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Guido Encina
Guido Encina
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El sombrero de Ivo

Encerrado en su habitación, un fiel hábito que lo mantenía el cien por ciento del día, creyó que ese lunes iba a ser un día distinto, único. En su mundo había todo: televisor, libros, computadoras, baño, una pequeña cocina y un placar que desparramaba ropa blanca. Se miraba al espejo al despertarse, llevaba los índices de sus manos y simulaba una sonrisa. Así arrancaba el día, desde ese momento, sus acciones se repetían una y otra vez. Continue Reading


Hilarión Benitez
Hilarión Benitez
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Jojó

Cipriano Aldana, conocido como “Jojó”, personaje entrañable de Montecarlo, parte del paisaje o folklore humano que se sumó a otros que dejaron su huella en la primera zona urbana del pueblo, como el Negro Mestraña, Mario Meza, Pocholo, Matungo y el Negro Bandera, entre otros.
Rescaté y reanimé los recuerdos con cariñoso respeto y afecto.

Quiero agradecer a su hermana Francisca, quien me permitió algunas entrevistas para contar la historia de su hermano convertida en leyenda y mito.
Su madre fue “Doña Ana” (de apellido Lutgen), nacida en 1917 en Luxemburgo, conocida por su noble oficio de lavandera en los tiempos en que la incipiente zona urbana se poblaba de empleados públicos y obreros en las décadas del 50, 60 y 70, cuando comenzaban a llegar trabajadores que vivían en hospedajes o conventillos y necesitaban de su servicio. Lavaba con la ayuda de sus hijas en los planchones de piedra del Arroyo Bonito y entregaba cada prenda prolijamente doblada, luego de ser planchadas con el antiguo dispositivo a carbón.

Jojó nació el 26 de septiembre de 1937 en Caraguatay.
Es sordomudo de nacimiento. Su mundo de silencio no le impidió ser comunicativo y lograr hacerse entender por quienes con él se relacionaban con mayor frecuencia.
Parte de lo que podía emitir al intentar hablar sonaba parecido a “jo-jó”, tal vez de allí el sobrenombre dado por la gente, pero en la familia, cariñosamente, le dicen “Papito”.

De tez blanca, físico de buena contextura, estatura mediana y firme musculatura, siempre afeitado y cabellos cortos cuidados por su hermano peluquero, De Jesús Aldana, se ganó la vida desde muy joven haciendo changas como carpidor y produciendo leña con hacha que luego vendía haciendo el reparto en su carretilla, siendo ésta la estampa o imagen que más lo identificó, trajinando en la larga avenida de Montecarlo.

Luego del fallecimiento de su madre, en 1985, quedó desamparado y por muchos años se afincó por la zona de los Barrios Sandrín y Retiro.
Al comienzo de esta etapa de su vida, la familia Sandrín permitió que se alojara en una vivienda de su propiedad y junto al siempre solidario Cotí Morel y su esposa Alcidia, le asistían con alimentos. De a poco la casa fue siendo usurpada por otros hombres marginales, quienes con maltratos expulsaron a Jojó. Fue a raiz de ello que cargó su mudanza en la noble carretilla y se refugió por varios años en la parada de colectivo urbano, en la vereda casi lindante con el cementerio, frente al asilo de ancianos. Allí soportó muchos inviernos a la interperie, para luego ir a “vivir” debajo de un árbol en una choza con techo de hojas de palmera hecha por él, en cercanías del mismo lugar, hasta que un incendio lo devoró.
Fue entonces cuando Chacurrú Gonzalez y Cachilo Helin, choferes del transporte urbano, que lo veían varias veces al día, pusieron de manifiesto su actitud solidaria, ayudándole a construir sobre las cenizas una casita de madera y siempre le acercaban un plato de reviro y tabaco para mascar.
Desde el año 2008, luego de sufrir un accidente de tránsito, vive en el Barrio Sarmiento, al cuidado de su hermana Francisca y su sobrina Lidia López. En ese tiempo, en el marco de políticas de estado de inclusión, pudo obtener el beneficio de una pensión otorgada por el ANSES, lo cual le ayudó a tener una vida mas digna.
De sonrisa permanente de hombre bueno y mirada tierna parecía cargar en su carretilla sus sueños, su sufrida infancia, su dolor y su cansancio, ante mucha indiferencia y el escaso pago por sus trabajos.
Nunca fue agresivo ni protagonizó ningún hecho que le valiera inconvenientes con vecinos o con la policía.

Por muchos años, aun hoy, es el centro de algunas conversaciones en reuniones de amigos, las que con el correr del tiempo incrementaron un mito. En su mundo de inocencia no habrá sabido interpretar las curiosidades de los jóvenes que se le acercaban, ni el motivo de sus rostros sorprendidos. Sólo Francisca parece entender su mundo de niño grande, sus gustos, sus tiempos, sus señas, su mirada limpia y la medida exacta de caña y tabaco negro que calme su ansiedad.

El 26 de septiembre, cumplirá 82 años.

El cuerpo ya no es el mismo. Tanta asada, machete, hacha y carretilla lo encorvaron e instalaron dolores y dificultades que se acrecientan día a día.

El dolor y la pena también llevan en él 82 años de silencio. No obstante, aún fluye natural su sonrisa pícara, su mirada atenta y conmovedora.

EN EL DIA DE TU CUMPLEAÑOS, DIOS BENDIGA TU ALMA BUENA QUERIDO JOJÓ !!!!

______
Hilarión Benitez
Septiembre 2019


Evelin Inés Rucker
Evelin Inés Rucker
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  • Cuento

Tiempo de brujas

Las nietas de las brujas fueron desterradas; llegaron desde sinuosos caminos asfaltados y carreteras perfectas. No eran esclavas del diablo, pero sí señoras y dueñas del amor.
No era tarea fácil. Nunca fue fácil vivir en el amor.
Solo la mente compartida por una sociedad miedosa tenía al tiempo en un ayer de hogueras, brebajes y lechuzas. Ellas, las mujeres fuertes que no temían emigrar una y mil veces, se sabían intactas en el presente.
_ Cuando estás en el ahora, salís del tiempo –dijo Inés en un susurro a gritos- Ves que el tiempo no es lineal, sino esférico y que todo ocurre en un mismo instante.

Las hogueras brillaron y las celdas de piedra húmeda volvieron a asfixiarlas mientras sus almas eternas abrazaban al dolor y a la angustia con toda la ternura que sabían estaría siempre impresa en sus ADN.
Josefina caribeña vuelve a llorar su vientre estéril junto a Napoleón. Juana rescata el cuerpo de Manuel Ascencio escoltada por los cholos en las sierras bolivianas. Marielle, socióloga feminista militante, festeja sambando negrura su concejalía fluminense. Simone escribe pasiones y decisiones en cartas existenciales. Norita sigue circulando erguida los jueves con un lienzo blanco en la cabeza. Yocasta…
Cada una caminó aquella tarde de junio abriéndose paso por las calles porteñas rumbo a la plaza del congreso que las recibía y las juzgaba.

A pesar del amor, no pudieron despertar a todas ya que algunas marchaban desde el dolor y la bronca, otras desde la necesidad de justicia y venganza. Pero las incluyeron tratando de contenerlas, sabiendo que caminar agrupadas alivia.
Cuando las hechiceras ancestrales tomaron las manos de sus nietas y cantaron lágrimas de paz, descubrieron que el propósito de la vida es recordar la eternidad.
Inés decidió entonces hacer que el grito de las brujas desterradas fuera visible y transformó a cada corazón en un pañuelo verde.


Rubén Darío Motta
Rubén Darío Motta
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  • Cuento

La aldea

En una hermosa y pacífica aldea, muy cerca de una gran ciudad, el lugar era de ensueños, donde el cielo celeste se confundía con el río y el verde de la vegetación le daba frescura al paisaje, sólo se escuchaba el trinar de las aves, vivía un hombre solitario que tenía un gran don… El de dibujar hermosos paisajes, retratos humanos que el imaginaba, retrato de animales que paseaban por el monte, en realidad era una gran maestro en obras de arte pintadas, era una persona multifacética, nunca estudió con grandes maestros. Nunca tuvo la oportunidad de conocer a personajes como Rembrandt o Quinquela Martín, y tampoco nunca se preguntó cómo fue que le surgió este don. Un día nada más comenzó a dibujar y pintar. Tenía algo particular, casi místico, pintaba sus cuadros de gris y negro, los trazos eran perfectos, su lápiz lo manejaba con mucha precisión.

Un día llegó un caminante a su casa, y pidió un poco de agua, mientras fue a buscar el agua que le pidió el caminante, éste ve los maravillosos dibujos del hombre, pero le llamó la atención el uso de solo dos colores en ellos: el gris y el negro, sabiendo que había infinidad de colores para aplicar a tan bello paisaje que tenía a su alrededor, era una gama extensa de colores entre la vegetación, el agua, los animales, etc…
Asombrado el caminante, le pregunta a este extraordinario artista el porqué del uso de estos dos colores nada más, y el pintor le contestó:
“nunca fui más allá de estos colores, porque tenía miedo que perdiera la belleza del dibujo”…
El caminante le contestó: “Al contrario, los colores les darían la belleza, resplandor y fuerza a sus paisajes”…
Salió de su casa un poco desilusionado. Mientras se perdía la figura de la casa, entre el verde de la vegetación y el azul del río, las aves le ponían música a aquel paraíso de ensueño y se resistía a alejarse de ese lugar. La realidad a veces cansa, se torna rutina y ese paisaje le mantenía dinámico, a tal punto que reflexionó y dijo asi es la vida de muchas personas tienen grande dones, un gran sueño dentro suyo y no se animan ir más lejos .Se quedan en la rutina en lo mismo de siempre en lo negro y gris sabiendo que hay otros colores vivos, impactante, alegre que da vida, calor interior y frescura a la mente .
Gente que no extiende su tienda, gente que no va unos kilómetros más, que no buscan más allá de su vista .Están enfrascados en sus problemas y dan vuelta alrededor de su problemas.
El negro y el gris representan la rutina el no mejorar, perfeccionar tus dones y habilidades.
El paisaje representa el sueño que Dios puso en vos, búscalo y llena de colores. Dale vida, Pasión, fuerza, no te quedes con lo que aprendiste andá por más.
Hay un cuento con una enseñanza.
Dos moscas cayeron en un vaso de leche, una de ella se dio por vencido inmediatamente diciendo voy a morir y así sucedió, mientras que la otra pensaba y decía habrá una salida , mientras buscaba la manera de salir tenía sus patas en movimiento velozmente y fue así que tanto fue el movimiento que la leche se transformó en manteca y pudo salir .
Buscá lo que te sirve en la vida, no te quedes en el fracaso de tu pasado, en lo que te equivocaste. Tu pasado caducó, no podés volver a ello.
Hay momento en la vida que tienes que ceder para ganar otras cosas más importantes. Hoy por hoy sucede en todos los ámbitos que no queremos ceder, muchas veces sin tener razón, todo esto sucede en nuestra vida cotidiana y ocurre muy a menudo en la vida conyugal.
Grande situaciones suceden el matrimonio, por no dar a veces un paso atrás para que el otro pueda pasar.
No imites moda actual. Hoy vivimos un tiempo excesivamente rápido, vemos pasar los días a gran velocidad, anda despacio toma las decisiones reflexivamente nunca tomes decisiones en caliente.
Detente a ver la naturaleza, el canto de los Pájaros, un atardecer usa todos tus sentidos a disfrutar de la creación.
Cuida el medio ambiente, que es una manera de vivir feliz y preservar la naturaleza para las generaciones futuras.


Silvia Liliana Paredes
Silvia Liliana Paredes
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Esos heroicos actos de amor de los niños

Cuando nací mi hermana tenía cuatro años y al parecer no estaba muy contenta con mi llegada. Su descontento se debía a que ella quería que yo fuese un varón, y yo era muy niña para su gusto.
A mi mamá se le ocurrió la idea de decirle que, ya que ella no estaba contenta con la beba recibida, le iba a pedir a la señora cigüeña que me venga a buscar y me llevara volando con destino a otro hogar. Primero aceptó el acuerdo, pero como la cigüeña no se desocupó pronto por esos días, el tiempo fue pasando y la idea comenzó a ´preocupar a mi hermana mayor. Quizá porque comenzó a quererme lentamente, de a poquito a poquito… hasta que un día me quiso mucho, tanto que cada mañana se sentaba en la puerta de entrada armada con su coraje y unas pocas piedras. Estaba resuelta a correr a la cigüeña cuando viniese a buscarme. Mientras yo dormía tranquilamente en mi cuna, custodiada por mi valiente hermana de cuatro años.


Guido Encina
Guido Encina
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  • Cuento

La historia de su vida

Desde que conoció ese mágico texto se quiso meter dentro de ese cuento que lo desvelaba: La historia de su vida.
Amigos y familiares no entendían por qué siempre que volvía de sus actividades de rutina, Tito iba corriendo a la pieza a buscar ese pequeño libro. Leía, se reía de los personajes de la fantástica narración hasta que terminaba las 32 páginas.

Su humor cambiaba al cerrar la colorida tapa con los protagonistas, que a esa altura ya eran parte de su cotidianeidad. Citaba y enumeraba situaciones del libro ante los vecinos del barrio. No se entendía, pero no quería otros textos, sólo ese. Su madre había probado comparar otros ejemplares, sin embargo Tito se aburría y volvía a leer La historia de su vida.

El cuento relataba la historia de chicos de 9 y 11 años. Eran pibes de un barrio quedado en el tiempo, sin adultos, ni relojes y donde no anochecía. Los protagonistas se divertían y pasaban inventando juegos donde participaban todos. Las piruetas que hacían las letras era lo que más le apasionaba y las rimas del diálogo de sus amigos le daba extremo placer.
“…Sin embargo, ese día alguien apagó la luz y todos se fueron a esconder hasta el próximo brillante día”, terminaba el cuento. El triste final, para él no era tál, era esperanzador porque sabía que era abierto y le daba la posibilidad de pensar algunos juegos para llevarlos el día que le toque ser parte de la historia.

Una mañana no quiso ir a la escuela, pidió permiso y se volvió a acostar apretando a su libro contra el pecho, se volvió a dormir. Sus padres fueron a sus respectivos trabajos.
Se levantó y volvió a concentrase en su cuento favorito. Leyó palabra por palabra en voz alta reflexionando ante cada coma y puntos. Cerraba los ojos, cada tanto y continuaba con la lectura sin equivocarse. Parecía un ritual. Conocía cada dialogo, cada rincón donde se escondían sus amigos de ese pueblo imaginario.

Antes de llegar al final se empezó a sentir raro, su cuerpo empezó a perder fuerzas hasta desaparecer. Desapareció y nunca más nadie lo volvió a ver. Pero nadie se olvidó de él.
Su cuarto quedó cerrado por años, la cama igual desde la última vez que él mismo la arregló. Sus padres que lo buscaron hasta el cansancio, sentían que Tito permanecía en su hogar, por eso dejaron su libro preferido sobre la mesa de la habitación.
Pasaron dos generaciones más de su familia en esa casa, hubo cambio como en todo hogar, pero es ejemplar nunca dejó de estar en la habitación.

Se transformó en el mito. Los chicos de su barrio no leyeron nunca el cuento por temor a desaparecer, tenían curiosidad, pero no valentía.

