El sol ya mostraba el rostro en el horizonte encarnaceno. Su luz titilante reverberaba sobre el viejo río Paraná, que agitado por las brisas formaba pequeñas olas que sutiles se explayaban hacia la orilla pedregosa. Las canoas ancladas de los pescadores acompañaban el movimiento rítmico del líquido en vaivén. Las hojas de inmensos árboles, entremezclados con variadas especies frutales se movían en susurro por las corrientes del norte, y las primeras lavanderas con sus atados de ropa y a pasos cansinos hacían su aparición. Las había de todas las edades, jóvenes, viejas y de mediana edad, que al unísono concebían al jabón y al agua del río como bendiciones de Dios, porque de allí salían sus menguados haberes de subsistencia. Algunas ya venían con el enorme pañolón blanco puesto sobre la cabeza, otras se pondrían más tarde para aplacar el sol que debido a la temperatura ambiente amenazaba ser hiriente durante el día.
Entre todas ellas se destacaba la figura alta y macilenta de doña Pancha, luciendo cabellos teñidos de negro azabache y el cigarro casero que llevaba prendido en una de las comisuras de la boca. Era una experta alisando y preparando las hojas del tabaco, que las mantenía colgadas del horcón de su vivienda. Supo aprender el armado en la época en que trabajaba de operaria en la fábrica de cigarros frente al mercado de la placita, y renunció cuando se casara con el Evaristo Medina, el padre de Danielito. Se trataba éste de un hombre recio, de mucha pinta y arrastre entre las mujeres, de quien la buena moza Francisca se enamorara perdidamente. Por él dejó el trabajo y se fueron a vivir a una casa de madera ubicada entre el Tiro Federal y el balneario el Brete. Nombre éste que los lugareños discutían si fue impuesto por ser depósito de los presos engrillados en la época de la guerra de la triple alianza, o porque encerraban a las vacas previamente al cruce de una a otra orilla.
En cuanto al matrimonio todo marchaba muy bien porque el Evaristo ganaba buen salario trabajando en la curtiembre de don Felipe Sokol y mantenía el hogar convenientemente asistido, que ya incluía a un varón recién nacido fruto del amor de la pareja. Pero, siempre hay un pero al decir de doña Eulalia, para angustia y aflicción de la Francisca al Evaristo le gustaban las parrandas y empinar el codo en noches de diversiones, inclinación que lo llevó a frecuentar lugares turbios y prostibularios como si fuera un tipo soltero. Su racha de soltería terminó cuando en una noche de fandango se mezcló en una pelea de alcohólicos donde brillaron los puñales y el Evaristo, diestro en el manejo del cuchillo por su trabajo en la curtiembre, mató a su adversario en duelo criollo de un certero puntazo en el corazón. Le dieron quince años de prisión y al principio estuvo detenido en la cárcel de Posadas, lugar que la Francisca lo visitara constantemente con el niño en brazo. Se hicieron más dificultosas las visitas cuando lo llevaron al penal de mayor seguridad de Candelaria, para después no verlo más al ser trasladado definitivamente junto a otros presos a la cárcel de Resistencia.
Ante tan devastadora situación, Francisca, intentó reingresar a su antiguo trabajo en la cigarrería y debido al antecedente del marido no la reincorporaron. Desesperada, sin saber leer ni escribir y un niño que alimentar, se enfrentó con que la ingrata realidad le ofrecía dos opciones en el intento de conseguir algún dinero: prostituirse o trabajar. Fue entonces que en digna decisión se hizo lavandera y utilizó sus conocimientos en el armado de cigarros para elaborarlos en forma casera y luego comerciar con los puesteros de la placita. De esta manera pudo criar decorosamente a su hijo.
Pasó el tiempo y un atardecer de crudo invierno, Francisca se turbó al escuchar que golpeaban la puerta de la casa. En principio, como estaba sola, no quiso atender, pero ante la insistencia del golpeteo cambió su decisión. Y al abrir la puerta de la humilde morada se sorprendió enormemente al contemplar el espectro casi desconocido de su marido. El hombre que supo ser buen mozo y gran seductor lucía canoso, con el rostro marchito, la barba sin afeitar y la ropa deslucida.
-¡Por Dios!- exclamó Francisca.
El hombre vencido como toda respuesta le dijo:
-Escucha Francisca, he cumplido mi condena. Te traje unos pesos que he sabido ahorrar. En unos días me iré de la provincia porque no quiero ser una carga.
La mujer sin titubear se acercó a su marido y lo abrazó tiernamente. Lloró sobre sus hombros como nunca antes lo había hecho, ni siquiera cuando él cometió el crimen y lo detuvieron. En este momento lo hacía generosamente mojando con sus lágrimas la solapa del saco ajado, tal vez con su llanto recordaba los pocos momentos felices del primer idilio de cuando fueron dichosos, aquel amor de la bella juventud que ahora se fue.
-Francisca- dijo Evaristo ‑recuérdame en este abrazo. Estoy muy enfermo y te repito que no quiero ser una carga. Además, tampoco quiero que mi hijo me vea en esta cruel caída. Ruego por Dios que me perdones.
Francisca lo abrazó más fuerte como si quisiera detener el tiempo y le murmuró muy bajito:
-Esposo mío. “Quien perdona se reencuentra consigo mismo, de lo contrario andará peleado con el mundo”.
Permanecieron un rato más abrazados y luego Evaristo se separó de su mujer para perderse en la nebulosa del anochecer. Una semana después la crónica del diario El Territorio anunciaba que encontraron su cadáver apuñalado en el cañadón intransitable y pedregoso frente al club Itapúa. “Se sospecha de un ajuste de cuentas”, cerraba el relato del cronista policial Abdón Fernández.