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Rodrigo Petryla

Los Tres Héroes

Pinturas de Simón Bolívar, José de San Martín, y Miguel Hidalgo (de izq. a der.) rodeados de marcos en blanco y negro sobre un fondo colorido.
Por José Martí

Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba adonde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, solo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo. El viajero hizo bien, porque todos los americanos deben querer a Bolívar como a un padre. A Bolívar, y a todos los que pelearon como él porque la América fuese del hombre americano. A todos: al héroe famoso, y al último soldado, que es un héroe desconocido. Hasta hermosos de cuerpo se vuelven los hombres que pelean por ver libre a su patria.

Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. En América no se podía ser honrado, ni pensar, ni hablar. Un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado. Un hombre que obedece a un mal gobierno, sin trabajar para que el gobierno sea bueno, no es un hombre honrado. Un hombre que se conforma con obedecer a leyes injustas, y permite que pisen el país en que nació los hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado. El niño, desde que puede pensar, debe pensar en todo lo que ve, debe padecer por todos los que no pueden vivir con honradez, debe trabajar porque puedan ser honrados todos los hombres, y debe ser un hombre honrado. El niño que no piensa en lo que sucede a su alrededor, y se contenta con vivir, sin saber si vive honradamente, es como un hombre que vive del trabajo de un bribón, y está en camino de ser bribón. Hay hombres que son peores que las bestias, porque las bestias necesitan ser libres para vivir dichosas: el elefante no quiere tener hijos cuando vive preso, la llama del Perú se echa en la tierra y se muere cuando el indio le habla con rudeza o le pone más carga de la que puede soportar. El hombre debe ser, por lo menos, tan decoroso como el elefante y como la llama. En América se vivía antes de la libertad como la llama que tiene mucha carga encima. Era necesario quitarse la carga o morir.

Hay hombres que viven contentos aunque vivan sin decoro. Hay otros que padecen como en agonía cuando ven que los hombres viven sin decoro a su alrededor. En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados. Estos tres hombres son sagrados: Bolívar, de Venezuela; San Martín, del Río de la Plata; Hidalgo, de México. Se les deben perdonar sus errores, porque el bien que hicieron fue más que sus faltas. Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma luz con que calienta. El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz.

Bolívar era pequeño de cuerpo. Los ojos le relampagueaban, y las palabras se le salían de los labios. Parecía como si estuviera esperando siempre la hora de montar a caballo. Era su país, su país oprimido, que le pesaba en el corazón, y, no le dejaba vivir en paz. La América entera estaba como despertando. Un hombre solo no vale nunca más que un pueblo entero; pero hay hombres que no se cansan cuando su pueblo se cansa, y que se deciden a la guerra antes que los pueblos, porque no tienen que consultar a nadie más que a sí mismos, y los pueblos tienen muchos hombres, y no pueden consultarse tan pronto. Ese fue el mérito de Bolívar, que no se cansó de pelear por la libertad de Venezuela cuando parecía que Venezuela se cansaba. Lo habían derrotado los españoles, lo habían echado del país. Él se fue a una isla, a ver a su tierra de cerca, a pensar en su tierra.

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Un negro generoso lo ayudó cuando ya no lo quería ayudar nadie. Volvió un día a pelear, con trescientos héroes, con los trescientos libertadores. Liberó a Venezuela. Liberó a la Nueva Granada. Liberó al Ecuador. Liberó al Perú. Fundó una nación nueva, la nación de Bolivia. Ganó batallas sublimes con soldados descalzos y medio desnudos. Todo se estremecía y se llenaba de luz a su alrededor. Los generales peleaban a su lado con valor sobrenatural. Era un ejército de jóvenes. Jamás se peleó tanto, ni se peleó mejor, en el mundo por la libertad. Bolívar no defendió con tanto fuego el derecho de los hombres a gobernarse por sí mismos como el derecho de América a ser libre. Los envidiosos exageraron sus defectos. Bolívar murió de pesar del corazón, más que de mal del cuerpo, en la casa de un español en Santa Marta. Murió pobre, y dejó una familia de pueblos.

México tenía mujeres y hombres valerosos que no eran muchos, pero valían por muchos: media docena de hombres y una mujer preparaban el modo de hacer libre a su país. Eran unos cuantos jóvenes valientes, el esposo de una mujer liberal, y un cura de pueblo que quería mucho a los indios, un cura de sesenta años. Desde niño fue el cura Hidalgo de la raza buena, de los que quieren saber. Los que no quieren saber son de la raza mala. Hidalgo sabía francés, que entonces era cosa de mérito, porque lo sabían pocos. Leyó los libros de los filósofos del siglo dieciocho, que explicaron el derecho del hombre a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. Vio a los negros esclavos y se llenó de horror. Vio maltratar a los indios, que son tan mansos y generosos, y se sentó entre ellos como un hermano viejo, a enseñarles las artes finas que el indio aprende bien: la música, que consuela; la cría del gusano, que da la seda; la cría de la abeja, que da miel. Tenía fuego en sí, y le gustaba fabricar: creó hornos para cocer los ladrillos.