A setenta años del hecho que había conmovido a toda la ciudad, los niños cuentan en las fogatas nocturnas que los amigos imaginarios del fantástico relato lo transformaron en Tito uno de los personajes más de La historia de su vida.


Julio Cesar Ramirez
Julio Cesar Ramirez
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El señor de los espejos

Como cada mañana, lo veía allí, al costado del camino.
Rodeado de brillos en aquel escaparate improvisado que rodeaba a su auto descolorido.
Nunca observé a un cliente detenido admirando su mercancía o preguntando por una posible venta. Sentado en un sillón de tiritas, algunas veces. Otras, iba y venía acomodando uno, sosteniendo otro, buscando orientar fuera de la calzada algún molesto reflejo… Más,  nunca le vi un potencial comprador.
Hacía ya varios meses que paraba en aquel sitio y hacía despliegue de sus llamativos objetos.

Fue una mañana de  agosto, cuando luego de tomar unos mates y hablar con mi mujer de una invitación que teníamos de una quinceañera,  concluimos que para una señorita que cuida detalles y arreglos personales en  ceremonia cotidiana, un buen regalo podría ser un espejo para su habitación.
De esa manera también, aportaríamos al alivio y la buena convivencia de su grupo familiar, porque estas niñas cada vez que se encierran en el baño para sus preparativos cosméticos, al perecer  fijan  residencia permanente en aquel único cuarto imprescindible de la casa.

En camino al trabajo me detuve a observar la oferta del señor de los espejos y a preguntar los precios de cada uno de ellos para evaluar entre nuestro presupuesto y sus ofertas. Uno o dos de ellos me parecieron los acordes a nuestra búsqueda y pregunté sus precios, interrogante que me fue respondido con ciertas evasivas y vueltas explicativas. Si hasta me dio la sensación, de que no quería vendérmelos.
A mi vuelta comenté de esta experiencia a lo que en casa me respondieron con cierta compasión comprensiva “-A lo mejor el hombre no tenía un buen día… Preguntemos más adelante, todavía hay tiempo”.
Los dos días siguientes lo volví a cruzar allá en su banquina de siempre, con todo su despliegue brilloso y ningún cliente.
Al tercer día, por fin, creí que ya había mediado tiempo suficiente para su composición anímica y me volví a detener luego de la señalización del guiño acorde para esa maniobra.
Fui directo a los dos modelos de mi preferencia y le pregunté por su precio.
-No están a la venta –me dijo seca y directamente.
-Pero… Si no éstos, ¿Va  traer otros similares? –pregunté algo aturdido y sorprendido por la actitud del hombre.
-No creo.
-…

Sin responderle, me subí al auto, arranqué y me fui farfullando en silencio.
Con una cadenita y un dije, quedamos muy bien con la adolescente.
——-
Soy lector dominical de los diarios locales. Imprescindible es para mí que en el quinchito del patio junto a la parrilla, cada fin de semana, antes de encender del fuego, le dé una repasada al periódico que, a manera de síntesis, me cuenta los acontecimientos de la semana que pasó y las expectativas de las próximas jornadas hábiles.

Soy también de aquellos bichos raros que luego de mirar la portada, me dirijo sin paradas a la contratapa y comienzo a leer el diario de atrás para adelante. No muy lejos de allí, aviso más, santoral menos, me encuentro con la sección de noticias policiales, a las que voy desgranando una a una.
Ese domingo, la mayor parte de la página 42 la ocupaba una gran fotografía que mostraba un escenario para mí conocido. La banquina, el auto descolorido y el brilloso escaparate de los espejos, ahora rodeados por móviles policiales.

La crónica resumía que el vendedor era en realidad un abusador de menores, primordialmente jovencitas, quienes camino al colegio cercano o simplemente de paso, no resistían la tentación de mirarse, arreglarse el pelo o simplemente ensayar algún mohín gracioso que la favoreciera.
Con esta carnada, el depravado entablaba una conversación.  Les preguntaba dónde y con quien vivían, si le gustaban los espejos y cuidar de su belleza, datos de los horarios de su familia y ya con la confianza ganada,  aparecía un servicial: “así te acerco uno de regalo una tarde de estas”…

Ya eran más de una decena las denuncias recibidas, al menos en este pueblo. Y al parecer, ya habría estado ensayando la misma táctica en otros lugares desde donde había escapado.
Los espejos aparecieron mucho, mucho antes que la fotografía. Hubo varias generaciones y culturas que les temieron a ambos porque decían que “les robaban el alma, a quienes se asomaban por allí”.

Hay una leyenda, la de Narciso. Que se creía bello y agraciado, tanto que se había enamorado de sí mismo. Como en su época no había espejos, todas las mañanas buscaba la orilla de un lago, donde permanecía inmóvil, extasiado horas y horas, observándose reflejado en la superficie.

En cierta ocasión tanto fue el tiempo de estar mirándose allí que lo venció el cansancio y al quedar dormido,  se cayó al agua y se murió ahogado.
 Útil y decorativo invento este de los espejos. Lástima que a veces, suelen convertirse en sutiles elementos para trampas, riesgos y sufrimientos.
 


Evelin Inés Rucker
Evelin Inés Rucker
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La bicicleta azul

En un lugar muy lejano y en un tiempo del que ya no me acuerdo, vivía Francisco, un niño solitario. Francisco tenía una bicicleta azul con la que recorría senderos para llegar a la escuela. Una mañana como todas, en las que el sol brillaba y el pasto del camino aún tenía gotitas de rocío, una lagartija cruzó despreocupadamente frente a las ruedas que venían rápidas. La bicicleta dio un salto y Francisco voló a tierra al apretar los frenos para no pisarla.

¡Qué terrible dolor y qué susto al ver sangre en sus rodillas y en sus manos! ¡Y la bicicleta partida en dos! Cuando las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, llegó la maestra y entre chorros de agua oxigenada para desinfectar las heridas y palabras cariñosas para calmar la angustia, lo llevó a la escuela.

El llanto de Francisco era cada vez más grande, ya no por el dolor sino por el miedo a enfrentarse a su padre. Luis era un hombre que cuando se enojaba, se volvía feo, de sus ojos salían chispas hirientes y su voz sonaba a una trompeta avejentada.
Lo vio venir a lo lejos y comenzó a temblar. Su vozarrón espantó a los niños, al portero, a los pájaros que tenían un nido en el árbol de pitanga y al perro salchicha que dormía en la puerta de entrada.

Manchita, el perro salchicha que habían adoptado los chicos en la escuela, era un animal sabio. Se despabiló con los gritos y el llanto y decidió hacerse cargo del asunto. Corrió a recibir a Luis con muestras de alegría ladrando amistosamente. La primera reacción del papá de Francisco fue la de ignorarlo, porque los hombres enojados suelen ignorar las muestras de cariño. Pero Manchita continuó con su cometido y de a poco, a medida que caminaban juntos hacia la escuela, el humor de Luis se fue aplacando.

Todos sabían que no era un hombre malo pero su ira y la manera intolerante con que trataba a su hijo lo volvían indeseable.
A Manchita se unió Berny, el benteveo que vivía en el nido del árbol de pitanga. Dejó caer, justo en el hombro de Luis, una perfumada flor de jazmín. El perfume de los jazmines aplaca hasta a los ogros furiosos y en este caso el resultado fue el esperado.
Renata, la mamá de la lagartija que salvó Francisco al no pisarla con la bicicleta, ayudó a los chicos a escribir un cartel que decía: “Bienvenido, nos alegra a todos verte en la escuela”.
Solo faltaba un detalle y lo puso la mariposa Adela: revolotear delante del hombre iracundo y posarse en su pecho, cerquita del corazón. El aleteo hizo que Luis viera el miedo en los ojos de su hijo, que recordara sus miedos de pequeño y cuánto necesitaba de cariño, de palabras dulces y de caricias. Las alas multicolores son mágicas y lograron también una sonrisa en su cara. Sonrisa que fue muy pequeñita en un principio, pero que cuando se contagió a la boca de la maestra y luego a la de Francisco, logró descomprimir el enojo y transformarse en carcajadas.

Luis sentó a su hijo en su regazo y le pidió que le contara lo sucedido; también le hizo ver que con algunas herramientas y un parche dejarían como nueva a la bicicleta azul. Los niños se fueron acercando y la maestra descubrió una gran barra de chocolate que tenía guardada en el escritorio y la repartió entre todos.

El portero, que hasta ese momento los miraba desde lejos, dejó escapar un suspiro y exclamó bien fuerte: “Nada es tan terrible; gotitas de amor que se unen obran milagros”.

Y colorín colorado, todos juntos, al enojo dejaron de lado.


Cruz Omar Pomilio
Cruz Omar Pomilio
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  • Cuento

Abejas

Sacó un número y se dispuso a esperar pacientemente. De acuerdo con la pantalla indicadora faltaba un buen rato para que apareciera el suyo. Poco importaba. Ésta iba a ser una de las pocas veces en que matar el tiempo estaría justificado.
En la sala de espera del Banco Nación de Puerto Iguazú ya no cabía nadie. Las butacas totalmente ocupadas y él así como unas cuantas personas más se ubicaban paradas como podían, haciéndose un lugar entre el gentío.
Al cabo de un rato completó el estudio de todas las caras circundantes. Una manía que tenía desde joven le hacía dar a cada rostro una profesión, una angustia o dicha por él inventada. Así que la llegada de un personaje que lucía un gorro con visera, pantalones anchos a la manera de bombachas campestres y calzado con sencillas zapatillas, captó de inmediato su atención.
Como atraído por un imán, el recién llegado se acercó hasta donde estaba Julio. Saludó afectuosamente a una señora muy mayor y desde lejos a un par de conocidos. Con la naturalidad que tienen algunas personas para entablar diálogos con desconocidos, al llegar a su lado, buscando acomodarse entre toda esa aglomeración de gente, lo saludó con una inclinación de cabeza para luego exclamar:
-¡Pero qué barbaridad! ¡Ni que fuéramos abejas que estamos por enjambrar!
Julio se sonrió pensando ¿será verdad que los apicultores, al igual que las abejas nos reconocemos por el olfato? Como una clara indicación al diálogo comentó.
-Peor aún, es como si se hubiera caído una colmena – y, con una sonrisa en los labios, mirando a los ojos a su ocasional acompañante agregó-Espero que no estén bravas. ¿Trajo el traje de apicultor usted?
-¡Já! ¡No me diga que es apicultor! Mucho gusto – dijo extendiendo una mano fibrosa y endurecida por las tareas rurales-mi nombre es Juan Espósito. Un placer.
-Julio Leguizamón, un gusto Juan- retribuyó pensando que desde que empezó su estadía, era la primera vez que estrechaba la mano de alguien.
El saludo fue interrumpido por un clamor que se extendió de inmediato.
-¿Qué ha pasado? – preguntó Julio.
-Se cayó el sistema – contestó Juan.
-¡Qué macana! Y qué raro en un banco. Es algo poco común, ¿verdad?
-No tanto amigo – dijo con fastidio Juan, para a continuación preguntar – ¿Usted no es de acá, no?
-Sí y no. Soy nacido en Iguazú, pero hace más de treinta años que no vengo.
-Treinta años es una vida y mire qué manera de recibirlo tiene su pueblo.
La mayoría de la gente se dispuso a esperar, más aún de lo previsto, a que el santo sistema acomodara por sí solo las computadoras del banco o alguno apretara los enigmáticos botones que lo pusiera en marcha. Pero igual unos cuantos dolientes clientes, urgidos por otros trámites comenzaron a retirarse, descongestionando la sala.
Como un veredicto inapelable del destino, Juan y Julio se sentaron en un par de sillas vecinas recién desocupadas y con gusto retornaron la trunca charla.
-¿Dónde tiene las colmenas, Julio?
-No tengo, aunque supe tener unas cuantas. Hace ya tiempo, más de diez años atrás. Igual, ese es un amor que no se olvida.
-Eso es verdad. Y… ¿qué le pasó? ¿Por qué dejó?
-Tenía el apiario con un socio. Viajó y me dejó solo. Para colmo, las descuidé un poco y me las robaron.
-¿Se las robaron? ¡No me diga! ¿Y dónde fue eso?
-En Luján, Provincia de Buenos Aires.
-¡Qué lástima! ¿Y usted se desencantó y le costó empezar de nuevo, no?
-Algo así, fueron dos años para recibirme de Perito apicultor y unos cuantos pesos tirados a la basura.
-¿Usted es Perito apicultor? ¡Já! Miremé a mí. Cuando empecé, yo sólo sabía que las abejas, a diferencia de las vacas, son un poco más chicas y vuelan. De a poco y con muchos tropiezos, me fui haciendo.
Otra vez un murmullo que se agigantaba en sonoridad a medida que se expandía les cortó la conversación. El sistema había vuelto a operar. Y aún cuando no se terminaba de silenciar los ecos del primero, creció otro más fuerte todavía pues se volvió a desconectar.
Después de cruzarse una mirada de estupor entre los ocasionales amigos, la invitación de Juan surgió de una manera espontánea, como si supiera de antemano la aceptación de la misma.
-Julio ¿Qué le parece si esperamos tomando una cerveza? Digo, ya que el banco lo recibe tan mal al volver a su tierra. Si no, va a pensar que no lo queremos.
-¡Cómo no! Siempre y cuando me deje que lo invite yo.
-Vamos a hacer una cosa. Yo pago la primera y usted lo hace con la segunda. Total, acá se ve que hay para un rato largo de espera. Y recuerde siempre “a los inconvenientes debemos convertirlos en oportunidades” Así decía mi padre. Lástima que a sus dichos, sólo de viejo les hago caso.
Salieron del banco bajando con presteza la empinada escalera de su entrada, recorrieron pocos metros por Victoria Aguirre hasta Bonpland, luego por ésta una cuadra más hasta llegar a la zona de bares y cervecerías que permanecían siempre abiertas a la inagotable sed de los turistas.
Encontraron una mesa vacía, lejos del bullicio de la calle y continuaron con la charla que crecía en interés y cordialidad a medida que más se conocían.
El modo de ser franco y desinhibido de Juan fue empujando a las sombras las reservas del carácter de Julio.
Sólo al final de la segunda cerveza volvieron al banco a ver qué pasaba.
-¡Já! ¡Te dije! – Exclamó Juan en un tuteo que el alcohol y la camaradería habían impuesto, al ver mucha gente menos que cuando se fueron – Ahora, en un rato nos vamos.
Sobre el filo del mediodía y después de terminar sus trámites bancarios, decididos a cumplir con lo acordado cerveza de por medio, subieron a la camioneta de Juan para ir a comer a su casa, situada en el barrio San Cayetano que se despliega sobre las orillas paradisíacas del lago Urugua-í, a unos pocos kilómetros del centro de Iguazú.
Julio, con ganas de saborear una auténtica comida casera elaborada con productos naturales de la chacra y Juan, deseoso de que un experto le diera una mirada a su apiario.
Por la tarde, después de la siesta, revisarían las colmenas ya con el jugoso pago por adelantado de los manjares de Ana, la mujer de Juan, que éste no se cansó de alabar en cuanto a su capacidad para preparar las mejores delicias gastronómicas, tal vez, como un incentivo para que las ganas que tenía Julio de ver las colmenas, no decayera.
Juan no mintió. La comida sencilla, sabrosa y abundante, acompañada sobriamente por un solo par de cervezas, con un postre de mangos recién cortados de la planta, hizo que Julio se sintiera reconfortado con la vida.
La sobremesa lo encontró hablando con soltura de sus deseos de asentar su vida a los cuarenta años, recién cumplidos, en Iguazú.
Sus recuerdos de niño, que contrastaban con la realidad actual de una ciudad cambiada por el auge del turismo, volvieron con fuerza al estar en esa chacra, en una casa de ambientes grandes, altos y sombríos y también es ese paraje que no llegaba a ser pueblo, con la quietud de sus calles y el saludo de todos al cruzarse.
Así, su pasado de director de una compañía de Buenos Aires, tanto como el infortunio de la pérdida de su esposa, que lo dejó en una viudez sin hijos y sin esperanza hacía meses atrás, fluyeron de manera espontánea contagiado por el calor de ese hogar.

