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Rodrigo Petryla

La Fama y su Desdicha: Detrás de Marilyn Monroe

Fotos de Marilyn Monroe colocadas sobre un pizarrón
Por Rodrigo Petryla

Un espejo rodeado de pequeñas luces refleja un rostro relativamente desconocido en Hollywood. Era 1950, y hasta entonces la joven Marilyn Monroe sólo había protagonizado una película, Ladies of the Chorus, que fracasó y terminó con un contrato rescindido. Sus demás papeles habían sido pequeñeces, pero ahora estaba allí, en alguna parte de Ohio o Kentucky, y el afamado director John Houston estaba esperándola en el set, dispuesto a que su cámara la filme. Esta vez sería diferente, habrá pensado la actriz.

Fue durante ese rodaje que Houston llamó en un momento a Monroe y cortésmente la apartó a un lado. “Quiero que conozcas a alguien”, le dijo, y apuntó hacia un banco ocupado sólo por un hombre bajo con semblante tímido. Truman Capote, el legendario escritor, había acudido al set no como actor, sino para visitar a Houston, su amigo de dos o tres años al que había conocido después de abandonar su pequeño pueblo y cambiarlo por las destellantes luces de Nueva York. Capote había publicado su primera novela poco antes, pero ya era conocido por casi todos los miembros de la alta sociedad estadounidense. Ese sería el primer encuentro entre Monroe y Capote, pero no sería el último.

Pasarían algunas semanas hasta que las destellantes luces de Nueva York comenzasen a mostrar en mayúsculas el nombre de Marilyn Monroe, una de los personajes en el nuevo film noir de Houston. Ese sería el verdadero comienzo de sus años al frente de la gran pantalla. “La vez que comencé a pensar que tal vez era famosa estaba llevando a alguien al aeropuerto,” contó Monroe en una entrevista para la revista Life. “Mientras volvía me encontré con un cine y vi mi nombre en las luces. Y me dije ‘Dios, alguien cometió un grave error.’ Pero allí estaba, en las luces. El estudio me había dicho ‘Recuerda, no sos una estrella.’ Sin embargo allí estaba, en las luces.”

Monroe y Capote se encontraron de nuevo algún tiempo después, cuando el escritor consideró que Monroe, que había expresado interés por ser tomada más en serio, se beneficiaría de un encuentro con la profesora neoyorquina de actuación Constance Collier. Collier había ayudado a que personalidades como Vivien Leigh y Audrey Hepburn afinaran sus talentos, pero al principio se mostró algo indecisa con Monroe. “(Collier) No había visto ninguna película de Marilyn y no sabía absolutamente nada de ella, salvo que era una especie de estallido sexual de color platino que había adquirido fama universal,” escribió Capote. “Parecía una arcilla difícilmente apropiada para la estricta formación clásica de la señora Collier.” De igual forma, se lo propuso. Algo muy dentro suyo le decía que así debía hacerlo, y ahora no quedaba más tiempo que esperar a oír sobre las primeras impresiones.

Días después, Capote estaba en departamento, acompañado sólo por los libros desparramados y el tic tac apenas perceptible de un reloj en otra habitación, cuando se dispuso en un momento a revisar su correspondencia, esperando a que en ella se hallen las últimas nuevas de su círculo cada vez más amplio de amigos famosos o — tal vez — alguna sobre la propuesta que le hizo a Collier. La primera carta que cayó en su regazo confirmó sus sospechas: “es como el vuelo de un colibrí,” afirmó Collier al hablar sobre su experiencia con Monroe. “Sólo una cámara puede expresar su poesía.” Las dos estaban trabajando en una versión reducida de Hamlet, con Monroe de Ofelia. “Creo que la gente se reirá ante esa idea,” le comentó Collier a Capote, “pero lo digo en serio: (Marilyn) puede ser una Ofelia exquisita.”

Capote contó esto en el cuento Una Adorable Criatura, incluido en su antología Música para Camaleones. El inicio de la historia coloca a Monroe y Capote en una situación un tanto más sombría, bien alejada de las clases de actuación y de los papeles de Ofelia. Era el 28 de abril de 1955 y ambos se encontraban en una funeraria de Nueva York, frente al féretro de Collier. Monroe había llegado tarde, como de costumbre, pero igual no importó. Después de intercambiar algunos recuerdos que los dos tenían de la fallecida actriz convertida en profesora, se dirigieron a un restaurante cercano y, habiendo comido, tomaron un taxi hacia un muelle en South Street. “Me gusta estar allí,” le dijo Monroe a Capote, después de informarle la dirección a un taxista con un marcado acento italiano. “Huele a países remotos y doy de comer a las gaviotas.”

