En el pabellón retumbó la voz del doctor Tiene el alta, se va mañana- Gerard sintió que, al igual que ayer, un mundo de paredes húmedas giraban y lo envolvían, empujándolo nuevamente al abismo de la pérdida.
Salió a la calle, con el mismo miedo que sintió veinte años atrás cuando cruzó la alta puerta de la clínica para enfermos mentales.
Con torpes pasos recorrió la calle Piedras. Como un sonámbulo llegó a la antigua casona. Empujó la oxidada puerta con la ilusión de encontrar algo de calor humano. Sólo encontró la callada condena en el ceñudo rostro de su madre, que… quién sabe por qué siempre le negó, aunque más no sea el más leve contacto físico de una caricia.
Cuando abrió la puerta del dormitorio golpearon su rostro veinte años de ausencia; el olor añejo del miedo, del dolor y la desesperanza. Buscó la llave en el hueco de la pared, sacó del ropero el tesoro; un pequeño paquete de desteñido papel azul. Acariciándolo lo colocó en la maleta. Retomó el pasillo, saludó a su madre, como única respuesta sintió la fría mirada mientras se marchaba.
En ese hombre desprolijo, encorvado y de andar pesado, quien lo haya conocido antes, no encontraría un atisbo del que otrora fue, lo que consideraba una bendición. No quería que nadie recordara al francés, aquel que supo despertar sentimientos encontrados, las personas que lo conocían fluctuaban del amor al odio. No podían comprender que un hombre de la alta sociedad, culto y pintón, frecuentara los suburbios como un paria. En realidad lo era, porque sólo ahí, en esos lugares donde todas las miserias se ahogan en una copa de vino, humo denso de cigarrillos fumados con la fruición de los sin mañana y los cuerpos fundidos en el éxtasis de un tango. Sólo ahí se sentía vivo.
Llegó al conventillo de San Telmo, recorrió con la mirada el largo pasillo. Lo asustó el silencio. Fue el único cambio aparente, por lo demás todo estaba igual, la suciedad, el olor a comida, las ropas colgadas. Golpeó temeroso la puerta de la encargada, no sabiendo quién lo atendería. Con el chirrido de siempre, ésta se abrió y se asomó la misma figura de aspecto desgreñado y ojos interrogantes. Los años tampoco la perdonaron a ella.
-¿Quién es usted y que quiere?- preguntó agriamente.
-Soy Gerard, el francés, necesito la llave de la piecita, si es que…- respondió con voz temblorosa, ante la mirada de la encargada que sopesaba si realmente era él y que tan loco estaba. Le entregó la llave cerrándole la puerta de un golpe.
Nunca supo cuánto tiempo pasó con la mano a medio camino entre la llave y la cerradura. Cuando entró a la pieza, ahí lo golpearon los veinte años de ausencia y los recuerdos, el olor a humedad, encierro y moho. Se sentó en la cama, abriendo la maleta sacó el pequeño paquete con la actitud del que toca algo sagrado, temblaba. Retiró el papel y acarició la vieja flor de tela roja. Le latían las sienes, se le humedecían los ojos. Viajaba en el tiempo regresando a aquel día, el único en su vida en el que se sintió amado, aceptado, se sintió… un hombre.
La silueta del vestido rojo se recortaba entre la tenue luz y el humo de cigarrillos. Todo el cabello alborotado tratando de escapar de la prisión de la camelia roja para caer sobre sus hombros.
Gerard vestido con pantalón y camisa negra, tocó con los dedos el borde de su sombrero, desde atrás casi rozando su cuerpo, susurró -¿Bailás tango?-
Ella apenas giró su cabeza para mirarlo, respondiendo casi con burla –Aquí se viene a bailar tango-
Gerard se sobresaltó, no por la respuesta, sino por sus ojos, que a pesar de la voz risueña, tenían una profunda tristeza. Tristeza que parecía ser antigua, llegándole al alma.
Con los cuerpos pegados se dejaron llevar por la música. No hablaban, sólo bailaban, como si el sonido de las palabras fuera a romper la magia. Así los encontró el alba. Sólo cuando salieron a la calle surgieron las palabras.
