Como cada mañana, lo veía allí, al costado del camino.
Rodeado de brillos en aquel escaparate improvisado que rodeaba a su auto descolorido.
Nunca observé a un cliente detenido admirando su mercancía o preguntando por una posible venta. Sentado en un sillón de tiritas, algunas veces. Otras, iba y venía acomodando uno, sosteniendo otro, buscando orientar fuera de la calzada algún molesto reflejo… Más, nunca le vi un potencial comprador.
Hacía ya varios meses que paraba en aquel sitio y hacía despliegue de sus llamativos objetos.
Fue una mañana de agosto, cuando luego de tomar unos mates y hablar con mi mujer de una invitación que teníamos de una quinceañera, concluimos que para una señorita que cuida detalles y arreglos personales en ceremonia cotidiana, un buen regalo podría ser un espejo para su habitación.
De esa manera también, aportaríamos al alivio y la buena convivencia de su grupo familiar, porque estas niñas cada vez que se encierran en el baño para sus preparativos cosméticos, al perecer fijan residencia permanente en aquel único cuarto imprescindible de la casa.
En camino al trabajo me detuve a observar la oferta del señor de los espejos y a preguntar los precios de cada uno de ellos para evaluar entre nuestro presupuesto y sus ofertas. Uno o dos de ellos me parecieron los acordes a nuestra búsqueda y pregunté sus precios, interrogante que me fue respondido con ciertas evasivas y vueltas explicativas. Si hasta me dio la sensación, de que no quería vendérmelos.
A mi vuelta comenté de esta experiencia a lo que en casa me respondieron con cierta compasión comprensiva “-A lo mejor el hombre no tenía un buen día… Preguntemos más adelante, todavía hay tiempo”.
Los dos días siguientes lo volví a cruzar allá en su banquina de siempre, con todo su despliegue brilloso y ningún cliente.
Al tercer día, por fin, creí que ya había mediado tiempo suficiente para su composición anímica y me volví a detener luego de la señalización del guiño acorde para esa maniobra.
Fui directo a los dos modelos de mi preferencia y le pregunté por su precio.
-No están a la venta –me dijo seca y directamente.
-Pero… Si no éstos, ¿Va traer otros similares? –pregunté algo aturdido y sorprendido por la actitud del hombre.
-No creo.
-…
Sin responderle, me subí al auto, arranqué y me fui farfullando en silencio.
Con una cadenita y un dije, quedamos muy bien con la adolescente.
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Soy lector dominical de los diarios locales. Imprescindible es para mí que en el quinchito del patio junto a la parrilla, cada fin de semana, antes de encender del fuego, le dé una repasada al periódico que, a manera de síntesis, me cuenta los acontecimientos de la semana que pasó y las expectativas de las próximas jornadas hábiles.
Soy también de aquellos bichos raros que luego de mirar la portada, me dirijo sin paradas a la contratapa y comienzo a leer el diario de atrás para adelante. No muy lejos de allí, aviso más, santoral menos, me encuentro con la sección de noticias policiales, a las que voy desgranando una a una.
Ese domingo, la mayor parte de la página 42 la ocupaba una gran fotografía que mostraba un escenario para mí conocido. La banquina, el auto descolorido y el brilloso escaparate de los espejos, ahora rodeados por móviles policiales.
La crónica resumía que el vendedor era en realidad un abusador de menores, primordialmente jovencitas, quienes camino al colegio cercano o simplemente de paso, no resistían la tentación de mirarse, arreglarse el pelo o simplemente ensayar algún mohín gracioso que la favoreciera.
Con esta carnada, el depravado entablaba una conversación. Les preguntaba dónde y con quien vivían, si le gustaban los espejos y cuidar de su belleza, datos de los horarios de su familia y ya con la confianza ganada, aparecía un servicial: “así te acerco uno de regalo una tarde de estas”…
Ya eran más de una decena las denuncias recibidas, al menos en este pueblo. Y al parecer, ya habría estado ensayando la misma táctica en otros lugares desde donde había escapado.
Los espejos aparecieron mucho, mucho antes que la fotografía. Hubo varias generaciones y culturas que les temieron a ambos porque decían que “les robaban el alma, a quienes se asomaban por allí”.
Hay una leyenda, la de Narciso. Que se creía bello y agraciado, tanto que se había enamorado de sí mismo. Como en su época no había espejos, todas las mañanas buscaba la orilla de un lago, donde permanecía inmóvil, extasiado horas y horas, observándose reflejado en la superficie.
En cierta ocasión tanto fue el tiempo de estar mirándose allí que lo venció el cansancio y al quedar dormido, se cayó al agua y se murió ahogado.
Útil y decorativo invento este de los espejos. Lástima que a veces, suelen convertirse en sutiles elementos para trampas, riesgos y sufrimientos.
Espejito espejito… ¿viste que cuento más bonito?…