Los barrios de la antigua Posadas entre los chicos de la primaria se componía de tres o cuatro manzanas aledañas pero no más, y lo típico del barrio constituía “la cuadra”, ese espacio único y especial que a todos convocaba y a todos los juntaba como un inmenso imán. Podían deambular por otras, pero siempre se volvía a “esa calle” para tratar los asuntos más baladí, o de aquellos que creían de importancia. Por otro lado el centro de reunión elemental de la cuadra era “la esquina”, donde se enfilaba al primer encuentro del día sin agenda pero por costumbre, huso horario, o mayor deleite se preferían las tardecitas de los últimos rayos de sol. El barrio de esta referencia era el “del correo” donde hoy está la AFIP. Aquel viejo correo de los años cincuenta que el 24 de diciembre entregaban la sidra y el pan dulce para la fiesta de Navidad y el 5 de enero los juguetes de los Reyes. Ese fue el barrio. Y “la cuadra” constituía la Félix de Azara entre Santa Fe y Belgrano. Y las esquinas (porque eran dos) correspondían, una a la sastrería del polaco Horianski frente a la Universidad Sarmiento, y la otra en la ochava de la residencia de la familia de don Tochín Belloni frente a la Aduana, el lugar preferido de Magín el linyera más manso de la ciudad, cuando no hacía su parada en el hall de la librería Caroni, para observar con sus ojos tristes y cansados el movimiento barrial. Y seguramente desde su apacible esquina habrá observado las tantas caminatas diarias con el andar parsimonioso hacia su oficina de despachante de aduana, en la esquina exacta de Belgrano y Buenos Aires, de Roberto Estévez, el padre del que fuera Teniente Primero del mismo nombre, que mucho años después con el devenir de los años diera su vida en la guerra de las Malvinas, y cuya carta postrera cuando fue conocida conmoviera al país. Y nada más preciso y certero en ese presente holocausto que cortara trágicamente el sueño de tantos jóvenes, las palabras del poeta cuando dijera ¡Ay Argentina, cuantos jóvenes valientes murieron por vos!
Pero en aquel momento del ayer, toda esta purretada de la barriada con la pelota bajo el brazo concurría a jugar al baldío de calle Belgrano frente a la casa de los Penza o alternativamente al club Unión de piso de tierra.
Allí, en esa cuadra de Félix de Azara, se juntaban, jugaban, crecieron y soñaron en ser alguien en la vida mediante el estudio, tal como lo hacían esos jóvenes del secundario que pasaban diariamente para asistir a clase en sus respectivos colegios. Esto es así porque ahí nomás estaba el Instituto Incorporado, el Colegio Nacional y en el barrio contiguo, la de Yiyo Argûello,Carlitos Cibils y Fredy Zapelli, se erigía la magnífica y moderna Escuela Normal.
Si bien ese conglomerado de tres o cuatro manzanas los unían en juegos y sueños de adolescentes, jamás pensaron que un joven club los dividiría sin atenuantes como sucedió desde que el club Tokio se vino a la calle Belgrano alterando la armonía del grupo, pues para algunos de los chicos el viejo club Unión quedó a trasmano prefiriendo cambiar el fulbito de su cancha de básquet terrada, por la de básquet de esta nueva con piso de mosaico reluciente. Y los hacedores de este nuevo club, que nunca imaginaron esta división, indudablemente estarán por siempre en el recuerdo de la afición: Los Yamaguchi del bar Tokio, de ahí provine el nombre, Los Diéguez de la confitería, Cacho Salvado, Turi Mónaca, el Cordobés Vivanco, Severino Venanzi, el Dr. Guibert y otros tantos vecinos que escapan de la memoria. Ellos tuvieron el tesón y la osadía de levantar con fe, optimismo y los bolsillos flacos la querida institución que transformó para bien ese pedazo de barrio. La cuestión es que este club, sin quererlo, dividió la barriada de los chicos en dos cuyos referentes fueron Nene Solá en el club Unión y Mario Higinio Álvarez en el club Tokio.
El Dr. Guibert fue un personaje en el barrio. Junto al Dr. Orlando y al bioquímico González constituyeron por varios lustros los referentes sanitarios de la Municipalidad de Posadas. Años antes supo atender la asistencia pública al lado del baldío donde después construyeron el club Tokio. Luego de jubilarse concurría igual a su puesto de trabajo ante el regaño amable de las enfermeras aconsejando que disfrute de su jubilación, pero el hombre-médico no hacía caso.
Era un gordo bueno y glotón. Solía ir a la despensa San Martín cuando servían bocadillos de las exquisiteces introducidas de las nuevas marcas. No degustaba solo, convidaba a los pibes que ocasionalmente estaban en el lugar ante la mirada de don Juan Garmedia que divertido sonreía. Los chicos en las vacaciones se allegaban a su consultorio en busca del certificado de buena salud para tirarse a la pileta del club Itapúa. Y él a las madres les recomendaba tintura de yodo para los hongos, el lavado de cabeza con infusión de crisantemo para los piojos y cataplasma para el invierno.
Higinio Álvarez vivía en la esquina de las calles Santa Fe y Buenos Aires, es decir a una cuadra de “la calle” y como no podía ser de otra manera integró la barra del barrio como uno más. Oriundo de la República del Paraguay llegó muy pequeño a Posadas junto a su familia huyendo de la tiranía stroessnerista, como ocurriera con miles de compatriotas suyos. ¡Sí, miles!
En corto tiempo se hizo amigos de todos y fue de los chicos que ayudó a acarrear ladrillos, mosaicos y arena entre otros materiales de la construcción para ayudar a levantar el club Tokio, que después integraría sus equipos juveniles. Ya de grande fue a cursar estudios a la Escuela de Agricultura y Ganadería de la Ciudad de Corrientes perteneciente a la Universidad del Nordeste. Fue buen estudiante y en su ambiente deportivo integró equipos estudiantiles y la primera de un importante club de básquetbol: el Córdoba correntino.
Sin embargo la tragedia que sacudió al barrio y a la modorra posadeña ocurrió el 25 de diciembre del año l959, cuando corrió la trágica noticia de que a Higinio lo mató la guardia pretoriana del dictador paraguayo. Esta desgracia hizo correr el telón de la incógnita, porque un día de diciemre Higinio desapareció y no se lo volvió a ver nunca más. Después llegó la información que junto a otros juveniles paraguayos, inducidos por organizadores de zapa, cruzaron el río Paraná en humildes canoas para unirse a un supuesto contingente revolucionario que iban a derrocar al régimen del General Stroessner. Quimera absurda y sin organización alguna pues del otro lado ya esperaban las fuerzas armadas del dictador, al parecer sobre avisadas, y los novatos combatientes fueron apresados fácilmente. Higinio trató de escapar zambulléndose al río, y al salir a respirar certeros balazos terminaron con su vida cuando todavía no había cumplido 18 años de edad. Los organizadores del contingente de la avanzada liberadora fueron conspicuos hombres de trastienda, aquellos que detrás de los escritorios dicen animémonos y váyanse, como hicieron con los jóvenes de Malvinas.
Al año siguiente, después de la vacaciones, se descubrió una lectura póstuma que grabó Higinio en la madera de su pupitre ubicado en el último lugar de la fila: “Estoy solo y llorar no puedo, es triste mi situación”, decía. Nunca se sabrá si exponía su estado de ánimo, o escribía su propio epitafio, si comprendieron que se había truncado para siempre su sueño de ser Médico Veterinario.
PD: Moral y éticamente no se comprende a revisionistas modernos, que tratan de justificar y defender dictaduras.