calor desesperante que se aliviaba con el hielo que se adquiría primero en Armelín o en los revendedores como en el almacén de don Cantero.
Barras de hielo se apilaban en el suelo y rápidamente bajaban su volumen ya sea porque se vendían pronto o se derretían demasiado rápido.
La familia del almacenero y un hombre que ayudaba a vender la media barra o el cuarto, esperaban al cliente.
En una hora cercana al mediodía, un día de estos de calor y de venta (que no eran todos los días, sino tres veces a la semana), al ingresar a la casa, escuché desde ese lugar, una voz que cantaba a todo volumen. Era la de un hombre.
Lo más rápido que pude salí a ver de quién provenía. De mi papá era imposible. Él no se expondría públicamente más aún, transcurría la hora de atención a la clientela. Y lo más importante, su personalidad apocada no se lo permitiría.
Lo que observé era lo más apropiado y cercano a una película de Fellini, famoso por esa época.
Mi mamá se protegía detrás del ayudante porque, Piancho, se balanceaba de una, por entonces, débil rama del paraíso que nos daba alivio en los días de verano.
Piancho alejado completamente de este mundo tan real y totalmente inmerso en otro, cantaba, mejor dicho, gritaba a voz de cuello la canción de moda: Pájaro Chogüí.
El desarrollo de este proceso escénico ocurrió porque Piancho, como todo ser humano, tenía calor y se había acercado al hielero con el fin de refrescarse con los fragmentos que se desperdigaban al ser serruchadas las barras. Esa era una costumbre que todos conocían y aceptaban, pero sus incursiones generaron en la mente desviada quien sabe qué historia.
Lo concreto fue que el se había sentido atraído por mi madre (bonita y joven) y esa risible y loca serenata era el modo más propicio y económico de expresarle sus sentimientos.
Un remolino de niños y grandes había formado un cerco alrededor del improvisado cantante que, después de todo, alegró el momento.