-Mirá Julio, si lo que buscas es paz y tranquilidad y no tenés problemas de plata, es decir, que no es obligatorio que trabajés yá, te conviene asentarte por acá. Iguazú se ha convertido en la pesadilla de cualquier ciudad que crece de golpe. El tráfico es infernal y sólo de vez en cuando ves pasar a un conocido. Cuando sos joven te atrae el ruido, a medida que pasan los años, la tranquilidad. Vos me dejaste entrever que tenés medios económicos, entonces, comprate una chacra. En la zona, hay varias en venta. Ponemos, si querés, un apiario a medias. Vos me enseñás con las abejas y yo te explico cómo plantar árboles. Para el que no tiene apuro, la madera siempre será un buen negocio. A más, Iguazú está a un paso. Ya viste, en veinte minutos llegamos.
-Me gusta la idea. Habrá que pensarla. Por ahora, sólo me tienta la hamaca que tienen extendida en la galería.
-¡Já! Ya te dije. Acá vas a dormir como cuando eras chico. Ponete cómodo nomás. Ana todos los días baldea la galería con citronela, para correr al bichaje, ¿viste? Ahora vos dirás a qué hora podemos inspeccionar a las colmenas.
– Mejor a la tardecita. Así podemos calibrar si están bien pobladas.
-Julio – intervino Ana –a mí siempre me encantaron las abejas. He visto un par de documentales por la tele, pero igual tengo muchas preguntas para hacerle. Como pasó que una vez me picaron varias, les tengo temor y al mismo tiempo, me fascinan.
-El mundo de las abejas es absolutamente fascinante Ana. ¿Sabía usted que la reina que es enorme comparada con sus hermanas, nace de un huevo común?
-Cuénteme, Julio.
-Para criar una reina, las abejas crean una celda especial, mucho más grande que las otras y, una vez depositado un huevo, dejan el alimento para que crezca la larva. Ese alimento es la famosa jalea real. Al cabo de 15 días, nace la reina y su primera tarea es matar a la reina vieja, pues no puede haber dos reinas en una colmena. A los pocos días de nacer, realiza su vuelo nupcial. Sale de la colmena para que los zánganos puedan copular con ella en vuelo. Generalmente varios lo hacen y cuanto más lo hagan, más prolífica se vuelve la reina. Piense que al poco tiempo, si es época de crecimiento, la reina pone tantos huevos como el equivalente de su peso en apenas un día.
-¿Qué pasa con los zánganos después? – Preguntó ávidamente Ana.
-Después de copular, mueren. Pero sólo son una ínfima minoría de los que pueblan un apiario. Durante la primavera y el verano ellos circulan libremente y entran en cualquier colmena a comer, siendo que nunca trabajan. ¿Ha visto que en la entrada o sea en la piquera, hay siempre varias abejas? Esas son las porteras. Cuando va a entrar una abeja, en décimas de segundo la huelen. Si tiene el olor que impregna la feromona de la reina a todos los habitantes de esa colmena, pasa. Si no, la pelean y la obligan a alejarse. Excepto que la colmena esté muy débil por sufrir alguna enfermedad o porque tienen una reina muy vieja o inservible. También pasa algo curioso con las colmenas débiles, que siempre me ha llamado la atención. Cuando las lluvias son muy fuertes y hacen escasear el polen o por cualquier otro motivo escasea la comida, algunas abejas que, bien vale decirlo, es un ser tan extraordinariamente trabajador, que ni bien nace, empieza a limpiar las celdas vacías y cuando comprende que llega el final de su existencia, generalmente sale de la colmena para morir sola y no dar trabajo a sus hermanas para sacarla de la colmena, pues bien, ese mismo ser, entra a robar miel en esas colmenas que, como le dije, están débiles. Y fíjese qué llamativo. Cuando una abeja roba varias veces, se vuelve ladrona y siempre anda rondando otras colmenas, dejando de buscar en las flores el néctar o el polen. Cualquier semejanza con los humanos ¿le parece a usted simple coincidencia?
-¡Ay! Julio, horas estaría escuchándolo.
-Bueno, obtener más información, le va a salir, por lo menos, otra comida como ésta.
-¡Já! Mirá si estará jodida la cosa, que el porteño va a trabajar por la comida- alcanzó a decir Juan
-Poné con el salario, la siesta en la hamaca. Sino, no hay arreglo- dijo entre las risas de todos Julio.

No pasaron muchos meses para que Julio se instalara como un vecino más del barrio San Cayetano, aunque su trato cordial siempre dejara lagunas de conocimiento de su pasado. Contaba con naturalidad de sus tiempos de niño y de sus trabajos como director de un par de importantes empresas de importación y exportación, pero por ejemplo, nadie sabía por qué, cómo y cuándo quedó viudo. No hubo tampoco ni preguntas indiscretas que rompieran ese silencio ni espontáneos recuerdos de su matrimonio, por lo que todo el mundo pensaba que tenía recuerdos ingratos de esa parte de su vida.
De la mano de Juan se fue acrecentando su círculo de amistades, sobre todo con hombres relacionados con el trabajo. En cambio Ana, con aprestos de sutil Celestina, no perdía ocasión de presentarle a mujeres con el claro fin de que encontrara una compañera. El mensaje bíblico “no es bueno que el hombre esté solo” tenía en ella el mandato inexcusable de una buena vida.
Julio dejaba hacer a uno y otra, pero los conos grises de su vida, quedaban en las enigmáticas penumbras que, por lo visto, no pensaba iluminar.
La infatigable perseverancia de Ana permitió que conociera a Laura, la maestra de la escuela que funcionaba en el barrio que, aunque mantenía un casi noviazgo, bastante frío, exclusivamente por culpa atribuida a ella, con un oficial de policía destinado en la regional quinta, de Puerto Iguazú, las veces que Julio y Laura se buscaban y encontraban, eran mucho más de lo que la vida cotidiana sugería.
El policía novio, estaba atado a su carrera en Puerto Iguazú. Ella, a su puesto de docente trabajosamente gestionado, cómoda a pesar de las contrariedades, como toda maestra que ama profundamente la docencia, llevándola, no como si fuera una carga, sino como una bendición.
El final del distante noviazgo tenía como lógica consecuencia, fecha pronta de cumplirse y Julio sólo fue el detonante de una situación que, por incompatibilidad de caracteres así como de formación e ideas, se hacía imposible.
El amor que sentía el policía aumentaba al ritmo de las negativas de Laura y no hacía más que exasperar situaciones sin solución. Buscaba, como todo hombre despechado, la razón en otro hombre que le viniera a disputar su lugar. Hasta la aparición de Julio no lo encontró. Después de conocerlo, su rencor tuvo nombre y apellido: Julio Leguizamón.
Su innato olfato profesional de policía que le hacía no confiar en ninguna empresa o persona que no tuviese una clara explicación de sus bienes o su pasado lo puso a Julio en la mira de sus investigaciones.
¿Así que el porteño tenía plata? ¿Y cómo la había hecho? ¿Así que es viudo? ¿Y cómo murió la mujer? Preguntas que ni tan siquiera Juan o Ana, que eran quienes más lo conocían, ni nadie pudo responder y que acicatearon su febril imaginación de macho desdeñado.
Acostumbrado por sus tareas a que la gente con un pasado turbio, encontrara en la mentira su pasaporte para no tener problemas y vivir cómodo y feliz, se propuso con paciencia y denuedo, averiguar todo de la vida del porteño que, aunque sabía que era nacido en esta tierra, ese calificativo encajaba de maravillas para su rencor mal digerido.

-¡Te lo dije! ¿No? Ese tipo por el que me dejaste, siempre lo vi raro, como escondiendo cosas. Ahora ¿Qué me contás? Así que es viudo. Y él, ¿te contó que estuvo investigado por el “supuesto” suicidio de su mujer? ¿Que nadie pudo explicar cómo una mujer feliz, de pronto, se envenena? ¿Qué él negó saber de las andadas de su mujer que le metía los cuernos con un amigo y que posteriores investigaciones aclararon en forma fehaciente que mintió? ¡Él supo todo el tiempo que era un cornudo! No pudieron probarle nada, pero casi, casi, que pisa el palito. ¡Ah! Si yo hubiera investigado, a mí no se me escapa ese pescado. Pero claro, habrá puesto plata y tapado evidencias. Ahí lo tenés a tu mocito. Tan fino, tan elegante y tan asesino.
La diatriba fue dicha con violencia y con saña. El uniforme policial le daba al herido ex novio, la fuerza institucional de su denuncia y queja.
Laura pasó del escepticismo a la congoja y, luego de pedirle que la dejara sola, al llanto inconsolable junto con el encierro en su dormitorio, que la dejó completamente abatida.
Justo ese sábado había amanecido jubiloso. Julio le propuso la noche anterior casarse o juntarse, nomás, como ella quisiera, ya que si el destino lo trajo de vuelta a esta tierra, estaba seguro, lo hizo con el propósito de encontrarla y hacerla feliz.
Las horas empezaron a pasar en un desasosiego brutal. Habían quedado en encontrarse con Julio para comer, como lo venían haciendo todos los sábados en lo de Ana. Y, justo ahí, planearon la noche anterior, darle la noticia que la puso tan feliz, causadora de un grato insomnio ya que ni dormir pudo, porque el sueño es una evidente pérdida de tiempo cuando la felicidad nos embarga y el día tendría que tener cincuenta horas para que quepa toda la dicha que sentimos en él.
Cerca del mediodía, llamó a Ana pidiéndole que fuera a su casa. Que ella no podía ir. Que cuando llegara le explicaría.
Al rato cayeron los dos, Juan y Ana, preocupados por el tono de la comunicación.
Otra vez el llanto imparable hizo que las informaciones de las malas nuevas se alargaran hasta poder entenderlas.
Cuando todo pareció calmarse, llegó Julio.
Los tres lo recibieron con un mudo reproche que pugnaba por salir en improperios.
Solo Juan encontró la calma para decir:
-El ex novio de Laura nos ha dejado dolidos y perplejos. Ha dicho con lujos y detalles que estuviste investigado y hasta preso por falso testimonio y sospechoso de ser el asesino de tu finada mujer. Decime Julio, ¿alguno de nosotros tres merecía este oprobio y esta pena?
Julio amagó con irse y escapar de una situación que lo superaba. Pero dio marcha atrás. Ya había escapado de Buenos Aires. No lo volvería a hacer. Así, comenzó a hablar en un susurro apenas, que al poco rato se convirtió en voz estentórea, contando la parte de su vida vedada a otros y olvidada por él.
-Es verdad que oculté – dijo- pero nunca les mentí.
-¿Y el ocultamiento no es una forma de mentir?- acotó Laura.
-Puede ser, pero, ¿es acaso una historia así, fácil de contar? Por supuesto que no soy el asesino. Mi mujer se suicidó, seguramente llevada por la culpa. Y yo me dediqué a huir llevado por la desesperación.
-Pero la justicia encontró que mentiste, Julio-dijo Juan.
¡Ah, sí! ¿Y vos, qué te parece que podía hacer? Estaba enamorado. La quería de verdad. ¿Te parece fácil decir “me aguantaba los cuernos porque no quería perderla?” En una situación así, es mentira que la policía y los jueces piensan que sos inocente hasta que se demuestre lo contrario. ¡No! Yo era desde el vamos culpable. Porque había mentido al decir que no conocía su amorío. Ése es mi pasado y ésa es mi verdad. Lo que también tengo que confesar es que si me salvé de quedar preso fue porque tengo plata y pude poner como defensor a un abogado muy bueno y muy caro. Si hubiera sido un pobre pelagatos, me la daban por la cabeza. Eso sí es cierto. Pero todo lo que dijo tu ex, Laura, es mentira. Su odio es por perderte. No me investigó el pasado para saber la verdad, sino para destruirme con calumnias. Ésa es la verdad. Fijate cómo habrá sido mi problema que, aunque estén nuestros amigos presentes, puedo decir algo que vos bien sabés. Nunca llegué a apremiarte con deseos sexuales. Lo nuestro ha sido puro, porque al ver tu trabajo con los chicos, tu idealismo al forjar personas de bien, la entrega sin claudicaciones en una obra incomprendida por quienes deberían pagarte un sueldo mucho más alto y que vos consideres un premio excesivo cuando un hombre ya formado viene y te saluda recordando con cariño cuanto amor le entregaste cuando fuiste su maestra. Yo venía con heridas muy profundas y sólo vos me has hecho, con tu dulzura, creer de nuevo en el amor y en las mujeres. Te debo eso y mucho más que no puedo expresar en palabras porque no las encuentro. Por eso te propuse que nos casáramos. Porque creo que sos la persona sincera con la cual quisiera pasar el resto de mis días.
En el silencio que siguió, Juan, más que nadie, tal vez por ser hombre y haber encarrilado una vida disipada gracias al cariño y la constancia de Ana, lo comprendía cabalmente y en su mirada y gestos inducía a las dos mujeres que comprendieran y perdonaran.
Ana, acostumbrada al mensaje de gestos de su marido se acercó a Julio y tomándole de un brazo le dijo.
-Cálmese… y vos también Laura… Creo que debemos dejarlos solos, para que hablen todo lo que tienen para decirse.
Sin decir más, se encaminó hacia la puerta seguida de Juan, quien al pasar al lado de Julio, posó sus manazas en los hombros de Julio y sin una palabra, sólo con un apretón, le trasmitió a éste su afecto y consideración.
Ese sábado sobró la comida en casa de Ana, mucho más que otras veces, pues los novios no aparecieron sino hasta la tarde y por separado. Sólo para saludar y agradecer la ayuda prestada, dejando la ilusión en los amigos que nada estaba definitivamente perdido y que la esperanza de arreglar lo que parecía roto, permanecía con vida.

