Los amores nacen, igual que las cosas irreverentemente sencillas, de los sueños descontrolados.
Pero aquel no era un sueño común ni mucho menos sencillo. Era el sueño de Inés e Inés profesionalizaba sus sueños.
Había aprendido a soñar en el momento mismo en que se dio cuenta de que el mundo no giraba a su gusto. Fue la mañana en que las mariposas azules abandonaron el jazmín que perfumaba su ventana. Decidió entonces imaginarlas y puso tanta fuerza y pasión a crearlas en su mente, que el cabo de algunos días se hicieron realidad.
Las mariposas azules pasaron, desde ese momento mágico, a cautivar suspiros, incentivar poemas y ayudar a creer en imposibles.
Inés contaba a todos los que la quisieran escuchar, que eran tantas porque las había deseado mucho y que como las había ansiado intensamente también se habían vuelto eternas y que ya no les importaban las estaciones, ni los grandes fríos, ni los terribles calores. Las añiles mariposas estaban felizmente condenadas al jazmín de la ventana de su casa.
Fue así que tuvo Inés a un amor disparatado viviendo en el alma y haciéndole cosquillas al corazón durante más de una madrugada. La sonrisa de Germán poblaba todos y cada uno de sus deseos, pero sus besos no estaban destinados a ella. Germán besaba, pero no a Inés.
Antes de permitir que su sueño se convirtiera en un remolino de dolores y pasiones infames, decidió transformarlo por medio de la alquimia que producía el batir de alas de las eternas mariposas azules del jazmín de su casa.
Y así, convencida, dijo:
_ Aprenderé a volar.
A partir de aquel día, puso tanto empeño en lograrlo que voló a la realidad de los cuentos.
Desde un teclado escribe historias de germanes, de añiles mariposas y de sueños.