La estación de trenes de Posadas tenía siempre hombres y mujeres que circulaban a diario por sus andenes como transeúntes habituales. Uno de ellos era el jefe de taller Marcelino Olazar, un paraguayo de 55 años que había recalado en Posadas a poco de acabar la guerra del Chaco en su país.
No tenía familia, hijos ni esposa, por lo que su vida era pasar el día entero en los galpones de la estación. Allí se relacionaba con otros empleados ferroviarios con los que solía compartir las noches en el boliche de “Doña Miranda”, cercano a las vías férreas.
Una noche llegó a Posadas otro paraguayo, de Villarrica, con la intención de tomar el tren para Buenos Aires y buscar trabajo en la capital argentina. Pronto se contactó con Marcelino Olazar que lo invitó a compartir algunos tragos. Hablaban en guaraní.
Aunque Marcelino era oriundo de Pedro Juan Caballero y su compatriota de Villarrica, parecían tener algunos amigos en común. Sus edades eran similares.
A Olazar le llevó solo unas pocas horas para convencer a Arístides Valbuena — como se llamaba el recién llegado — de que no viajara a Buenos Aires y en cambio se quedara en Posadas a ser su auxiliar.
Al poco tiempo de entablar la conversación Valbuena notó algo raro que le llamó la atención y que sin embargo no podía descubrir que era. Había algo en la mirada de Olazar que lo atemorizaba, sin embargo, se sentía a gusto charlando con él que lo había recibido tan bien.
A la mañana siguiente Olazar se dispuso a comenzar la jornada y presentar a su compatriota al jefe. Hacía tiempo que andaba buscando un asistente y éste le recomendó que fuera él mismo quien eligiera a su segundo.
Habían quedado en encontrarse en la puerta del viejo edificio. Valbuena estuvo desde antes del amanecer cuando vio a Olazar acercarse a pasos apresurados hacia él. Traía un morral pequeño de cuero colgado en el hombro.
‑Mba’eichapa? ‑preguntó Olazar-
‑I porá. Ha nde? ‑respondió Valbuena-
Luego de saludarse y a punto de entrar a la oficina del jefe, Olazar tomó del fondo del bolso unos borceguíes marrones y un mameluco azul casi nuevo, y se los puso en las manos. Valbuena recibió las prendas y sintió un temblor en todo el cuerpo.
Pensó que sería por la emoción de conseguir empleo; pero había algo que no podía descifrar del todo… Era como cuando miraba los ojos de Olazar al hablarle.
Luego de que el jefe aprobara su entrada al trabajo como ayudante de taller, ambos se dirigieron a los galpones a iniciar la jornada laboral. El tren estaba a punto de llegar a Posadas. Faltaba menos de una hora.
Valbuena se vistió con el mameluco y algo lo paralizó. Con la prenda sobre el cuerpo podía ver el alma de los demás. Incluso la del mismísimo Olazar.
Estaba como en estado de shock. Cuando de pronto el silbato de la vetusta maquina lo trajo de nuevo a la tierra. La gente corría por el andén. Los niños se soltaban de las manos de sus padres y él podía ver cada una de aquellas almas.
Había un anciano sentado en un banco blanco del corredor que lo miraba atentamente.
Su alma era oscura como su mirada. Valbuena cruzó raudamente frente al viejo y se dispuso a subir a la locomotora. Debía ayudar al maquinista y no tenía mucho tiempo. Sin embargo había en aquel lugar muchas almas puras y no alcanzaba a comprender porque las podía ver.
El tren debía regresar a Buenos Aires. Valbuena le pidió a Olazar que le permitiera viajar hasta la capital y retornar al día siguiente a Posadas. No podía ni quería perderse la oportunidad de hacer aquel viaje que lo llevaría a un mundo impensado.
Olazar que estaba parado justo detrás de él, le palmeó el hombro señalándole un banco del cuarto vagón e invitándolo a sentarse un momento. Valbuena obedeció y al hacerlo, notó que por la ventana se le abría una selva de verdes luminosos y luces resplandecientes. Entonces, cuando el tren estuvo dispuesto a partir, la gente comenzó a subir y ubicarse en sus respectivos lugares. Valbuena podía ver las almas de todos y buscó permanecer cerca de aquel banco especial del cuarto vagón.
Cuando la marcha se inició hacia Buenos Aires, la gente charlaba animadamente. Se oía una música de guitarras y acordeón a lo lejos. Algunos leían; los niños de ojos asombrados miraban por las ventanas del viejo tren entre risotadas que amplificaban el bullicio.
Había una niña de unos nueve años, de tez muy blanca, muy cerca de Valbuena. Él notó su pureza y se acercó a hablarle.
¿Querés conocer un mundo mágico? — le dijo-
La niña parecía estar esperando aquella invitación y lo siguió hasta el banco donde este hombre alto y de mirada buena viajaba solo.
Cuando la pequeña se sentó y miró por la ventana, ésta se abrió de repente con su claridad. Por ella podía ver animales que la saludaban y que hablaban entre si. Se puso de pie y sin pensarlo mucho, atravesó la ventana internándose en la selva mágica al costado del tren que corría a todo vapor.
Un coatí le dio la bienvenida y le dijo, “Ya sabemos tu nombre Julia; todos te conocemos, y podemos también nosotros verte el alma, como Valbuena que te trajo hasta aquí-“
“Este es tu paraíso Julia! Y todos nosotros seremos tus amigos incondicionales de ahora en más”. La niña no salía de su asombro, se veía feliz. Valbuena no estaba junto a ella, había quedado en el tren, sin embargo sabía que allí no corría ningún peligro.
Las horas pasaron…. El día parecía no tener fin y Julia pidió a sus nuevos amigos regresar al vagón. Tenía hambre. Debían servir la cena. Así lo hizo y al volver a su lugar en el tren, notó que también ella podía ver las almas de todos quienes viajaban allí. Incluso la del mismísimo Arístides Valbuena.
Claudio Bustos
GLOSARIO:
Mba’eichapa? Significa: “que tal”? O “como estas?” o “como van las cosas?”
‑I porá. Ha nde? Significa: “bien. Y vos?”