Al cabo de un par de meses la boda estaba a horas de concretarse, con pastor apalabrado y fiesta ya en la culminación de sus últimos detalles, pues los trámites por el civil, los habían realizado días atrás. Y no sólo era la fiesta de los novios, sino de todo el barrio San Cayetano asociado al festejo.
Fue entonces que Laura encontró el momento propicio para hablar con Julio de algo que había empezado a atormentarla y que con el correr de los días, al acercarse la boda, fue creciendo en volumen e intensidad.
Al llegar Julio hasta la casa de Laura llevando un recado, inmediatamente al trasponer la puerta, empujado dulcemente por ella, se sentó en uno de los dos sillones de su diminuta sala.
-Tengo algo para decirte, amor y, si no lo hago ahora, creo que nunca voy a encontrar el valor para decírtelo. Vos, hace un tiempo, te sinceraste y me abriste el corazón. Yo voy a hacer lo mismo. Porque la verdad siempre nos ilumina al poder conocernos más profundamente. Lo que quiero que sepas es que cuando salía con mi ex, aunque nunca estuve enamorada de él, una vez, entendeme, sólo una vez, mantuvimos relaciones. Con tanta mala suerte que quedé embarazada. No quise tener ese chico que no había sido concebido por amor, sino sólo por descuido y por cabeza hueca. Se lo dije a él, no para ver que pensaba, eso ya lo intuía, sino para comunicarle una decisión irrevocable que me costó noches de amargos insomnios. Se opuso con tenacidad, pero no me convenció. Si antes de eso las cosas no andaban bien, después, imaginate. Quería que lo supieras por mí y estoy dispuesta a pagar el precio que tenga que pagar por mi error. Aunque éste sea el de perderte. Porque creo que nuestra relación deber estar llena de verdades y lejos de cualquier sospecha.
Se acabaron las palabras dejando paso a un silencio más espeso que el calor que caldeaba la tarde.
Ella, primero esperó anhelante. Después, ante el mutismo de Julio, cerró los ojos esperando lo peor.
Cuando Julio habló, lo hizo sosegando los demonios que atravesaban su espíritu.
-¿No tendrías que habérmelo dicho antes?
.Sí, pero al igual que a vos te pasó, nunca hay un momento ideal para decirlo. Lo hacemos en el peor, rogando que nos comprendan.
Julio se levantó lentamente, se acercó a Laura que permanecía sentada, le dio un beso en la frente y serena, casi fríamente, le dijo.
-Nada ha cambiado. Me voy. Tengo pilas de cosas por hacer y vos también. Cambiá la cara. Es un casamiento, no un velorio.

Al llegar a su casa, que a partir del día siguiente sería la casa de los dos, buscó frenéticamente, como un poseído, sabiendo que por ahí estaba, guardado en algún lugar que ahora no podía recordar, como si sufriera un trance de amnesia, haciéndole redoblar sus esfuerzos por encontrarlo. Rompió algunas cajas y un par de envases vacíos en su desesperación, hasta que por fin lo pudo hallar. No era una botella grande, más bien pequeña. La puso entre sus dedos índice y pulgar agitándola, mirando a contraluz el contenido del espeso y oscuro líquido que ocupaba la mitad del envase. Recién ahora comprendía esa extraña y peligrosa pulsión de guardar lo que le sobró. Como si siempre hubiera sabido que, en algún momento, le haría falta.
Antes de dejarlo de vuelta en su sitio alcanzó a murmurar.
-Menos mal que usé la mitad. Con esto que queda, debe alcanzar. Las mujeres, son todas iguales.


Waldemar Oscar von Hof
Waldemar Oscar Von Hof
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La Receta Perdida

La noche del verano tropical entraba con todo su furor por la ventana de la precaria casa en la recién fundada colonia en el Alto Paraná.
La bisabuela Anneliese mira el almanaque, 1939, hacía seis meses que estaba en estas tierras. Había venido desde Alemania huyendo de los tiempos de guerra que ya estaban en toda su explosión. Al mirar el almanaque tomó conciencia que era el 7 de diciembre.
-Mañana es San Nicolás, comienza el tiempo navideño, tengo que preparar los dulces para los chicos – se dijo a sí misma a media voz. Sus hijos son: Anne, Hans y Jochen, que ya dispusieron sus zapatos para encontrarlos a la mañana llenos de caramelos y galletitas. En un instante hizo unos caramelos de miel sobre el fogón abierto, mezclando azúcar con miel, envolviéndolos en chala de maíz y dejándolos en los zapatos.

Al acostarse comenzó a extrañar el tiempo de navidad allá lejos, en su tierra natal.
-Voy a hacer unas galletitas de navidad -pensó, mientras se acostaba en el catre, en la misma pieza donde dormían sus hijos y Evaldo, su marido. Recordó que no tenía la fórmula, su libro, en el que había anotado con letras minuciosas todas las recetas de su abuela y de su mamá, estaba en esta valija que se había perdido en el puerto de Buenos Aires al desembarcar.
Como soñando comenzó a recordar a esta valija que desapareció del equipaje dentro estaba el libro de recetas, sus cuadernos de anotaciones diarias y las novelas de Goethe, Schiller y algunos del joven autor Hermann Hesse que pudo comprar apenas editados. Se preguntó dónde habrán quedado.
-Hacer galletitas para navidad, ¿Pero con que receta? -no recordaba ninguna. -¡Ah la de miel! Esa que lleva miel… ¿y qué ingredientes más? –reflexionaba.
Al dormitar entre el ruido que traspasaba las paredes de madera de la casilla, que ayudaron a construir los vecinos, soñó que estaba en la casa de piedra y ladrillos de sus padres. La frescura de las paredes contrastaban con el calor de acá en la selva. Desde la ventana pudo ver los Álamos y los Robles sin hojas, sumidos en la bruma gris del invierno. -¡Y acá cuánto verde! –dijo en voz alta. El silencio de la cocina grande, con su horno y estufa de ladrillos rojos se contraponía al fogón abierto… Ahí vio a su abuela preparando las galletitas de miel…
-Algo de Miel…
-Huevos bien oscuros y frescos…

Algo de Canela, Clavo de olor y Pimienta… sentía el aroma de cada uno de los ingredientes.
El canto del urutaú sobre el viejo árbol la despertó, sintió miedo y desprotección por el viento que, entrando desde la verde y furiosa vegetación por las ventanas sin vidrio, movía las cortinas. Vio avivarse el fuego en los leños del fogón…
-¿Y dónde hornear las galletitas?
-Claro y esa receta lleva Coñac, lo recordó porque una de las tías se lo hizo probar. Conseguir esto es imposible acá en el Alto Paraná.
La mañana la encontró despierta, los chicos disfrutaron a gritos sus caramelos de miel.
Los domingos de adviento pasaron con el calor típico en esta tierra tan colorada. Cada noche Anneliese soñaba con la receta e iba recordando algunos de los ingredientes.
–Lleva Nueces y Frutas Abrillantadas.
Comenzó por lo último, naranjas de Apepú había, así que experimentó con azúcar y fuego, peló unas naranjas y puso a hervir las cáscaras con mucha azúcar, logrando el brilloso ingrediente faltante.
Al tercer domingo de adviento había desistido de la idea de las galletitas. Pero su alma inquieta comenzó a repasar: tenía la miel, comprada a una vendedora paraguaya, tenía las cáscaras abrillantadas, harina había y a falta de manteca buena era la grasa de chancho. Pimienta Negra, hubiera preferido la blanca… Hasta que pasó por la colonia un gitano vendedor en su carro tirado por dos caballos, Nueces tenía y ¡hasta Bicarbonato y polvo para hornear! –Sí eso le hace falta ¿Pero cuánto? compró doscientos gramos, precio de oro -¡Comerciante Ladro! -dijo con su acento de alemana.
En una de esas noches calurosas y ruidosas de lechuzas, volvió a soñar con la caída silenciosa de la nieve sobre su casa paterna. Soñaba observando a su madre que hacía un pan dulce, sacando y poniendo los elementos y los ingredientes de ordenados cajoncitos y recipientes preparados para ello. El piso, las cortinas, todo lucía tan ordenado.
Mientras amanecía despertó por el humo del fogón, en su casa con piso de tierra, en medio de los cajones y latas que servían de mobiliario. Comenzó a llorar, extrañando el aroma de sus galletitas.
-¡Hoy viene la Guaira!-Dijo en voz alta su esposo -¡Ya debe haber llegado el Guaira!
-Voy al puerto, dijo la bisabuela. Caminó con sus tres hijos los siete kilómetros que separaban la chacra del río Paraná. En el puerto estaban cargando los sacos de yerba canchada y cueros para curtir, a la barcaza. La carga traída, el correo y el equipaje de nuevos migrantes ya estaban en el galpón que hacía de mercado, aduana, correo y hotel.
-¡Frau Anneliese! ¡Correo para usted! un paquete. –la llamó el administrador.
Recibirla, sentar a los niños, abrirlo y ponerse a leer fueron un solo acto.

Stuttgart, den 20 Oktober 1939.-
Querida Anneliese:
…Pienso que deberás extrañar navidad, aquí es octubre y ya está nevando. Para que las distancias se achiquen, te envío la receta de las “Honig-Plätzchen” (galletitas de navidad) y algunos ingredientes. Espero que puedas hacerlas para tus hijos. Los extrañamos mucho, no dejen de escribir pronto, tu hermana Grete.
Rezept (Mientras iba leyendo, pensaba en las posibilidades de hacer realidad la receta, que tanto había soñado).
1 y ½ Kilogramos de harina (-Evaldo compró toda una bolsa de 20 kilos en el puerto).
½ Kilogramo de azúcar (-Por suerte hay en la casa todavía…)
½ litro de miel (-Comprado a la Paraguaya…)
4 huevos (-Que suerte que las gallinitas nuevas ya están poniendo huevos).
10 gramos de Clavo de Olor (-Si, toda una bolsita, ¡Que amor esta Grete!…).
20 gramos de Canela (-En el paquete hay 100 gramos…).
12 gramos de Pimienta molida (-Ya comprado al comerciante Ladro…).
Fruta abrillantada (-Ya hice con las cascaras del Apepú…).
Almendras o Nueces (-También comprado al comerciante Ladro…).
Esa misma tarde mescló todo con una taza de agua tibia, le agregó las cuatro cucharaditas colmadas del polvo de hornear y una al ras de bicarbonato.
Evaldo cortó una vieja lata de aceite, le hizo un borde y una tapa que sirvió de molde. Después de la cena la masa fue acomodada sobre las brasas del fogón. Desde el rancho, de entre los arboles de la virgen selva, subió el primer aroma de las galletitas de navidad que jamás haya habido en este suelo misionero.

————–
Este cuento obtuvo el Primer Premio en el Concurso de cuentos de Navidad L.N. Alem, 2015


Gabriel Martinez
Gabriel Martinez
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Despedida llena de sueños

Cerca del Día de los Enamorados, el domingo, he despedido a mi amada, subió al ómnibus de la mano de su compañero, Que en la otra mano llevaba cartera. Se sentaron sonrientes en el asiento, ella ocultaba su tristeza con un giro de sus bellos ojos.

Ambos Iban a empezar a conocerse en un largo viaje hasta llegar a su destino, Su destino de un nuevo hogar durante un año. Fui a buscar una flor, o al menos una hoja de árbol, para dársela como hacía cuando ella regresaba con algún detalle, Pero el ómnibus empezó a ronronear, y tuve que regresar de prisa. Apenas nos abrazamos. No teníamos tiempo. Quizás tampoco teníamos fuerzas, regreso a su asiento. Movimos nuestras manos en el aire del mediodía. Sé que lleva en su bolso una novela alucinada de un gran sueño que habíamos empezado a cumplir y algunos dolores en el estómago, quizá era por la tensión que generan estas despedidas y ella con su sonrisa ocultando el dolor y por otro lado ese gesto de sorpresa por lo que sentía en la despedida subió al colectivo tomando rumbo hacia su ciudad.
Confío en que le duren los tres días del viaje.

Llegando a casa encontrando la desolación de la soledad, unos bolsos entre el desorden de mi alma al ver que mi familia ya no estaba en la casa, las sonrisas ya no brillaban, el único ruido era el de un teclado y una mirada triste viendo un monitor asumiendo que la soledad volvía a ser una amiga que se había ido por un tiempo nada más.
Al entrar vi cada minuto que habíamos pasado en este lugar que lo llamamos un Hogar, y recordé el primer día que te sentaste en este sillón como y la sensación como si había caído sobre la Tierra un cometa de inmensa luz azul, de ávido fuego y desde de ahí muchas noches de procesos como si estaba programado todo, y vos mirándome con vergüenza como si era un pecado drenar malestares de tiempos oscuros. Entre flores y penas, mirando con ojos devorantes e inconsolable, como si tuvieras culpa de esas lágrimas, de ese rostro marchito Y otra vez fue un estallido de cólera sagrada y poniendo ese de tu parte y yo de la mía ese amor, amor inmenso y puro para que cese la desdicha del otro, que te ahogaba como el asma.
De algo estoy seguro que todos esos días te hicieron ver que esa grandeza de persona que tenés merece ese respeto, valor, y tanta admiración como cuando te miraba en noches difíciles con los ojos llenos de lágrimas o salía a llorar al banco de atrás cuando dormías para que no me veas, sabiendo que podes alcanzar esa montaña llena de estrellas y de sueños en manos como las tuyas empezarán las cosas otra vez, Y habrá alegrías y escuelas y árboles dorados que van a reflejar el valor de todas esas noches difíciles donde con amor veías que la vista se me nublaba del cansancio por verte bien, por ese amor que te tengo a cada minuto, con intensidad, afinando los ojos para saber cuándo necesitabas un abrazo Y vos hecha toda risa, y toda angustia evocando la madrugada terrible y hermosa, o avizorando el porvenir de tus objetivos (Ese porvenir en el que estarás), moviendo la cabeza como la linda muchacha de pueblo que nunca dejaste de ser, donde ahora vivías junto a tu madre, el hermano y los tesoros guardados en la pequeña gruta de la infancia.

Aquí multiplicada y única estás, invulnerable, Y en los días duros y en las noches difíciles desde allí me hablas con ternura y firmeza, porque sabes, Querida niña, querido amor, sabes todo lo que te amo y me pone orgulloso de tener esta lucha tan dura, aunque la vida nos separe antes del día de los enamorados y esta casa sea una oficina que servirá también para contribuir a cada sueño que nos propusimos vamos a poner lo mejor de nosotros para poder salir de todos las marcas que hayan dejado algunos animales en nuestra vida, para poder tener lo que siempre hemos soñado y disfrutarlo sin que nos tiemblen las manos como cuando hablamos de casarnos y el corazón se te aceleró por miedo y yo no sabía si salir corriendo. Estas cosas van a ser un mal recuerdo y nosotros estaremos en la felicidad de nuestro hogar la próxima navidad, año nuevo y quizás ya pensando en cumplir ese milagro que esperamos para nosotros. Hoy lleno de dolor te pido fuerzas en este momento para iniciar este trayecto de tu vida tu otra novela como una mujer del que estoy orgulloso a cada minuto de mi vida

–Sé útil. Sé feliz. Este triste está orgulloso de ti–.

Te espero siempre, Alejandra.


Alberto Szretter
Alberto Szretter
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La soledad

Aguardentosa es la soledad. Además es fuerte, agria, áspera por momentos. Pero yo no hago caso. La disfruto como puedo. Si me da oportunidad, incluso la mastico muy despacio, la saboreo. Prefiero su sombra como una figura omnipresente, antes que esconderla bajo la alfombra de los días.