En el muelle, el aire frío soplaba como un abrazo en la intemperie. Al otro lado del río Este, el cielo se recortaba en la forma de Brooklyn — recordó Capote en su cuento — y las gaviotas volaban por entre las nubes en consonancia con el leve pero constante ruido de las pequeñas olas chocándose con las piedras de la costa. Emergiendo del horizonte, un hombre cubierto de niebla se acercó a la pareja de artistas, que apenas se habían bajado de su taxi. Estaba paseando a un chow chow, y cuando Monroe se cruzó con el animal de pronto se agachó a acariciarlo. “No debería tocar a perros que no conozca,” le advirtió su dueño. “Especialmente a los chow. Podrían morderla.” Monroe, todavía acariciando al perro, levantó su mirada perspicaz y la instaló en el hombre, quien logró reconocerla apenas lo hizo. “Los perros no me muerden,” le contestó Monroe. “Los seres humanos sí.”


Sólo un ornamento


Marilyn Monroe con un vestido rosado en la película "Gentlemen Prefer Blondes"

Marilyn Monroe en una reconocida escena de “Gentlemen Prefer Blondes” (1953).


El periodista Richard Meryman fue el encargado de realizar la reveladora entrevista con Monroe publicada en la edición de Life del 17 de agosto de 1962. Aparte de hablar sobre la primera vez que vio su nombre en luces, Monroe también habló sobre algunos de los aspectos que conllevan ser Marilyn Monroe. “Algunas veces me invitan a lugares para animar alguna cena, como un músico que toca el piano después de la comida, y sé que no me invitan por ser yo misma,” sostuvo la actriz. “Sólo soy un ornamento.” Esta objetificación desmedida era evidente en los años dorados de Hollywood y continúa incluso hasta el presente, pero la figura mítica de Monroe presenta un caso de análisis especial por el nivel de concentración que esta objetificación tuvo en su persona.

Marilyn Monroe difería dependiendo de si se hallaba en una esfera pública o en una privada. Ya conocido es el contraste entre las dificultades personales de Monroe y su imagen glamurosa y constantemente preparada para el escenario, pero sería iluso pensar que aspectos de una de estas partes no se colaban en la otra, y viceversa. En esencia, lo que simboliza la figura de Monroe es el espectáculo, algo que el filósofo francés Guy Debord dijo que es “una relación social entre personas mediatizada por imágenes.” El efecto de esta relación, afirmó Debord, fue evolucionando a lo largo de la historia de la humanidad, primero degradando el ser al tener, luego el tener al querer, y por último el querer al parecer.

Monroe es el epítome del parecer: agraviada con constantes problemas personales, su figura fue exitosa en parte por su rol de símbolo sexual perfecto, algo muy alejado de la realidad de las cosas. A su vez, su imagen pública, cuidadosamente refinada por la industria a la que tantos millones le proveía, hacía caso a un ideal presente en su audiencia, pero no en ella: para los hombres, un ideal de pareja; para las mujeres, un ideal físico. “Es lindo ser incluida en las fantasías de la gente,” dijo Monroe en la entrevista con Life. “Pero también quisiera ser aceptada por lo que soy en realidad. No me veo como una ‘commodity,’ pero estoy segura de que mucha gente sí (la ve así).” Esta autocaracterización de ‘commodity’ responde a la relación del arte con el lucro, a la inhabilidad de Monroe de tomar control de sí misma en pos de mantener el “espectáculo.” A su necesidad, en resumen, de continuar siendo una inversión razonable.

Fue durante su niñez cuando Monroe desarrolló su amor por actuar, cuando tenía la posibilidad de jugar y contar historias mediante el juego. “No me gustaba el mundo a mi alrededor porque era algo lúgubre, pero me encantaba jugar a la casa, podías crear tus propios límites,” le contó a Meryman. “Podías crear tus propias situaciones y podías fingir, e incluso si los otros niños eran algo lentos al imaginar, vos podías (ayudarlos). Era un juego, era alegría. Cuando oí que eso era actuar, me dije ‘eso es lo que quiero ser.’” Sin embargo, la diferencia entre el actuar sin ánimo de lucro (jugar) y hacerlo con ánimo de lucro (profesionalizarse) fue bastante obvio para ella desde un comienzo. “Después crecés y … ellos hacen que jugar sea muy difícil,” explicó.