-¿Cómo te llamás?
Ella lo miró largamente –Me llamo como quieras llamarme- respondió lacónicamente.
Caminaron en silencio hasta que ella se detuvo ante la entrada del conventillo. La ciudad se desperezaba en los bostezos del tránsito y la gente presurosa.
-No te quedes ahí, pasá-
La siguió como en trance. Ella abrió la pequeña pieza impregnada de perfume y se cerró el tiempo.
Se amaron brutal y hondamente, desgarrando hasta el dolor la necesidad de la entrega; de sentirse vivos. Fumando, todavía agitados, escucharon el despertar del conventillo, gritos de niños, cuchicheos de las vecinas y un tanguito silbado.
-Víctor empeñó su violín- dijo ella.
-¿Quién es Víctor y cómo lo sabés?- preguntó Gerard.
Él ocupa la piecita del fondo y cuando no toca su violín y sólo silba es porque lo empeñó para comer. Cuando venga el hijo, lo retira.
Permaneció tratando de adivinar la cara de Víctor, desentrañar la vida de la gente de ése lugar, meterse en sus piezas, espiar sus historias. Casi se queda dormido, cuando la voz de ella lo despertó: ‑Tenés que irte ahora- Se vistió y en el rellano de la puerta miró su rostro, nuevamente pudo ver el abismo triste de sus ojos.
-Te veo esta noche- dijo Gerard, más preguntando que afirmando.
En la vereda lo recibió el sol que jugaba a hacer sombras chinescas con las copas de los árboles. Suspiró, sintiendo que por fin la vida se mostraba y lo tocaba. Lo impregnaba de gozo y gratitud. En aquella pieza, conoció el amor.
Llegó casi corriendo al salón. La buscó con la mirada, al no verla supuso que vendría más tarde. Se fueron sucediendo las noches, ella jamás llegó.
En la vereda de enfrente, agazapado como un ladrón detrás de un árbol, espiaba la entrada al conventillo. Un día se atrevió a cruzar la calle. Entró y preguntó por ella, la encargada se limitó a entregarle la llave de la pieza, agregando: ‑Me dijo que si venía se la entregara.
-Pero… ¿cuándo se fue, dónde, cuándo vuelve? Se le atropellaron las preguntas. Se le atragantó la respuesta -¡Nunca!- dijo la encargada, cerrándole la esperanza.
Con pasos ebrios recorrió el pasillo, abrió la puerta y la opresión del nunca, le secó la garganta.
Desde la piecita del fondo se dejó oír el estremecimiento de las cuerdas de un violín, en la sublime cópula con el arco.
-Víctor desempeñó su violín- dijo, sobresaltándose.
Debajo de la cama, aún revuelta por la vieja noche de amor, vio la mancha roja de la camelia que no pudo domar su suave y alborotado pelo. Con ella entre las manos se sentó a esperarla día tras día.
Una mañana dejó la llave a la encargada por si ella volvía. Fue a su casa, besó la flor, la envolvió en papel de seda azul. La guardó en el ropero, escondiendo la llave y salió a buscarla.
Recorrió todas las calles de Buenos Aires. Esperó días enteros en el puerto. Peregrinó andenes, escudriñando a la gente que salía de loa vagones. Cuando le parecía ver una mujer con sus características, corría gritando: -¡Estoy aquí, estoy aquí!
Ella, la sin nombre, sencillamente se esfumó de su vida.
Su aspecto se fue deteriorando, caminaba sucio y descalzo. La locura lo sorprendió al dar vuelta la esquina del amor. Enloqueció para no morir.
Hoy veinte años después, volvió a besar la ajada camelia roja. Se recostó en la cama cerrando los ojos. Mientras el crepúsculo bajaba sus párpados púrpura sobre San Telmo, Gerard en silencio dejó escapar la vida.
Como un piadoso réquiem, se escuchó un tanguito silbado… Víctor volvió a empeñar el violín.-