Voy y me siento en un bar céntrico, sobre la ventana. Miro a la gente caminar para un lado y para el otro. Observo a los automóviles que avanzan por espasmos por causa de los semáforos. Adónde irán tan apurados los hombres. Me dan lástima. No están más acompañados que yo. El problema de ellos, creo, es la ignorancia supina de su orfandad. ¿La saben? ¿La sospechan? No sé, pero seguro escamotean su demoledora traza amarga. Tendría más misericordia con ellos si no los odiara tanto. Mi desprecio reside en que han construido con el desamparo existencial moderno, una religión enloquecida. Y eso es una deshonestidad mayúscula. El rito cotidiano consiste en llenar la fatuidad que los tiene agarrotados en pequeñas cápsulas de mentira. Esa impudicia me fastidia. El ser humano urbano es un cobarde impresentable. Hace ruido para no escucharse el silencio mortal que lo envicia y enferma.

Mientras miro el espectáculo pido una cerveza. El mozo que se arrima a la mesa tiene cara de jugador de póker. Ninguna expresión. Cero sentimiento. Una cerveza, digo. Él no contesta, se da vueltas y va a buscar lo solicitado. Al cabo de unos minutos vuelve. Mudo, apoya la botella, el vaso, y deja un platito de maníes. Y un ticket. Me sirve un poco de la bebida, no habla, no espera agradecimiento, nada. Sus gestos, símbolos de los que realiza toda la especie sapiens, son calcados, repetidos. Un robot no lo haría mejor. Se aleja, nuevamente. Se acerca a otro lugar donde un hombre paga la consumición. Hay otras mesas salteadas, ocupadas. Un viejo lee el diario del establecimiento. Hay crisis económica en el país. Un ministro importante renunció, pero el señor, al dar vuelta la página, muestra que estaba leyendo la sección del turf. En otro sitio, arrinconados, dos jóvenes con sendas tazas vacías, chatean cada uno con sus telefonitos. Están juntos o, digamos, unidos por el bar, pero bien podrían estar separados por un océano, o por un continente, por Asia, por ejemplo. No los dista una tabla de madera, ni el café intermedio que ha servido de pretexto, están retraídos por la tecnología cuya virtud, en este caso, ha sido utilizada para el aislamiento. Tomo un sorbo.

Me sirvo la mitad del vaso, espero un instante que baje la espuma y vuelvo a tomar. La verdad tomo sin ganas. Y giro la cabeza hacia la calle. Afuera sigue el baile. Debe ser la hora, pienso, porque parece haber más gente entrecruzándose, sin que se produzca una tangente, un punto de calor, una mísera adyacencia de amor. Quizás salen de las oficinas y comercios. Algunos empleados van de a pares. Algunos hablan. Yo no puedo escuchar, pero adivino: son monólogos, apagados gritos en el bochinche de la calle, como un enorme enjambre, más allá de la vidriera con el nombre invertido del bar. Van sucios, seguramente transpiradas sus axilas y pliegues. Cansados, rutinarios, anónimos, olvidables. Se desplazan rápido. Tomarán un colectivo, un subte, un taxi. Buscarán su móvil en un cochera y saldrán veloces; en un auto, un viajero. Porque cada mecánica, que posee miles de piezas, cables, consolas, sistemas de alimentación electrónica, caucho, plástico, aluminio, pero lleva solo un individuo. Son muñecos, marionetas que no divisan el hilo. La sociedad los quiere separados para que no recapaciten ni protesten. Desesperados por llegar a su departamento. Hartos de papeles, pero no de pantallas, porque no bien ingresan en sus domicilios, yo los imagino, encienden el televisor, activan el Wi Fi y absorben lo que otros quieren que ellos sean. Androides de carne y hueso que abandonaron los sueños, el delirio mágico de la vida, la poesía del dolor de haber nacido, la búsqueda de la palabra para definir la pequeñez humana, o sea para iluminarla, es decir, para –asumiéndola- entenderla. Habitan, sin embargo, la risa falsa y residen la soledad en pareja o con hijos; que también han pasado solos la jornada entera.

¿Quién está más desierto? Yo comparo, porque mi soledad es consciente, al revés de los estúpidos que no saben, ni palpan, su naufragio. A mi no me espera nadie. No me da conversación nadie. Ni se me queja nadie. Vivo solo a pocas cuadras del bar donde ahora bebo otro trago de cerveza. Pienso que en la “balanza comercial” del espíritu exportamos poca alegría, e importamos demasiada tristeza. Ese “déficit” vital es uno de los perfiles de la soledad. Cuánto de culpa calza cada uno, y cuánto es debido a la cultura atroz en que nadamos tratando de sacar afuera la cabeza.
Me voy quedando sin bebida. Sigo observando el espectáculo exterior.

Al cabo de una hora, o menos, las personas que circulan son de otra calaña. Ya no se ven tantas camisas blancas ni uniformes. Los que deambulan ahora son de menor edad y se les alumbra la cara por el celular encendido, al cual le hablan a pocos centímetros. Semejan maniquíes que huyeron de vidrieras, sin saber su destino. De muchos cuelgan cables de sus bolsillos o de sus orejas. Viven porque el aire es gratis y el corazón tiene automatismo. No se dan cuenta que para caminar doblan las rodillas, los brazos se balancean armoniosamente, el cuerpo se desplaza hacia delante y los pies reciben el peso de manera alternada. O que comer, por ejemplo, no es trozar un alimento, ponérselo en la boca, masticar y deglutir, y que el bolo vaya pasando las oscuras instancias del tubo intestinal, como si fuera un embuche que hay que practicar cada ocho horas.

Cuando me parece que hay que irse, irse, salir a cualquier lado pero fugarse a otra sección de la ciudad, se produce un accidente en la esquina: un autobús pasa en amarillo-rojo y choca a un caminante. Yo lo vi perfectamente: el colectivero, en vez de frenar, aceleró y se llevó puesto a una persona en medio de la senda peatonal, a un metro del cordón de la vereda. Gran alboroto, se junta gente, se escucha una sirena cada vez más fuerte. No lo veo al accidentado rodeado de curiosos. Estará herido o muerto.

Continúo sentado en la mesita. No puedo pagar la cuenta, el mozo, incluso los parroquianos, han salido a mirar.


Esteban Abad
Esteban Abad
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La Navidad inolvidable de Mingo y sus hermanitos

Quema el sol posadeño las de por sí resecas briznas de gramilla de las veredas del barrio; la tierra, ávida de lluvia, no se conforma con el sudor de las plantas de los pies de los gurises que en tropel y figurando mitológicos duendes de la siesta, andan las calles en este singular domingo, en vísperas de Nochebuena.
Mingo, 9 “para 10” años, mientras mamá cuelga su ropa recién lavada en la soga del fondo del baldío donde tiene su ranchito, mitad costaneros, mitad refugo, cartón y paja, reúne a los hermanitos en silencio.
Son cuatro con él, Chino (8), Abel (7) y Nico (5), y salen a la vereda uniformados con vaqueros añejos cortados como “chores”, remeras color vaya a saber cuál y zapatillas (nuevas, sin estrenar).
Orgullosos de su calzado flamante los integrantes de este batallón de mariscadores de chicharras y apereás, hace vista derecha al Norte y emprende marcha rauda y entusiasta hacia el balneario de El Brete, aquel del gran ombú a la entrada, mismo justo donde la calle Lavalle se adentraba en el gran Paraná. Mingo lleva una idea maravillosa de su creación que le permitirá el regreso apenas caiga el sol, en el colectivo de la Mensajera, línea 1, hasta el Monte Moritán, a un par de cuadras de su vivienda.
La idea ha surgido basada en una cartita de su mamá para doña Antonia, su comadre, pidiéndole que le “mande con Mingo 20 pesos que mañana le devuelve” cuando el marido le traiga plata de las changas.
El papelito quedó en el piso desde hace varios días. El pedido y el “mañana le devuelve” pasaron montados en el olvido de la madre, pero la minúscula carta fue en algún momento al bolsillo de Mingo.
Hasta Nico, el más chiquito, aplaude esa genialidad. Doña Antonia seguro les va a decir. “Tomá mijo, llevale pué a mi comadre”. Y así fue. “Gracias señora … su bendición”, pide el infantil “creativo” de la travesura.
Más que feliz la bandada llega al bar El Ombú, el cual debe su nombre a que se halla allí esa planta que dicen es originaria de La Pampa y de las que hay muy pocas en Posadas.
Se tientan con el pool o el metegol, pero son muy chicos y no les permitan jugar. Entonces baten las alas hacia la playa, se sacan las zapatillas y las remeras, meten el dinero en el calzado para no perderlo en el agua y dejando todo sobre el murito del balneario saltan al agua.
El Paraná baña su niñez y Nico le agradece con algunas lágrimas. Está cansado de la caminata y el agua le ha dado sueño. Mingo junta sus soldaditos y salen del río. A medida que se acercan a la baranda del balneario, Nico llora más fuerte. Como si presintiera algo. Y algo pasó. Las zapatillas y las remeras no estaban. Sólo Mingo no llora ahora. Pero mastica una gran bronca pues junto al calzado de los cuatro se han ido los veinte pesos.
Habrá que volver en colectivo pues ya se hace oscuro, pero “no hay la plata”. Si de algo se puede jactar el mayor es de ser muy rápido para salir del paso en la dificultad. Como arreándolos lleva a los cuatro a la parada del ómnibus. Cuando se amontona gente para subir, en especial matrimonios con varios chicos, se “colan” pasando al fondo del bus. Se durmieron agobiados por el efecto del agua, la rabia del robo, el pensar en volver descalzos y sin remeras y cuando sintieron que el vehículo paraba ya estaban en la puerta del hospital, muy lejos de su real destino, muy lejos.
El conductor “ni ahí que los lleve de vuelta, mitaís atrevidos”, les dijo. La desesperación se manifestó en el llanto de los más chicos; “vamos a sentarnos a pensar” dijo Mingo.
De un carrito tirado por un caballo bajó una señora – doña Antonia-, que llamó a Mingo. “Los alcancé -le dijo -, acá están sus zapatillas. Y los 20 pesos. Y las remeras”.
“Bendecida anciana – pensaba Mingo -, mientras los hermanitos abrían sus ojos asombrados de tanta felicidad e iban subiendo al carro. Sentada al pescante, doña Antonia empuñó las riendas explicando, “justo fui a llevar leche a El Ombú y los vi yendo al agua. Quise darles una sorpresa, pero se subieron al colectivo y creí que los perdía”.
Al llegar a la casa Mingo preguntó por la misiva y la plata, “Decile a tu mamá que eso les traigo mañana”, respondió la señora.
“Doña Antonia fue nuestro Papá Noel”, suelen decir los hermanos recordando que además de los 20 pesos y la cartita doña Antonia -que también los salvó de la paliza-, les trajo al otro día pan dulce hecho por ella, leche fresca, sandía, choclos, y hasta un pollo que fue la cena de Navidad.
Ya de grande, el muchacho recuerda el caso y afirma al terminar el relato, “nunca creí que a mis nueve años iba a vivir un momento así y no recibí jamás un regalo que igualara al que trajo aparejado esa aventura”, y no se refería a la comida sino al hermoso gesto de doña Antonia.


Isita Silveira de Andrade
Isita Silveira de Andrade
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Travesura navideña

Esta es la historia de cómo una simple travesura infantil puede cambiar la forma de celebrar la Navidad.
Leo es el mayor de tres hermanos de una familia de clase media de Leandro N. Alem, viven en un barrio del Iprodha.
Se distingue de sus hermanos no sólo por el color de sus ojos sino por su inquieto y travieso espíritu. Leo siempre tiene a mano un chiste, una broma, una ocurrencia. Con sus diez años divierte a todos, pero nunca se le escucha una grosería, una burla o algo que pueda lastimar a otro.
Sus padres, Horacio y Mabel, en cierta manera lo consienten en sus ocurrencias, porque no solo el color de ojos lo hace diferente de sus hermanos, sino que Leo, en realidad actúa como un niñito de cinco años. Nació prematuro y algunas complicaciones provocaron en él ese pequeño retraso madurativo.
Leo juega al fútbol, siempre de arquero, es muy buen alumno en la Escuela a la que concurre y todos lo queremos, justamente por esa habilidad de saber sacar una sonrisa. Ese precioso don que muchos no lo tienen y otros nos hemos olvidado de cómo hacerlo.
Cada Navidad, Horacio, su papá que es chofer del camión recolector de residuos de la Municipalidad y su mamá, Mabel, que trabaja en el Hospital Samic, compran por adelantado los regalos para los tres hermanos, para la Abuela Cirila, para la tía Sofía –la que no se casó para cuidar a la Abuela Cirila- , para el tío Osvaldo que vive en el fondo de la casa de Leo –y tampoco se casó-, para los tres niños, para Doña Delia, que es la señora que se ocupa de las tareas de la casa desde que Leo nació y que cocina riquísimo porque aprendió las recetas de la Abuela Cirila y por supuesto dos regalos para ellos.
Una vez comprados los regalos, los guardan muy bien en distintas partes de la casa y los paquetes cerraditos no dejan ver de qué se trata el regalo ni tampoco tienen nombre. Ellos son muy hábiles, porque después sutilmente sugieren a los niñitos que escriban las cartitas a Papá Noel pidiendo “ese” regalo que en realidad ya está comprado hace rato. Esa hermosa y fantástica complicidad para conservar intacta la imaginación e inocencia de los niños.
Finalmente, días antes de Navidad los paquetes van “apareciendo” debajo del árbol, uno a uno y sin nombre. La consigna familiar es “No se tocan los regalos, porque si lo hacen muere el espíritu navideño”. A regañadientes los niños –y los no tan niños- cumplen con el mandato.
La noche del 23 de diciembre del año pasado, antes de Nochebuena Horacio y Mabel, sigilosamente colocaron los nombres de los destinatarios de los regalos con hermosos carteles coloridos con corazones y estrellitas. Así, al empezar el 24, los regalos ya estarían identificados.
Al otro día, Horacio y Mabel salieron juntos bien temprano a comprar algunas cositas que faltaban para la cena de Nochebuena, sobre todo porque ambos habían cobrado el aguinaldo y había un poquito de margen para gastos extras y pequeños gustitos.
Leo se levantó, vio que estaba solo en la casa y al ver todos los regalos se le ocurrió cambiar los cartelitos con los nombres. De hecho nadie se dio cuenta de su travesura.
Esa Nochebuena, después de las doce, después de los besos, los abrazos y el brindis, la travesura de Leo tuvo un efecto sensacional.
La primera en sorprenderse fue la Abuela Cirila, cuando abrió su paquete se encontró con un par de patines! Se imaginan a la Abuela con 76 años andando en patines por la Avenida Belgrano? Yo tampoco. Me da risa de solo pensarlo. Bueno, a ella no le causó mucha gracia.
El tío Osvaldo recibió un hermoso camisón rosa! La tía Sofía que solo borda y teje, recibió una caja con herramientas. Doña Delia, un hermoso par de calzoncillos de Boca. Lupe, la más pequeñita, abrió su caja y se encontró con un auto que se transforma en robot. Thiago, de 8 años, fue beneficiado con un juego de tacitas de té color rosa y Mabel recibió una ojotas naranjas número 42 cuando ella calza 37 !!!!
A esta altura de los acontecimientos Leo ya estaba soltando carcajadas. Muerto de la risa. Y ahí, creo que todos se dieron cuenta de su travesura navideña. Y como Leo, es el rey de las bromas y las sonrisas, todo concluyó felizmente cuando se produjo el intercambio de regalos.
Esa Navidad, les aseguro que en la casa de Leo, hubo más besos, hubo más abrazos y hubo más sonrisas. Definitivamente el Espíritu Navideño, estaba intacto.
Y de eso se trata la Navidad, de sonreir juntos, de compartir y celebrar en familia, de sentirse entendido y amado, como Leo. No importa el regalo que nos toque recibir. Lo que importa es lo que cada uno pone en su corazón ese día… y todos los días.
En estos tiempos, donde hay mucha gente chinchuda y cara larga, disconformes con todo, hacen faltan más personas que sean como Leo, que con su inocencia nos hagan reir.
Nadie es tan valioso como aquel que logra hacernos esbozar una sonrisa. Es por eso, que cada día, trato de que alguien, en algún lugar, se ría de alguna ocurrencia mía.
¡FELIZ NAVIDAD!