Esta dificultad surge de la necesidad que una estrella como Monroe (una personalidad pública diseñada como un ideal) tiene de sobrevivir en la industria, al principio en pos de un sueño y después como una carrera contra la muerte. El propósito de esta industria es convertir a Monroe en una especie de “valija,” un espacio en donde la audiencia pueda colocar sus deseos insatisfechos y verlos realizados en la pantalla, personificados por una Monroe que — no nos olvidemos — sigue siendo una persona de carne y hueso durante todo ese proceso. Verse como un ornamento al ser invitada a eventos es una extensión de esto: Marilyn Monroe ya no tiene una personalidad propia, sino que se convirtió en la conjunción de los deseos de su audiencia.


Sólo una valija


Marilyn Monroe después de ganar el que sería su primer y único Globo de Oro

Marilyn Monroe después de ganar el que sería su primer y único Globo de Oro (1960).


En el ensayo La Sociedad del Espectáculo, Debord continúa su argumento diciendo que “la realidad vivida es materialmente invadida por la contemplación del espectáculo.” Esto provoca que la vida terrenal se vuelva “opaca e irrespirable,” lo que significa que Monroe, como una valija, es capaz de desviar las esperanzas de la audiencia para depositarlas no en cambiar sus propias vidas, sino en apreciar los cambios externos que suceden en los espectáculos, viéndose reflejados, quieran o no, en las estrellas como Monroe y sus acciones, en sus dramas y en sus éxitos. Las mujeres con una belleza alejada al canon de Monroe comenzaron entonces a odiarse; los hombres se volvieron posesivos, despectivos, o desarrollaron una baja autoestima; la misma Monroe se volvió una mera plantilla, una cáscara humana con cada vez menos capacidad de independencia y acción, y, gracias a todo ello, el ciclo continuaba.

¿Adónde más encontrarían alegría las mujeres y hombres si no era fantaseando con Marilyn Monroe? ¿Adónde encontraría la misma Monroe una identidad si no en su audiencia? Es un proceso sin fin, diseñado así para evitar que el espectáculo pierda audiencia y que la audiencia se aleje del espectáculo. Monroe sabía de esto: “No creo que la gente vaya a darme la espalda, al menos no por ellos mismos,” reflexionó en su entrevista con Life. “Me gustan las personas. El ‘público’ es el que me asusta, pero confío en la gente. Tal vez se impresionen por la prensa, o cuando el estudio empieza a mandar todo tipo de historias. Pero creo que cuando la gente va a ver una película, ellos juzgan por sí mismos.”

Arruinar la reputación de sus propios actores es algo común en los grandes estudios de cine. Esto es una consecuencia de la relación del lucro y el arte, y tiene el objetivo de que los actores no se olviden de su rol en el espectáculo. “Comúnmente, muchos (actores o directores) no me (insultan) a la cara, se lo dicen a los diarios, porque insultarme a la cara no lleva a mucho, y los diarios tienen un alcance nacional y mundial,” explicó Monroe. “Temo que hay mucha envidia en esta industria.” Esta envidia surge por la esperanza de otras personas en convertirse ellos mismos en el espectáculo, o en su centro. En el ideal que se convierte en una valija. Surge no por avaricia o por un intento de ser destruido, como Monroe estaba en proceso de serlo, sino porque la inestabilidad económica de un artista de relativo bajo rango no es compatible con su necesidad de tener dinero para sobrevivir. Esta necesidad, por supuesto, es muchas veces camuflada por la falsa promesa de una “gloria eterna” que tiene a la fama como su vehículo.

Debido al ambiente tóxico surgido por la intercesión entre la necesidad del dinero y la necesidad de crear arte, se hace evidente, según la actriz, una faceta casi desconocida de la naturaleza humana. “Cuando sos famoso,” dijo ella, “te topás con la naturaleza humana de una forma un tanto cruda. Provoca envidia, la fama lo hace … (todos) sienten que la fama les da el derecho de decirte cualquier cosa y que tus sentimientos no serán afectados.” ¿Pero es esta una faceta negra de la naturaleza humana o sólo otra de las tantas consecuencias de la relación entre el dinero y el arte? De la misma forma que los artistas enfrentados con la posibilidad de no tener dinero se vuelven contra otros artistas para evitar ser quienes caigan en la industria, lo mismo sucede con las personas más arriba en la jerarquía. Esta envidia, entonces, no es una parte inamovible del propio ser humano, sino una parte inamovible de la comercialización del arte y la expresión; una manifestación de las necesidades insatisfechas y conflictos de quienes, quieran o no, la promueven, a su vez alimentados por una industria que, de no ser como es, dejaría de existir.

