Los primeros gallos de la madrugada empezaron a cantar y el rey sol apuntaba tímidamente sus primeras lumbres por el lado de Encarnación, el pueblo fundado por Roque González de Santa Cruz junto a la que hoy es Posadas hace cuatrocientos años atrás. También el momento en que Paco Sánchez, como era su costumbre, despertaba del sueño reparador para dar comienzo a la jornada rutinaria de todos los días, que indefectiblemente comenzaba el lunes bien temprano y terminaba el sábado al comenzar el poniente. Es que para él y sus clientes el sábado inglés no existía, e inclusive algunas veces laboraba los domingos y uno que otro feriado, ya que a los pequeños almacenes del barrio había que proveerles de mercaderías y la atención debía de ser permanente, pues estos a su vez expendían diariamente a los a vecinos quienes acostumbraban a anotar las compras en una libreta que luego saldaban a fin de mes después de cobrar la mensualidad. Y a propósito del canto de los gallos, más de una vez Paco se preguntó si entre ellos se transmitían algunos mensajes en código gallináceo, o por el contrario consistía en pura competencia de quien gritaba más fuerte y era el más gallito entre contrincantes, como acontecía con los carreros en las carreras de jardineras. Porque la profesión de Paco era el de carrero, pues él acarreaba insumos que entregaba en su vehículo tipo jardinera tirada por una buena yegua, a pequeños propietarios de las despensitas desparramadas en calles y callecitas de la zona oeste de la ciudad, cuyo proveedor habitual era el almacén de ramos generales de Juan Montejano ubicado en Centenario y Lavalle. Y como Paco no era el único en el menester de repartidor, otros también ejercían el mismo oficio, no solamente haciendo el reparto del mismo almacén sino de aquellos ubicados en otras plazas, podía ser el de Tassano haciendo cruz, o como el de los Lima del barrio Rocamora, razón por el cual éstos se cruzaban y desafiaban en carreras domingueras que a la postre resultaba la atracción y divertimento gratuito de quienes presenciaban. Es por eso que Paco cuidaba a su jardinera más que nada en el mundo en atención a que la misma cumplía la doble función de servir como bien utilitario y el de la diversión, nada más que en esta última afición, peligrosa por el riesgo de algún accidente, se ganaba unos buenos pesos extras por las apuestas que se hacían entre los competidores. Tal es así que en una oportunidad ganó una potranca rosilla que después resultó ser ligera como el rayo, y a ella precisamente los adversarios la querían ganar. De ahí se entiende el origen de los continuos desafíos que Paco recibía y no podía negarse pues hasta el presente permanecía invicto en las contiendas. Y quien más lo acosaba en la disputa era su amigo Danielito Medina con ganas de recuperar a la rosilla “Preciosa”. Nombre que Paco le pusiera a esta potranca de remos potentes y trote veloz, que a Danielito le ganara en buena lid en las carreras que solían disputarse sobre las calles terrosas de la Avenida Centenario. El tramo recorrido cual pista de cuadreras se iniciaba en la panadería de Don Gabriel Chemes, ubicada en la intersección con la Avenida Corrientes, hasta el almacén de la otra familia Chemes de la Avenida Santa Catalina, en jornadas de polvaredas, cascos batientes, latigazos y los conductores parados sobre el pescante haciendo equilibrio y sujetando las bridas con firmeza para que los caballos no se desboquen.
Y como la rosilla al crecer se había vuelto imbatible, la insistencia a competir con ella duró un tiempo nada más puesto que el valor de Preciosa aumentaba y ya no había dinero suficiente como para empardar las apuestas, originada precisamente por la virtuosa velocidad de la yegua que hacía aumentar su cotización. Pero, siempre hay un pero cuando el pobre se divierte decía doña Eulalia la curandera, y este pero fue el inicio del quebranto de la amistad entre Paco y Danielito al sentir éste extrañas emociones en su corazón, como si una inexplicable compulsión le hiciera sentir animadversión hacia el amigo que aun proponiéndose no podía superar. Como fuera, y tal vez compelido por un sentimiento de culpa o porque todavía conservaba ciertos valores éticos, es que acudió al rancho de doña Eulalia ubicado detrás del regimiento, lugar donde criaba una collera de nietos resultado de los amoríos de sus hijas solteras que se iban con sus parejas y después volvían con la panza llena, según las murmuraciones brotadas de las malas lenguas de los vecinos. Doña Eulalia era famosa por curar empachos, males de ojos y amores escabrosos, aunque no podía evitar las fugas recurrentes de sus hijas. Aconteció que ante la presencia de la matrona, Danielito, confesó el resquemor que abrigaba contra su amigo y hasta se animó a preguntarle con cierto recelo:
– ¿Será doña Eulalia que estaré “engualichado”?
-No mi hijo- le contestó la mujer canosa y entrada en años.
-Hay veces- prosiguió- que las emociones en el hombre superan a la razón y le obnubilan la mente como en tu caso, y solamente vos con la ayuda de Dios podrás superar. Porque en esto de las pasiones mí querido niño, no hay “desgualichamiento” que pueda servir, pues se parece a las calenturas y amores extremos que terminan en tragedia si antes no se los sofrena. Y además en esta vida, tienes que aprender razonablemente y usando tu inteligencia a desear lo menos posible, algo imposible.
Dicho esto se levantó de la poltrona que daba justa cabida a sus voluminosos glúteos, para dirigirse al aparador del cuarto que hacía de sala y comedor con piso de tierra apisonada y paredes de madera pintadas de color rosa subido. La habitación se encontraba separada del enorme dormitorio que albergaba hijas y nietos, por una cortina corrediza de tela floreada y colores discretos dando al ambiente, pese a la pobreza, aspecto pulcro y aseado.
Abrió el cajón y retiró un papel doblado en cuatro partes y ajado por los años al tiempo que decía:
–Este escrito perteneció a mi abuela y según ella heredó de su abuela. Son reflexiones de uno de los últimos curas Jesuitas que andaban mezclados entre los indios, y como ellos terminó su vida con mucha pena y miserablemente.
-Te leo la primera estrofa y dice así:
Más bien que para mal
Dios nos dio la inteligencia
Y depende de nosotros
Emplearla con sapiencia.
-Ahora te lo doy- y le extendió el papel ‑léelo con frecuencia y más cuando te agarre la locura de la sinrazón.
El muchacho agarró el papel desdoblado y lo leyó pensativo. Luego salió del cuarto sin decir palabra alguna y atravesó apresurado la corta galería del rancho, donde una mujer embarazada con un niño en sus brazos esperaba turno para ser atendida.
Al parecer la receta de doña Eulalia con las reflexiones del cura no surtieron los efectos deseados, pues en el alma de Daniel la inquina fue en aumento y más todavía cuando en sus vidas se cruzara Lucila, la bella muchacha paraguaya que se enamorara de Paco. Ella, al quedar huérfana se vino a vivir a Posadas con sus tíos, también paraguayos, que años antes encontraran refugio tras la persecución del dictador de turno del Paraguay. La pareja, oriunda de Concepción, con ahorros que trajeron consigo pusieron una despensa sobre el solitario y pedregoso otero ubicado a dos cuadras al este del club Juventud. Y a este nuevo hogar arribó la joven guaraní desbordada de esperanza y con el ánimo dispuesto a terminar el magisterio en la Escuela Normal.