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Cuento de Isita Silveira de Andrade, Mención Especial en el Certamen de Cuentos de Navidad, Leandro N. Alem, 2016


Guido Encina
Guido Encina
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Ese lanzamiento que finalmente llegó a destino

El equipo salió a la cancha. Las tribunas se tiñeron de papeles rojo y blanco. Los cánticos no pasaban desapercibidos diez cuadras a la redonda. Era impresionante. Latían los corazones, sonaban los bombos y aturdía la trompeta que llevaba ese hombre de buches elásticos. En los primeros pasos, los jugadores se concentraban mirando a algún lugar fijo en la tribuna, apuntaban y arrojaban un paquete de la yerba mate Guaraní. Era folklore, era poesía. Esa imagen congelada era sin lugar a dudas su pintura preferida, el momento de mayor felicidad.
Recordó que una vez estuvo cerca de agarrar esa bendición que les obsequiaban sus héroes. Fue Dani Garay el que la arrojó, el seis indiscutido que tuvo el equipo por casi una década. No lo miró, apuntó a algún punto “x” y lo tiró, pero el alambre de púa rozó en el paquete y hubo lluvia verde. El chipero, cerró los ojos, bajó su canasto pero no pudo evitar que se coloreen las roscas amarillas calientes expuestas al rayo del sol.
Ese sol que generaba la reacción natural del llevar la palma de la mano de manera horizontal y usarla como visera. Esos rostros quedaron inmortalizados desde la César Napoleón Ayrault, tanto como los portadores de la franja en el pecho que lo hacían soñar la noche anterior. Eran casi inalcanzables, no los imaginaba con una vida fuera de las dimensiones de la cancha. Para él eran gladiadores.
En su pecho cortaba la franja roja una marca de la yerba mate Guaraní. Era hermosa esa camiseta, era simple, tan simple como ir a la cancha junto a su abuelo, su viejo, sus hermanos, primos y amigos del barrio. Era el ritual de los domingos.
La tribuna siempre ardía, era menester llevar diarios almohadones para poder disfrutar, o no, del espectáculo. Siempre era de tarde. Apostaba que por dos horas los nervios jugaban entre la satisfacción y el disgusto en las miles de personas que iban modificando distintos estados de ánimo desde sus parcelas de cemento.
Después del partido, se quedaban sentados en el muro frente a su casa esperando que pase algún jugador para saludarlo. De ese modo lo sentían reales, hasta el próximo domingo que volvían a ser inalcanzables. Con sus primos y amigos analizaban el partido, o compartían algún episodio destacado de la tribuna. Y en algunas ocasiones, mientras intercambiaba esos largos sorbos de jugo pasado por yerba, veía a algún afortunado que llevaba consigo ese trofeo que lanzaban los defensores de esa camiseta soñada.
Los rostros decían mucho, mucho más que el siempre alegre cántico de empuje a los portadores de la franja. Habían dos o tres canciones que sonaban hasta quince minutos y para él era más, porque continuaba en su casa mientras el sol se escondía. El rito de ir a la cancha, culminaba con el último tereré.
Pensaba antes de dormir por qué no podía ser el destinatario de esos gramos de yerba, que a modo de obsequio lanzaban sus ídolos. Era una especie de obsesión que sólo comprende un pibe que tuvo el privilegio de vivir en la misma manzana de la chancha, que dejaba lo que tenía que hacer con tal de ir a un entrenamiento y de vivir pensando en el domingo. Sin duda, todo estaba simplificado en su oro verde.
Quizás lo hubiese mantenido a ese trofeo envasado durante algunos años. Por ahí se iba en el tereré de la tarde con los chicos o en un mate de sus viejos. Nunca lo tuvo. Se preguntaba si los que recibieron ese paquete de la mano de alguno de sus reliquias vivientes lo querían igual que él.
Conocía a algunos hinchas que insultaban o se quejaban de su equipo. Eran bichos raros, pensaba. Estaba prohibido. De hecho, en su entorno nadie lo hacía. Nunca se puteaba a ninguno de los que defendían nuestros colores. Jamás. Eran pocos a los que se les escapaba algún que otro grito que exigía los suyos. Miraba a su papá para buscar su reprobación, pero por lo general no decía nada y solo se lamentaba por el desdén de alguien que compartía la tribuna.
Por aquellos años la formación era: “Pico” Salinas, “Dani” Garay, Cabezón” Maggio, “Indio” Vega, Sergio Castillo, “Paragua” Guash, Hugo Castillo, “Pelado” Balbuena, “Rulo” Sánchez, Lafatta y “Juancito” Peralta. Esos once tenían el paquete de yerba Guaraní en sus manos, y hasta tuvo fotos con ellos.
También conocía a la mayoría de los que estaban en la tribuna. Eran vecinos del barrio o hinchas con los que se encontraban los domingos. No le daba miedo, ni inquietaba la presencia de los “barras”, porque más que “bravos” eran amigos de los fines de semana que hablaban fuerte, contaban chistes y cantaban sin mirar el partido. A veces, el paquete de Guaraní caía en manos de ellos y él los envidiaba porque después no los veía hacer un tereré o un mate. Se sentaban en la esquina el típico envase oscuro y hacían una litúrgica conmemoración independientemente del resultado.
Siempre preguntaba a algún viejo hincha si era cierto que una vez, uno de los envoltorios de oro verde perdido en el campo de juego desvió un tiro en contra de la valla franjeada que tenía como destino final la red. Era un mito, nadie lo pudo confirmar aunque para él era una historia real.
Todo lo que ocurría en ese estadio era su razón de ser, su infancia siempre pasó por ahí, por la infinidad de historias cotidianas que siempre iba acompañado de un tereré con sus amigos. Pero con el paso del tiempo su infancia dejó de ser tál y empezó a hacerse más preguntas que vivir desinteresadamente como un ser hedonista dependiente de su pasíon.
Una familia numerosa había conseguido habitar en el sitio que lo hacía feliz, bajo las tribunas. Pero dejó de envidiarlos, empezó a conocer cómo vivían y esto empezó a sonar internamente como el cierre de una infancia desmedida. Fue un click.
Esa curiosidad que sentía por esa familia y su rutina, empezó a ser una pequeña lucha de cuestionamientos a quienes lo rodeaban: su familia y amigos. Ya no eran los custodios del estadio que vivían debajo de una de las tribunas, eran personas que no tenían otro lugar donde habitar. Esto lo llenó de culpas por pensar que algunas vez que eran unos privilegiados sólo por el hecho de estar siempre cerca de los jugadores.
Pasaron los domingos de cancha y esos gladiadores, defensores de esa camiseta que amaba tanto habían dejado de ser tales. Habían mutado a ser jugadores de fútbol que trabajaban de jugadores de fútbol, y después de una campaña vestirían otros colores si la oferta era mejor. Sus amigos que vivían debajo de las tribunas habían sido desalojados. Con los chicos del barrio dejaron de ser unos ingenuos apasionados a ser exigentes hinchas calificados que pretendían sacar o traer técnicos y jugadores que se acomoden a su visión futbolística.
Su viejo y abuelo se fueron a la platea. Su abuelo ahora es socio vitalicio y su viejo dirigente del club. Los colores de la camiseta, ya no son sólo rojo y blanco, también usan negra, azul, gris y en algún momento hasta una rosada. La franja del escudo pasó de izquierda a derecha a derecha a izquierda. Los hinchas ya no eran los mismos.
Cambiaron de sponsor varias veces. El 92 había quedado muy lejos, no hubo más yerba mate Guaraní pintadas en las paredes de la cancha como sponsor, mucho menos la publicidad que cortaba la franja de la casaca. De todos modos, entendía que ese sueño de agarrar con sus manos lo que venía dentro del campo de juego y de las manos de los jugadores no era más que una estrategia de venta y marketing de una empresa millonaria. De hecho, no podía entender que el dueño de esa millonaria yerbatera utilizó a su niñez para que vaya a comprar su producto al supermercado. Ilusamente, siempre lo asoció con el equipo, con la pasión que unía a su familia y a tantas otras, pero esto no era más que las reglas del juego comercial.
Entendió, que detrás del naif trofeo, habían personas que trabajaban demasiadas horas para eso. Que su trabajo es mal pago y conoció las condiciones deplorables en las que viven. Descubrió, además, que en la cadena de producción hay enormes desigualdades, tál como el mundo en el que habitamos.
Nunca dejo de ir a la cancha, pero nunca más fue el mismo niño que soñaba con ese paquete de yerba mate Guaraní.
Aunque hace poco volvió a ese año 92 cuando, dentro de un negocio lo vió a “Dani” Garay, aquel que lo había ilusionado con su lanzamiento del bulto que se transformó en lluvia de yerba, y llevaba consigo la marca de siempre en sus manos. Lo saludó y hablaron de su equipo. Dani ya no tenía la cabellera noventosa que llegaba casi hasta la mitad de la espalda, Dani estaba clavo, pero seguía siendo un apasionado, tál como él lo conocía de su infancia. Había bajado a la tierra o él se había subido a su mundo, por eso mantuvieron una pequeña charla. Se indignaron por el precio de la yerba, compartieron visiones del presente de su club y quedaron en tomar un tereré para recordar viejos partidos, planteles y algunas experiencias en las tribunas.
Desde ese momento supo que iba a volver a su infancia, y emocionado por la situación, salió del mercado, caminó recordando todo lo que iba a rememorar a quien idolatró durante tanto tiempo, o potencial amigo y no pudo evitar hacerse un tere con la yerba mate Guaraní antes de sentarse frente a su computadora para contarles este relato.


Marina Closs
Marina Closs
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La guerra

La madrastra lo subió al primer rellano, y le habló acercándole mortalmente su aliento:
-Tu abuela ya no cabe en sí.
El niño bajó los ojos y rascó por un minuto los flecos de la alfombra. Mientras tanto, la madrastra se arqueó a acariciarlo. La abuela conversaba con un abrigo; le decía a los bolsillos: “No me sigan, que me visto y ahora me acuesto”.
Los padres se colocaron, ausentes y encogidos, bajo el umbral de la puerta. Dijeron, en tono de gozo:
-Abuela, el niño se queda esta noche a dormir con usted.
La lluvia se vació alrededor y pintó en las ventanas un rostro arrugado. El niño miró hacia la puerta, pero ya estaba en sombras. El padre y la madrastra comenzaban a alejarse en dirección a una estrella. Los zapatitos dulces de la abuela sonaron como si, a cada paso, aplastaran el esqueleto de un ratón.
-¡Nieto!- llamaba, decorosa.
El nieto se ocultó al ras de un marco dorado que tragaba el retrato de una doncella.
-Ahí estás- dijo la abuela frente a él, y lo invitó a entrar a su cuarto.
La habitación olía a la madera de las cruces y a humedad. El niño se acercó a la puerta unos pocos pasos. Los sillones parecían osos grandes y tibios. Caminó hacia ellos y se refugió junto a la pelusa de un respaldo.
La abuela sonreía con la desgracia de una huérfana.
-Esta noche, yo voy a dormir con usted- dijo, buscando su pijama. Su cuerpo era opaco como un huevo y tenía el cabello suelto sobre las mejillas. La trenza que lo constreñía se deshizo en hilos blancos. La abuela abrió un armario agradablemente torcido y extrajo de allí su camisón. Se colocó humildemente las joyas púrpuras, los broches con perlas y pequeñísimos filos.
Tras la ventana, el niño vislumbraba una luna tortuosa, llena de rugosidades.
Con sus joyas dispuestas, la abuela se dirigió a la cama y se acostó. Miró con placer los fantasmas que deambulaban por el cuarto. Cerró los ojos y fue como si, en su interior, algo hubiera quedado contraído.
-Abuela- dijo confusamente el niño, dirigiéndole por primera vez la palabra.
La abuela volvió a abrir los ojos, esta vez sonriendo. Su rostro se sacudió de una luz que lo vencía y los collares tenues le bailaron alrededor del cuello.
-Quita esa luz- ella le pidió.
El niño caminó hasta las lámparas que esperaban de pie, como hijastras y sobrinas, y las apagó, temeroso. La abuela respiró en su oscuridad de joyas. Se durmió de inmediato, mientras el polvo blanco de la casa caía visiblemente sobre su manta.
El niño volvió al sillón, siguiendo con una mano la línea del cabello. Miró la ventana que brillaba de terror y se dispuso a acostarse.
La abuela roncaba con el sonido de un montón de cajones encerrándose. A medianoche, se levantó y gritó hacia ningún lugar:
-¿Quién me limpia las rodillas?
El niño se levantó, encendió la luz, cabizbajo, y acarició, por encima de las sábanas, las rodillas de la abuela. Más tarde, pidió a la luz que vigilara, mientras él volvía a dormirse.
Descansaron el resto de la noche, él impresionado por el olor guardado en el camisón de la abuela, ella tendida, y suavemente respirando.
A la mañana siguiente, para despertarla, el niño apenas se atrevió a canturrear.
-¡Ah!- dijo ella, como si recordara- Ya es de día.
Preparó el desayuno en medio de una lucidez completa: tomaba los huevos y los sacudía, trazaba en la sartén círculos perfectos de harina mojada.
Sirvió la leche en copas de bodas. Festejaba a cada rato la visita del nieto.
Por la tarde, la abuela lo condujo al jardín. Dijo que quería regar las plantas y arrancar las flores que se burlaban de ella. Bajó un poco la voz, y le dijo, en secreto, que quería, sobre todo, enterrar algunas joyas, para que no las encontrasen los curiosos, cuando ella se tuviese que ir.
Fue una tarde de recuerdos limpios:
-Las guerras comienzan todos los días- murmuró la abuela. Y prometió al niño coserle los bolsillos de un traje de oficial, por si tenía que partir ese año. Las joyas quedaron bajo tierra, desaparecieron sus piedras y sus dijes.
Cuando afuera oscureció y las luces de la casa fueron tranquilamente encendiéndose, volvieron a presentarse el padre y la madrastra.
La madrastra miró al niño con una culpa ronca y acarició, en un escalofrío, los mínimos raspones de sus piernas. El papá dio a su hijo una palmada de administrativo y lo condujo hasta el cristal de una ventana.
-Nos vamos. Besa a la abuela y prométele que vas a volver a venir.
El rostro de la abuela quedó triste, como el de un perro que se abandona. El niño vio que ella endurecía parcamente su boca. La beso, compañero.
Cuando volvían a la casa, el padre dijo:
-Vamos a tener que internarla. La abuela ya no puede contra sí.
Y sucedió inmediatamente, a la otra semana.
-La abuela se cambió de memoria.- dijo el padre, haciendo un llamado desde la oficina: – Y también de casa.
El niño preguntó cuándo podrían hacerle una visita. El padre se mostró, en principio, acalorado.
Unos días después, ambos fueron hasta las afueras de la ciudad, hasta una especie de convento.
-No me quedo, porque hoy tengo oficina- dijo el padre, y dejó al niño en la puerta.
El nieto habló con los guardianes:
-Entre por aquí. Allí dentro, lávese las manos.
El nieto recorrió las hileras de flores que apenas jadeaban.
La abuela lo vio enseguida, porque pasaba la tarde acostada sensiblemente frente a la ventana.
-¡Oficial !- gritó- ¿la guerra se termina?
El nieto tomó la cabeza grande de la mujer y la colocó prolijamente sobre su regazo. El pelo soltaba un olor a rosa roja. Muy despacio, entre ambos, se produjo el afecto. El niño la sostenía, como a una naranja que se hubiera golpeado de un modo repetido y doloroso. Las sienes y los ojos de la anciana se habían vuelto de un tono mínimo, de perla.
La abuela se volvió hacia el niño con una sonrisa:
-Suerte que no has muerto- repitió, mirándolo –la guerra es así, siempre deja a alguno vivo.
Estuvieron en esa posición por unas horas: la abuela callada y discreta; el nieto, feliz y soñoliento.
-Ya está- dijo ella, al fin- vuelve a dónde tengas que volver, que tengo que dormirme.
Lo condujo hasta el atrio, para despedirse; le dio un beso en el lugar de la chaqueta que cubría el pecho.
-Vuelve pronto – dijo ella, como si, más que ordenar, se lo rogara.
Se besaron frente a un enfermero. El niño juró que volvería en unos días. Luego dobló por un corredor. En el patio, entre las filas de flores que se mecían, la abuela se reía.
-¡Oficial! – le gritaba – ¡Volveremos por las joyas algún día! ¡la guerra tampoco puede durar demasiado!