Cuando en el marco de la industria esta envidia avanza hacia un salto cualitativo y, por ejemplo, una estrella es reemplazada por otra, sea ya esto por obra del estudio u otros factores, el espectáculo continúa su vigencia, tan joven como siempre, y el parecer continúa sirviendo de ideal a la audiencia, quien vuelve a caer en un intento por parecerse a ese objetivo imposible e inalcanzable que el espectáculo proporciona. En el caso de Monroe, esta combinación probó ser fatal: durante la filmación de la que sería su última película, Something’s Got To Give, la estrella ocupó páginas y páginas en periódicos expectantes por sensacionalizar su “comportamiento errático” y la supuesta dificultad de trabajar con ella, que nunca obedecía al director y siempre llegaba tarde.

“Uno de mis problemas es bastante obvio: llego tarde,” dijo Monroe en Life. “Creo que la gente piensa que llegar tarde es arrogancia, pero yo creo que es lo opuesto a la arrogancia … quiero estar preparada para dar una buena performance.” El efecto que tuvo esta serie de malas publicidades aumentó aun más el ostracismo que sufría la actriz, ya de por sí galopante por su condición de valija, por ser el centro del espectáculo por tanto tiempo. Su estudio, lejos de minimizar los problemas, participó en ellos, contribuyendo así a su eventual colapso.

La insistencia de la prensa fue tal que Monroe llegaría a despedirse de la fama, diciendo que “la fama pasa, y hasta luego, te he tenido, fama. Si me pasa de largo, siempre sabré que fue temporal. Así que al menos es algo que experimenté, pero no es el lugar en donde vivo.”


Sólo un espectáculo


“Marilyn Diptych” de Andy Warhol, obra creada poco después del fallecimiento de Monroe

“Marilyn Diptych” de Andy Warhol, creado poco después del fallecimiento de Monroe (1962).


Escaparse de tantos años de ser la personificación más grande del espectáculo no es gratis, y la historia de Monroe es prueba de ello. El pasado 28 de septiembre se estrenó en Netflix Blonde, una adaptación de la novela homónima de Joyce Carol Oates que ficcionaliza la vida de Monroe y la convierte en un espectáculo en sí mismo. Obtuvo críticas feroces, pues fue tan obvia al momento de comercializar su figura y objetivizarla que hasta los críticos prestigiosos se dieron cuenta. En 2011, de igual forma, dio comienzo una campaña de la casa de modas Dior en la que aparecía Monroe reencarnada, hecha por computadora para promocionar el perfume J’adore. Chanel hizo lo propio en una publicidad para su Chanel Nº5, en el que la voz de Monroe aparecía como narradora. Incontables “homenajes” se llevaron a cabo sacando provecho de su figura “trágica” y “poética,” pero nada de poesía hay en una historia donde el arte y la humanidad quedan relegados a un segundo plano, y nada de homenaje hay en sacar provecho de las dificultades ajenas.

Lejos de sus propósitos originales, lo que prueban este tipo de proyectos es que uno nunca podrá escapar del espectáculo ni aún muerto, pues en vez de solucionar los problemas que acabaron con Monroe en un primer lugar, lo que hace la relación entre el arte y el dinero es tornar al espectáculo mismo en otro espectáculo, aún cuando el espectáculo original sirvió a su audiencia hasta no tener más energía que dar. La comercialización de la figura de Monroe y la explotación de los efectos del espectáculo son consecuencias de vivir en una sociedad dedicada a él.

¿Cuál es la alternativa? Para cualquier artista, el arte es necesario incluso en un mundo en donde no existiera el dinero. Por ello es que se torna tan contradictorio depender de los manejos del dinero en un sector tan humano y expresivo. La bailarina de ballet posadeña Alejandra Viana afirmó que “sería lindo vivir de las pasiones de la expresión artística, y sería lindo que nos paguen por ello,” pero aclaró que, aun sin el dinero de por medio, su relación con el arte seguiría igual. “El arte libera el espíritu,” sostuvo. “El arte eleva el alma y expresa los sentimientos más ocultos.”