Cruz Omar Pomilio
Cruz Omar Pomilio
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El Chueco Ignacio García

De chico nomás, fue patadura, aunque su pasión por el futbol, al igual que a millones de otros chicos, convertía a un partido cualquiera en la gloria o el mayor fracaso. Pero a diferencia de otros, él siempre supo sus limitaciones. No llegaba al consabido desmerecimiento de ir todas las veces que jugaba arco, pero en los picados nunca era uno de los primeros que elegían. Eso sí: nunca un caño. Jamás un taco. Jamás de los jamases una gambeta. Ya después, de chico-grande, jugando en las inferiores del club de sus amores, cuando por el mérito de tener un físico robusto, fuerte y sano, de no faltar a ningún entrenamiento y por tener una potencia desmedida en su píe derecho, empezó a ser considerado, casi, un buen jugador. Además, ante cualquiera indicación del director técnico, la seguía al pié de la letra. Si iba al banco de suplentes por varios partidos, no se ofendía ni molestaba. De modo que al final se ganaba el cariño de todos.
Y así, de a poquito, llegó a la cuarta división.
El destino quiso que un mes antes de que terminara el campeonato de ese año, tuviera la desgracia de lesionarse, con la consiguiente marginación del equipo para los cuatro partidos que faltaban para su finalización.
Sin tener ninguna certeza, pero con la esperanza de ser convocado para las prácticas de la tercera división cuando empezara el campeonato del próximo año, se refugió en el campo de un tío que vivía en Misiones.
El hombre, que lo apreciaba de verdad y era seguidor de su carrera, lo alentó a que una vez restablecido, se entrenara; y para eso armó especialmente una cancha en un limpiado, cerca de la casa.
Los muchachones de las chacras vecinas serían los compañeros de juego de la, por ahora, tibia promesa futbolera.
Pasaron unas semanas y ya restablecido, un día el tío le dijo.
-Mirá sobrino, acá hace años que tengo a mi servicio a un guaraní que ya está viejo y al que le gusta mucho el futbol. Según cuenta él, sus antepasados ya lo jugaban hace cientos de años. Te ha visto jugar y quiere señalarte algo. Está un poco loco, pero es bueno y, tal vez, pueda marcarte alguna cosa que mejore tu juego. No desprecies su ayuda, acordate lo que dice el Martín Fierro: “Hasta el yuyo más delgado, hace su sombra en el suelo” Esto quiere decir que una persona, por poco sabia que sea, algo siempre te puede enseñar.
Siempre callado ante órdenes o simples sugerencias, igual no pudo reprimir un gesto de desdén.
-¡Un indio!- pensó- ¡Que me puede enseñar!
Tuvo que pasar un tiempo para que al fin pudieran entablar una conversación; él como siempre dándole a la pelota y el viejo guaraní mirándolo.
-Lo tuyo está bueno- le dijo,- porque esa fuerza que traés con vos, nadie te la puede dar. Lástima que es imprecisa- terminó sentenciando.
-Para eso entreno- fue la respuesta,- para tener puntería.
-Nunca la vas a tener sin no aprendés a otear el viento.
-¿Otear el que…?
-El viento, muchacho. El viento. ¿No has visto acaso como los jotes pueden estar horas volando sin aletear? ¿Cómo te pensás que lo hacen? Aprovechan la fuerza del viento.
-Pero eso, ¡es allá arriba!
-Y acá abajo, hasta las balas las desvía el viento- afirmo el viejo.
-¡Ajá! ¿Y cómo sería eso de otear el viento?- preguntó un poco desconcertado el futuro crac.
-Primero, tenés que pensar que te va a ayudar. Porque si no, de nada vale lo que vas a escuchar. Después, sobre todo en un día como hoy que hay bastante, tenés que pararte bien derecho, con los brazos y las piernas abiertas, cerrar los ojos y dejarte llevar por la sensación de sentir el viento. El viento te va a hablar, solo tenés que hacerle caso a lo que te diga.
Un muchacho incrédulo todavía, pero obediente como siempre a las indicaciones, en el limpiado que amenazaban tremendos árboles de la selva circundante, se paró derecho, separó sus piernas y brazos, cerró sus ojos y poco a poco, se abandonó a la sensación de escuchar al viento.

En la convocatoria a los entrenamientos de la tercera división ya era pieza a descartar, hasta que en un partido de práctica, se decidió. Y en un tiro libre, lejos del área rival, cuando la lógica era un pase al costado o a lo sumo un centro frontal, acomodó la pelota, tomó distancia, se abrió de brazos y piernas oteando al viento y segundos después un tremendo bombazo cruzaba el campo de juego para ir a esconderse justo en el ángulo superior derecho del arco.
La algarabía de su equipo no lo contagió. Solo supo persignarse y mirar el cielo.
Quedó, no más en la tercera, porque fueron varios los goles que en los sucesivos entrenamientos así llegó a meter.
De la tercera al estrellato de crack, mediaron solo algunos partidos. Los goles se sucedían pateando cerca y lejos del arco, esquinados o frontales, con y sin barrera, con sol o lluvia sus tiros libres eran inatajables y su estampa de jugador abriendo los brazos en cruz, no tardó en ganar fama en todo el planeta. Infalible ciento por ciento, ante cada tiro libre que le tocaba patear, el equipo contrario olvidando las marcas formaba una fila a lo largo del arco que saltaba tratando de impedir lo que pasaba siempre, una y otra vez. Solo un par de veces, pero con la mano, le impidieron hacer el gol. Todo para perder un jugador por tarjeta roja y el penal subsiguiente, por supuesto, convertido.
Partido a partido, el mundo futbolero se paralizaba por noventa minutos para ver ese prodigio.
Su equipo en los siguientes años salió campeón en todas las competencias en que jugó.
En sus últimos tiempos de jugador tocado por la vara del destino empezó a jugar solo un tiempo, ya que si jugaba los dos, era goleada y además, porque técnicos, directivos, periodistas y hombres de negocios empezaron a cuidar de ese diamante que tanta plata les hacía ganar.
Hasta que en aquella fatídica tarde, le atajaron una pelota. Ni el arquero podía creerlo. Él fue y lo saludó, porque siempre fue un señor en la cancha, y ese gesto en el cual le da la mano al guardavalla, quedó grabado como el arquetipo de que no importa cuán difícil sea lo que emprenda, un hombre que se tiene fe puede, en algún momento, lograr su objetivo.
El Chueco Ignacio García, lo saludó al arquero como si hubiera sido el afortunado artífice de que la pelota no entrara. Pero él sabía que había un solo culpable y era él. Por desdeñar con soberbia aquello que lo había ayudado. Porque hasta ese momento nunca se la había creído, así como las aves no creen ser las dueñas del viento.
El equipo contrario perdió seis a uno y el Chueco Ignacio García perdió la confianza. El campeonato terminó con ese partido y también con su carrera de crack.
En el receso, como siempre que podía, fue a descansar unos días al campo de su tío, donde empezó todo. Se vio con el viejo guaraní ansioso por preguntarle:
-¿Volverá? ¿Volverá la sensación sagrada de sentir el viento que te habla como en sueños con un mensaje indescifrable, como el del amor?
La respuesta que consiguió de un hombre que ya de viejo apenas tenía voz fue:
-Así de profundo, hay pocos encuentros en la vida. Puede ser con una mujer, un amigo o con el viento. Cuando lo traicionás con tu soberbia, puede volver, pero nunca será el mismo. Ya hiciste plata y fama con el futbol, más de la que podés gastar en toda tu vida, porque la fama, no vayas a creer, también se gasta, como todas las cosas. Si seguís, a veces el viento vendrá a vos, y otras, no. Si dejás el futbol ahora, tu fama será para siempre. Total, jugar, podés hacerlo, pero entre amigos. Ellos no te van a pedir cuentas, pero todos los otros sí.

Todo esto pasó hace unos cuantos años y yo de chico recuerdo a mi viejo diciendo:
-Buenos jugadores de aquella época había varios, pero crack, lo que se dice crack, solo el Chueco Ignacio García. ¡Un crack!


Rubén Emilio García
Rubén Emilio García
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  • Cuento

Consternación

La noche estaba agradablemente fresca. Los vientos alisios del sur arrastraban ráfagas de soplos que atemperaban el calor del ambiente. La bóveda celeste cribada de nítidas estrellas y la luna brillando en menguante con su ancestral forma de C invertida, resaltaban el maravilloso espectáculo de la creación. Y en la contemplación, el hombre al levantar la cabeza y otear el inconmensurable espacio celestial titilando de lucecitas brillantes, expande su espíritu que se adentra en dimensión desconocida y halla la posibilidad de comunicarse con Dios y reencontrase consigo mismo. Es la calma que invita a la mesura, al equilibrio de la justa medida, a la meditación. Es la ataraxia de los griegos definida como la virtud que aleja vanas emociones. Pero el hombre cuando agacha la cabeza, cuando baja la vista podrá encontrar hechos maravillosos y sutiles realizados por sus congéneres, y a la inversa hallará acontecimientos delictuosos, miserables, oprobiosos que envilecen a la humanidad y la hunde en la abyección más degradante como fue el crimen de Francisco, y solamente pueden ser extirpadas si se usa la razón en forma virtuosa, ecuánime y de manera generosamente altruista. Pues en definitiva la razón y la conciencia son premios y castigos que Dios brindó a los hombres.

Todavía faltaban dos horas y media para la media noche y doña Eulalia como era su costumbre se aprestaba a sentarse a tomar el último mate del día y leer la Biblia bajo la lumbre mortecina de la lámpara a kerosene. Sus hijas y los hijos de sus hijas que hacía rato habían cenado ya estaban durmiendo, porque mañana comenzaban las clases y algunos de los chicos debían concurrir. Por otro lado los atados de ropa sucia indicaban que las muchachas debían ir al río a lavar y luego entregar esas prendas de la mejor manera a sus patrones así podrían ganarse propinas extras.

En el momento que repasaba la lectura del salmo 147.3 referido a que “Él sana a los quebrantados del corazón y venda sus heridas”, fuertes golpes con el nudillo de la mano sonaron en la puerta. Sabía de quien se trataba y precisamente frente a él volvería a releer los párrafos del salmo. Se levantó de la silla no sin esfuerzo y dijo:

-Cada vez estoy más achacosa-

Y se le cruzó por la mente cuando en sus años juveniles acompañaba a su padre y a Eudoro a pescar saltando de piedra en piedra para llegar al bote, porque la orilla del río Paraná en Posadas exhibía rocas poderosas formando playones naturales que permitía a las lavanderas lavar plácidamente.

-Ya va, ya va que no hay prisa.

Dijo suavemente al correr el cerrojo y abrir la puerta. En el umbral se encontraba Danielito que pese a la penumbra mostraba la cara demacrada asemejando un espectro, los hombros gachos como abatido y para colmo la ropa tan ajada que daba lástima.

La vieja curandera le invitó a pasar y le dijo:

-Vamos al corredor así estaremos más tranquilos y no despertaremos a los chicos.

Cruzaron las habitaciones y doña Eulalia con la Biblia en una mano y en la otra portando la lámpara guiaba en la oscuridad. Llegados al pasillo se acomodaron en unos bancos con respaldo fabricado por su padre con el cerne de angico colorado, que pasado el tiempo quedaron duros como piedras.

-Lo hizo cuando supo trabajar en el obraje de los Queiroz, pero se volvió porque el río le tiraba más que el monte- comentó

En el fogón brillaban las ascuas en el corazón de un tizón, que al otro día removiendo un poco y el agregado de unas leñas ya tendrían el fuego para preparar el mate cocido del desayuno. Afuera la noche seguía tan hermosa como una postal de navidad que ni siquiera nubosidad alguna se atrevía a empañar tanta nitidez. Pero nada de esto conmovía a Daniel que arrastraba consigo el drama de su alma a cuesta, la mente obnubilada que le impedía razonar y moviéndose de un lado a otro como esos perros fóbicos que no tienen rumbo.

-Ayúdeme doña Eulalia no doy más- Decía el pobre con ojos llorosos.

–El Paco se me aparece en sueños acusándome que fui parte del crimen. Me despierto aterrado y me es imposible conciliar el sueño. Hace días que mal duermo y no puedo seguir así.

-Escucha hijo, primero vas a tomar una taza de té de hojas de valeriana que te dará tranquilidad, luego leeremos la Biblia para que te acerques a Dios y rezaremos el Santo Rosario.

Le dijo en tono dulce y cariñoso como una madre habla a su retoño. A continuación se levantó a duras penas del banco y se dirigió al fogón donde una pava cubierta de hollín contenía el té de valeriana listo para servir. De pronto Daniel se puso de pie y dijo casi gritando:

-¡Debo ir a confesarme!

-No puedes- le respondió la anciana –la capilla está cerrada.

-¡No importa iré igual y esperaré hasta mañana!

-Primero toma el té y luego te vas.

Lo dijo en la creencia que el efecto de la infusión fuera más rápido que la ansiedad que le agarró por retirarse. Pero Daniel ignorando el consejo se fue como alma que lleva el diablo y en su huida tropezó con la mesa de estar cayéndose estrepitosamente, y eléctrico como estaba se levantó cual resorte perdiéndose por los andurriales detrás del regimiento sin que nadie supiera de su paradero. Sin embargo a la mañana del tercer día de su desaparición, Mitaí salió corriendo en forma desaforada del galpón como si fuera que hubiera visto las bestias del averno gritando:

-¡Allí está colgado Danielito! ¡Vengan que está colgado!

Alertado de tanto alboroto los vecinos se allegaron al lugar para observar el espectáculo deprimente de Danielito colgado de un horcón, sin vida. Nadie lo tocó. Enterada la madre llegó a la hora del momento que encontraron a Daniel para toparse cruelmente con la escena del hijo pendiendo de una cuerda. Y Mama Rosa sin excitación alguna siguió encerrada en su mutismo sin salir del encierro auto impuesto como si nada le importara, santa razón por el cual ya todos pensaban que estaba quedando orate.

La Francisca abrazó el cadáver de Daniel allí colgado y lloró con el llanto de una madre que pierde un hijo, éste era su único, y en acto antinatural tendría que enterrarlo pues son los hijos que deben sepultar a sus padres. Después de un rato, ya más calma, pidió que lo bajaran pero antes extrajo un papel que sobresalía de unos de los bolsillos. Se trataba del mismo papel ajado y doblado en cuatro que doña Eulalia le entregara la primera vez que Danielito la visitara y que dijo estar engualichado, por la inquina que sentía hacia su amigo. En aquella oportunidad la curandera le contestó:

-Hay veces que las emociones en el hombre superan a la razón y le obnubilan la mente como en tu caso, y solamente vos con la ayuda de Dios podrás superar. Luego le entregó ese papel explicándole que un cura Jesuita le había dado a la abuela de su abuela con reflexiones para aquellos que no andaban equilibrados espiritualmente. Ahora doña Pancha procedió a desdoblar y contemplar el contenido:

Más bien que para mal

Dios nos dio la inteligencia

y depende de nosotros

emplearla con sapiencia.

Nos dio el alma inmortal

eterno etéreo esencial

que sutil en nuestro ser

nos escolta silencioso.

Es depositario inflexible

de todas nuestras acciones

y después que la muerte llegue

puntual se presentará ante Dios.

También nos dotó de espíritu

que es nuestro yo interior

guiando todos los actos

cedido al mundo exterior.

Es un costal que convive

el rencor y la ecuanimidad,

la envidia y la modestia,

la frivolidad y la austeridad,

la avaricia y la generosidad

el genial fuego sagrado

y las ascuas irrelevantes.

Dos alternativas contienen

dominadas por la conciencia:

aquí la fortaleza, allá la debilidad.

y ambas sometidas, a la sinceridad.

El espíritu de débil textura

comporta humanas miserias,

y la aplicación de injusticias

sobre indefensos y parias.

Al contrario el espíritu fuerte

se apoya en la imparcialidad

del sentimiento y la razón

de la justa ecuanimidad.

He aquí los valores expuestos

del espíritu del hombre correcto:

la cordura del saber por un lado

y aplicación de justicia por otro


Mano Vogler
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  • Cuento

Roberto Piú

Nunca supe el apellido de Roberto Piú. Roberto Piú nació por último en familia de ganadores, antes de cambiar los dientes de leche se los bajaron a trompadas sus hermanos. La madre de Roberto Piú era una de esas esclavas modernas, mujer de batón y ruleros que conocía la pizzería sólo desde dentro del coche, si es que el Viejo alguna vez la llevaba. La cuestión es que la Vieja desperdició vida y salud en la crianza de los tres retoños, producto de su casamiento con ese hombre que, se me hace, tenía un local de venta de calzados, nada menor, con sucursales y todo. Pero el Viejo jamás le hizo ver un mango a su esposa. Le traía un zapato de vez en cuando, eso sí. Hoy en día se la ve a la Vieja, astilla humana del color de un delfín, prendida a un cigarrillo que nunca se apaga y barriendo un metro cuadrado de vereda desde que el sol sale hasta que se pone. Cuando la escoba ya no da más, un vecino se la cambia por otra nueva sin que la Vieja deje de barrer un solo instante. Al viejo le dio un patatús en medio de una pelea con Robertito, hace diez o quince años, veinte también. Robertito estaba en cuarto año de la facultad. Esa noche el Viejo se fue de rosca con el vino y empezó a decirle a Robertito que en su puta vida iba a laburar con ese título de mierda que le iban a dar. En tu puta vida le dijo y cuando dice Puta le escupe a Robertito, Ya podemos decirle Roberto Piú, Claro, Roberto Piú. Bueno, el asunto es que cuando el Viejo dice Puta una gotita de saliva escapa de esa boca morada por el vino de mesa y va y le pega en el ojo a Roberto Piú. Yo nunca le dije Roberto Piú a Roberto. Nadie le decía así. Roberto Piú era un nombre al que Roberto era del todo ajeno, nunca lo había escuchado. Roberto, conocés a Roberto Piú, No. Volvamos a la escupida, No fue una escupida, sólo fue una gota de saliva, pero Roberto Piú se puso como loco, le pegó un empujón al Viejo y ahí pasó lo que pasó, fue un segundo nada más. No sé si fue el vino o si fue el empujón o si el Viejo se tenía que morir ahí nomás, pero ahí quedó. No esperó ni la ambulancia. La Vieja quedó petrificada tapándose la boca con las dos manos mientras Roberto Piú le vaciaba los bolsillos al finado. Pobre Roberto Piú, lloró como un chico esa noche. Los dos hermanos mayores emigraron al sur, a Río Grande creo, y ya tenían sus familias allá, sus trabajos, sus casas, sus vidas. De manera que todo el vacío de la casa quedó a disposición de Roberto Piú y de la Vieja. Los dos sabían que ninguno de los dos le sobreviviría al otro, que lo más probable era que acabaran matándose y entonces Roberto Piú se fue con su mono al departamento que tenían en Palermo y que estaba vacío desde no sé cuándo, al pedo. Roberto Piú se instaló allí con su colchón, una bolsa tipo del ejército con sus pilchas y su sintetizador. Roberto Piú estaba perfeccionando un sintetizador que él había diseñado y construido. Si no se dijo antes, ahora se dice, Roberto Piú se va a recibir de Ingeniero de Sonido. Mientras tanto está aquí, en su departamento que no es ni grande ni chico, un segundo piso a dos cuadras de Plaza Armenia, por Malabia. Y creo que ahí empezó con lo de juntar cosas. Empezó con un carrito para bebés. Me acuerdo que estábamos tomando una birra en la vereda y viene llegando Roberto Piú empujando un carrito para bebés al que le faltaba una rueda. Está nuevo, dijo en vez de saludar. Nosotros nos cagamos de risa, Y para qué querés eso, estás por ser papá, Yo no, pero algún conocido capaz que sí, entonces cuando alguien diga que necesita un carrito, “yo tengo uno”. Dijo Yo tengo uno con la expresión de quien saca un conejo de la galera, un as de la manga, el dueño de la última tabla de salvación. Nosotros nos reímos todavía más, Roberto Piú hizo como si nada y subió al departamento con el carrito plegado al hombro y lo acomodó con prolijidad detrás de la puerta. Ahora se presentaba el problema de la ruedita, cómo conseguir una que de justo el tamaño y el color. Fue evidente que se tomó las cosas muy en serio, empezó a traer otros carritos que quién sabe de dónde los habían tirado, viejos, deshilachados, ajados y desteñidos, diferentes modelos y colores, pero las ruedas de ninguno coincidieron con la que le faltaba al primer carrito. Quizás sea mejor así, dijo una noche Roberto Piú, porque de todos modos quedaría un carrito sin una rueda, si por casualidad encuentro uno que tiene justo la rueda que me falta se quedará un carrito sin ruedas. Cómo no se me ocurrió antes, voy a comprar la rueda que me falta y listo, se acabó el problema. Para cuando Roberto Piú decidió comprar la ruedita que faltaba, ya tenía doce o quince carritos lavados y restaurados, acomodados detrás de la puerta, con una precisión y un esmero que constituían una torre sólida, un monolito de la solidaridad potencial.

Nunca supimos de dónde trajo esos carritos, pero debió ser de un lugar donde la gente se deshacía de todo los que no le sirviera, porque junto con los carritos solía aparecer otro objeto que nada tenía que ver con la búsqueda inicial. Tachos de pintura vacíos, despojos de un paraguas, pedazos de bicicleta, tendederos de ropa, pequeños muebles desvencijados, secarropas destruidos, herramientas sin mango, Por qué le decían Roberto Piú, Ya llegamos a eso, relojes sin agujas, marcos sin lentes, bujes, tornillos, cadenas y alambres, jirones de cámaras de autos, motos y bicicletas, cuchillos sin mango y mangos sin hojas, caños plásticos o de cualquier otro material, Por qué lo de Piú, A eso voy, treinta tejas francesas cubiertas de moho, como quinientas botellas de agua mineral de vidrio de medio litro, bidones de cinco, de diez y de veinte, de cincuenta también, veladores, ventiladores, percheros, dos cajas grandes de palitos de helados, las bobinas donde vienen enrolladas las telas, como mil, conservadoras sin tapa, palanganas, Qué pensás hacer con todo esto, Roberto, Nada, pero si un amigo necesita ésto, por ejemplo, acá está. Un catálogo interminable que sólo Roberto Piú conocía íntegro, de pe a pa. Sin hesitaciones se movía sobre ese depósito repleto de generosidad, con paso firme y eficaz, caminando sobre ciertas cosas acomodadas a propósito para poder pisar sobre ellas, agarrado a los estantes, haciendo equilibrio sobre caños de hierro, Roberto Piú sabía donde se encontraban todos y cada uno de los ítems, dispuestos según un patrón que sólo él conocía. Pero por qué le decían Roberto Piú si ese no era su apellido, A eso vamos.

La puerta del departamento se abría no más de treinta centímetros, si sos gordo cagaste. El primer pie que ponés adentro lo ponés sobre un bidón de cincuenta litros que dice que contenía cloro, vaya uno a saber. Ahí empezaba un caminito de bidones, azules eran los bidones, todo atravesando la sala. A los lados del camino, una pradera de cajas de cartón, de plástico o de lata cuyo contenido sólo conocía Roberto Piú, absolutamente todo el piso cubierto de recipientes conteniendo recipientes más chicos conteniendo vaya uno a saber qué maravillas. Todas las paredes estaban cubiertas de estantes, todos encontrados “por ahí”, y en los estantes latas, frascos, potes y tachitos llenos de lo que se te ocurra. Todo separado, todo ordenado y limpio, sobre todo. En un costado así, como quien va para la cocina, están las quinientas botellas que hoy dije. Qué digo quinientas, mil botellas. Mil botellas vacías de esas chiquitas, de medio litro. No me acuerdo la marca. En el medio de la sala, pero en el justo medio, una torre de aros de bicicleta, increíble. Vos le pedís uno de bien abajo y te lo saca sin mover ni un cachito la torre; los pibes se lo hacían a propósito, pobre. Detrás de la puerta estaban los carritos, eso ya se dijo. Eran los carritos justamente los que no dejaban abrir del todo la puerta.

Empezó a haber un movimiento importante de gente, un ir y venir de tipos del más variado tipo, en un primer momento las vecinas empezaron a decir que Roberto Piú vendía falopa. Hombres, mujeres, parejas, jóvenes y ancianos desfilaban por el barrio en un peregrinar profano de mendicidad conmovedora. Si no era amigo directo de Roberto Piú, era amigo de un amigo o del amigo de un amigo del amigo de Roberto Piú, en una cadena de necesidades satisfechas sin el menor interés, como en realidad debería ser. Todavía no llegamos al por qué de Roberto Piú, Ya llegaremos.

Tenés una pava, Roberto, Sí, vení por acá, cuidado con esa caja que adentro hay cosas de vidrio, por acá, prendete de la claraboya pero con cuidado. Como un mono que va de rama en rama por las copas de los árboles, Roberto Piú se movía dentro de su departamento. Acá, en esta caja, abrila vos, hay una docena de pavas envueltas en papel de diario, de bronce, de acero inoxidable y de aluminio, Cuánto te debo, Roberto, Nada. Tenés un bidón de veinte litros, Roberto, Sí, este de acá, pero pasame aquello así lo pongo ahí y no queda el espacio vacío. Todavía no llegamos a lo del apellido, Escuchame una cosa, con el historión que te estoy contando, con la peculiaridad del personaje, vos me rompés las pelotas con lo del apellido. La última vez que vi a Roberto Piú, el tipo estaba parado en el medio de la avenida Rivadavia, con los brazos hacia adelante y los ojos apretados, como queriendo parar a un bondi que venía a doscientos. Yo primero no lo conocí, estaba hecho flecos, un ciruja. No pude ayudarlo, sabés. Después me acerqué al montón de trapos que había quedado en el lugar de Roberto Piú, me agaché y le vi los ojos, todavía estaban vivos pero llenos de miedo. Roberto Piú murió delante de mí y yo ni siquiera le di la mano. Antes de levantarme pensé que a la humanidad se le había desgarrado un pedacito de esperanza.


Gonzalo Herrera
Gonzalo Herrera
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  • Cuento

El vecino de la meseta pedregosa

El hombre pateó una y otra vez el arranque de su motocicleta sin ningún resultado. Esa mañana la destartalada máquina se retobó para don Quiroga y tras la consabida puteada, decidió irse a pie.
Anduvo el áspero camino abierto por él mismo, llegando así al pueblo. La caminata de don Horacio no terminó ahí, continuó por la antigua y polvorienta ruta.
Una vez más, paisajes de otros tiempos inundaron de verde sus ojos; colores,sonidos y aromas de nuestra selva misionera acompañaron su andar hasta darse cuenta que había llegado a Corpus. Entró resueltamente en el almacén de ramos generales del pueblo , saludó y se fue derecho al patio allá, en los fondos del local. Los parroquianos ahí reunidos se alegraron con su llegada, tenían asegurada una buena ronda de tragos que no tardó en llegar.
-Don Quiroga, aquí, con don Basilio tenemos una duda- dijo don Witold, arrimando una silla a la mesa del ilustre vecino- ¿cómo hacemos para distinguir una víbora coral verdadera de la falsa?
-A ver, espérenme un momento- salió Quiroga hacia el salón de ventas, volviendo enseguida con un trozo de papel de almacén y un lápiz. -Fíjense: En la coral verdadera -dijo mientras dibujaba- además del color del peligro, van a ver dos franjas amarillas con una más ancha de color negro entre medio; mientras que la falsa coral muestra dos franjas negras tanto así de anchas, separadas por por una más fina pero de color blanco grisáceo, que también puede ser amarillo y recuerden que en esta especie el blanco o el amarillo jamás tocan al color rojo. Son las señas más visibles. A ésta no la maten, persigue a otras alimañas. Pero no van a creer lo que me pasó cuando recién llegué a San Ignacio. Fui hasta las afueras del pueblo a llevar ropa a lavar, llegué a la casa de la lavandera y cuando voy a bajar del auto, ¿qué me veo? una coral y de la verdadera. Ahí nomás agarré el machete que siempre llevo debajo del asiento y de un certero machetazo le corté la cabeza casi al medio, por lo que empezó a retorcerse en un solo espasmo, como para morir. Y no va que una dama, que se ve no tenía mucho para hacer y había estado observando, va y me dice: “Pero vecino… ¿Porqué la mata…? No lo va a morder, tiene la boca muy chiquita…” A lo que le respondí: Estimada señora, ¡no estoy por esperar a que me ataque para averiguarlo!

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