Monroe se refirió también a estos sentimientos en la entrevista con Meryman: “la creatividad empieza con la humanidad, y cuando sos humano sentís, y sufrís.” Monroe sufrió y, de algún modo, no dejó nunca de hacerlo. En el último párrafo de la entrevista, la actriz se sinceró al afirmar que es “un alivio estar acabada,” como decían los periódicos de la época, atrapados por sus historias en el set de la que fuera su última película. Los periódicos de la época, sin embargo, se equivocaban: en un mundo así, el espectáculo nunca se acaba. Final del artículo


Originalmente publicado en Misiones Online el 4 de agosto de 2022.

 

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  • La literatura es una sola

    By: Misiones Cultural


    Por Alberto Szretter para NEACONATUS

    Hay una sentencia muy popular que está, según nuestra forma de ver, equivocada, y es la que dice que una cosa es la prosa y otra la poesía. Ese apotegma viene de antiguo. En un pasaje de La Dorotea, Lope de Vega (1562-1635) le hace decir a Felipa (burlonamente, hay que aclararlo), que se daba de profesora:

    “O se escribe en verso o prosa” (III, 8)

    A su vez Molière (1622-1673) escribe el siguiente diálogo en el Acto II, escena IV, de El Burgués Gentilhombre:

    JOURDAIN: No quiero escribir nada de versos.

    FILÓSOFO: ¿Preferís la prosa?

    JOURDAIN: No. Ni verso ni prosa.

    FILÓSOFO: ¡Pues una cosa u otra debe ser!

    JOURDAIN: ¿Por qué?

    FILÓSOFO: Por la sencilla razón, señor mío, que no hay más de dos maneras de escribir. O está en verso o está en prosa.

    JOURDAIN: ¿Con que no hay nada más?

    FILÓSOFO: Nada más. Todo lo que no está en prosa está en verso; y todo lo que no está en verso, está en prosa.

    JOURDAIN: Y cuando uno habla, ¿en qué habla?

    FILÓSOFO: En prosa.

    JOURDAIN: ¡Cómo! Así que cuando digo a Nicolasa “Tráeme la zapatillas,” ¿hablo en prosa?

    FILÓSOFO: Sí, señor.

    JOURDAIN: ¡Por Dios! ¡Más de cuarenta años que hablo en prosa sin saberlo!

    “El habla corriente,” dice Raúl H. Castagnino en Arte y ciencia de la expresión, “semeja una de esas rutas vecinales de tránsito cómodo, que se utilizan para ir a alguna parte; pero el decir henchido de ricas connotaciones personales puede parecerse a las veredas inhabituales que, prácticamente, no llevan a ningún sitio, pero permiten descubrir panoramas de amenidad trascendente.” Porque las ilaciones de palabras son diferentes. O sea, hay caminos y caminos. En los paisajes literarios, los mejores paseos son los imprevisibles, los que embelesan y encantan; los que casi nunca son de la trillada carretera turística, municipalmente chata, o visitadas hasta el hartazgo. Es decir, hay prosas y prosas.


    Entre el lenguaje y la literatura


    El lenguaje puede quedarse en vehículo comunicacional vulgar, o elevarse, tanto mejor para él como para nosotros, a una especie de sortilegio llamado literatura, usando — puede ser — los mismos términos, o sea, la misma materia prima, pero con otras herramientas. Zafamos así de la prosa cotidiana, para encontrarnos con cuentos y novelas. No importa si tiene metáforas, o si las comas le dan un ritmo, o si poseen bustrófedon, palíndromos o aliteraciones.

    Leé también: En un mundo de píxeles tecno: Entrevista con la compositora Andrea Dulko

    La sentencia equivocada del principio, que mantienen los personajes de Lope y Molière, se ve desmentida incluso por los mismos escritores. En La Dorotea, Fernando (o sea Lope mismo) frena el dictamen de Felipa: “Sentencia y belleza bien pueden estar juntas, que son como discreción y hermosura.”

    Y Molière se ríe de aquellos que piensan que el ser humano es pura inteligencia, y creen en el arbitraje caprichoso y la separación tajante entre prosa y verso. En su obra, el francés fue generoso y nos regaló todo “en junto,” como decía Santa Teresa: el dibujo del pensamiento, los juegos del mito, el color de la fantasía, los contraluces del afecto.


    La injusta estigmatización de la prosa


    Hubo en los escritores, desde aquel entonces hasta ahora, preocupación por la posibilidad de una poesía en prosa; o dicho al revés, hubo esfuerzo (que venía, claro, con el estilo y la personalidad de cada autor) por una prosa poética, que sea distinta de los escritos discursivos, meramente enunciativos, engañosamente directos (la escritura de los notarios, por ejemplo, es lo más opuesto a la literatura).

    El paladar literario latinoamericano está para degustar el artificio de los recursos de la lengua, su abundante retórica. Son las licencias las que embellecen el idioma. Los lectores, que leen de todo, notan enseguida cómo nuestros escritores resuelven, por ejemplo, un duelo a facón. No nos es imprescindible (ojo, es solo una muestra supuesta) describir el combate secamente, al estilo anglosajón, y que los contendientes se acuchillen con saña casi sin adjetivar nada. Supuesto que así no lo hagan, nadie caerá en la ocurrencia (aunque hay gente para todo en este mundo) que la lucha fue insincera. Porque en los autores del subcontinente, ese desafío, lance, o esgrima, puede durar páginas y páginas, y en los amagues y estocadas, uno y otro pendenciero, pueden rememorar amores perdidos en la soledad de madrugadas de naipes y alcohol, o persecuciones de la ley por callejones y rancheríos y amores verdaderos o imaginados.

    Leé también: La crisis del libro en Misiones y Argentina

    El juicio desacertado entre prosa y poesía (como formas opuestas del lenguaje) quizás se remonte a los orígenes de la expresión latina prosa oratio (discurso en línea recta) y del adverbio prosus (discurso dirigido hacia delante), cuando era un pregón, una oración, una apología, una idea, en palabras coherentes, cohesionadas, avanzando en una sola dirección a la vez. En la poesía, por el contrario, la línea de términos se interrumpía, se volvía verso, como si fueran líneas paralelas de un arado, con una métrica y una rima propia — si la tenía.

    Entonces la prosa comenzó a utilizarse para los escritos, libros, relatos, ensayos, y tratados, y hasta se usó la palabra en sentido despectivo (“prosaico”) como algo vulgar, fútil, carente de emoción, y muy ligado a lo material a lo terreno. “Del otro lado” estaba la lírica, lo “elevado” y hasta difícil, culto, crespo, artificioso (Góngora, por ejemplo).


    ¿Qué pasa ahora?


    Hay para todos los gustos, pero nos permitimos decir que hoy día la mezcla de ritmo y de recursos poéticos (en la prosa) ya está “aprobada” y aquel veredicto con que comenzamos este artículo está perimido. Para reafirmar esta teoría (que, a pesar de todos los indicios, aún sigue estando en libros y diccionarios y hasta en internet) mencionemos al primer autor castellano de nombre conocido que utiliza “prosa” para denominar sus propios versos:

    De un confessor sancto quiero fer una prosa
    Quiero fer una prosa en romanz paladino
    En qual suele el pueblo fablar con so vecino

    Este terceto es de Vida de Santo Domingo de Silos, de Gonzalo de Berceo (1196-1264), monje riojano, mester de clerecía.

    Ha pasado tiempo desde la Edad Media, y sin embargo todavía se escucha en las presentaciones, las reseñas, y las solapas de libros (y se escucha mucho, para desgracia de todos), que fulano/a es escritor/a y que mengano/a es poeta.

    Solicitaríamos abandonar esa clasificación y otras anexas, como dramaturgo, guionista, ensayista, etcétera, que solo sirven para seguir líneas editoriales; para agrupar obras, para hallar ejemplares en los estantes. La literatura es una sola.

    Y que el artista, una vez encontrada la excusa o trama, y el tono o modo expresivo que quiera (no deseamos decir “género” literario, porque justamente es lo que estamos discutiendo), reserve allí algo así como una inmarchitada vigencia de la emoción humana, alguna — siquiera alguna — unidad intencionalmente creada del momento sentimental, cierta contemporaneidad ininterrumpida, un atisbo de trascendencia más allá de los personajes de su historia y del habla de cocina u oficina, para que las páginas no sean un baúl de anticuados temas efusivos, un mojón solitario de valor testamentario fuera de toda moda, inactual, olvidable, sin nada de literatura; o sea, sin prosa, ni poesía, ni ambas. Final del artículo


    Alberto Szretter es un escritor y médico oriundo de Puerto Rico, Misiones. Este escrito fue originalmente titulado “Prosa o Poesía (¿o Prosa y Poesía?).”


     

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