Le veían lucir mucho de cuando en cuando los ojos verdes. Todos decían que hablaba muy bien, que sabía mucho nuevo, que daba muchas limosnas el señor cura del pueblo de Dolores. Decían que iba a la ciudad de Querétaro una que otra vez, a hablar con unos cuantos valientes y con el marido de una buena señora. Un traidor le dijo a un comandante español que los amigos de Querétaro trataban de hacer a México libre. El cura montó a caballo, con todo su pueblo, que lo quería como a su corazón; se le fueron juntando los caporales y los sirvientes de las haciendas, que eran la caballería; los indios iban a pie, con palos y flechas, o con hondas y lanzas. Se le unió un regimiento y tomó un convoy de pólvora que iba para los españoles. Entró triunfante en Celaya, con músicas y vivas. Al otro día juntó el Ayuntamiento, lo hicieron general, y empezó un pueblo a nacer. Él fabricó lanzas y granadas de mano. Él dijo discursos que dan calor y echan chispas, como decía un caporal de las haciendas. Él declaró libres a los negros. Él les devolvió sus tierras a los indios. Él publicó un periódico que llamó El Despertador Americano.

Ganó y perdió batallas. Un día se le juntaban siete mil indios con flechas, y al otro día lo dejaban solo. La mala gente quería ir con él para robar en los pueblos y para vengarse de los españoles. Él les avisaba a los jefes españoles que si los vencía en la batalla que iba a darles los recibiría en su casa como amigos. ¡Eso es ser grande! Se atrevió a ser magnánimo, sin miedo a que lo abandonase la soldadesca, que quería que fuese cruel. Su compañero Allende tuvo celos de él, y él le cedió el mando a Allende. Iban juntos buscando amparo en su derrota cuando los españoles les cayeron encima. A Hidalgo le quitaron uno a uno, como para ofenderlo, los vestidos de sacerdote. Lo sacaron detrás de una tapia, y le dispararon los tiros de muerte a la cabeza. Cayó vivo, revuelto en la sangre, y en el suelo lo acabaron de matar. Le cortaron la cabeza y la colgaron en una jaula, en la Alhóndiga misma de Granaditas, donde tuvo su gobierno. Enterraron los cadáveres descabezados. Pero México es libre.

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San Martín fue el libertador del Sur, el padre de la República Argentina, el padre de Chile. Sus padres eran españoles, y a él lo mandaron a España para que fuese militar del rey. Cuando Napoleón entró en España con su ejército, para quitarles a los españoles la libertad, los españoles todos pelearon contra Napoleón: pelearon los viejos, las mujeres, los niños; un niño valiente, un catalancito, hizo huir una noche a una compañía, disparándole tiros y más tiros desde un rincón del monte. Al niño lo encontraron muerto, muerto de hambre y de frío; pero tenía en la cara como una luz, y sonreía, como si estuviese contento. San Martín peleó muy bien en la batalla de Bailén, y lo hicieron teniente coronel. Hablaba poco, parecía de acero, miraba como un águila. Nadie lo desobedecía: su caballo iba y venía por el campo de pelea, como el rayo por el aire. En cuanto supo que América peleaba para hacerse libre, vino a América. ¿Qué le importaba perder su carrera, si iba a cumplir con su deber?

Llegó a Buenos Aires, no dijo discursos, levantó un escuadrón de caballería. En San Lorenzo fue su primera batalla: sable en mano se fue San Martín detrás de los españoles, que venían muy seguros tocando el tambor, y se quedaron sin tambor, sin cañones, y sin bandera. En los otros pueblos de América los españoles iban venciendo: a Bolívar lo había echado Morillo, el cruel de Venezuela; Hidalgo estaba muerto; O’Higginds salió huyendo de Chile; pero donde estaba San Martín siguió siendo libre la América. Hay hombres así, que no pueden ver esclavitud. San Martín no podía; y se fue a libertar a Chile y al Perú. En dieciocho días cruzó con su ejército los Andes altísimos y fríos. Iban los hombres como por el cielo, hambrientos, sedientos. Abajo, muy abajo, los árboles parecían yerba, los torrentes rugían como leones.

San Martín se encuentra al ejército español y lo deshace en la batalla de Maipú, lo derrota para siempre en la batalla de Chacabuco. Libera a Chile. Se embarca con su tropa, y va a liberar al Perú. Pero en el Perú estaba Bolívar, y San Martín le cede la gloria. Se fue a Europa triste, y murió en brazos de su hija Mercedes. Escribió su testamento en una cuartilla de papel, como si fuera el parte de una batalla. Le habían regalado el estandarte que el conquistador Pizarro trajo hace cuatro siglos, y él le regaló el estandarte en el testamento al Perú. Un escultor es admirable, porque saca una figura de la piedra bruta, pero esos hombres que hacen pueblos son como más que hombres. Quisieron algunas veces lo que no debían querer; pero ¿qué no le perdonará un hijo a su padre? El corazón se llena de ternura al pensar en esos gigantescos fundadores. Esos son héroes; los que pelean para hacer a los pueblos libres, o los que padecen en pobreza y desgracia por defender una gran verdad. Los que pelean por la ambición, por hacer esclavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarle a otro pueblo sus tierras, no son héroes, sino criminales. Final del artículo

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  • La literatura es una sola

    By: Misiones Cultural


    Por Alberto Szretter para NEACONATUS

    Hay una sentencia muy popular que está, según nuestra forma de ver, equivocada, y es la que dice que una cosa es la prosa y otra la poesía. Ese apotegma viene de antiguo. En un pasaje de La Dorotea, Lope de Vega (1562-1635) le hace decir a Felipa (burlonamente, hay que aclararlo), que se daba de profesora:

    “O se escribe en verso o prosa” (III, 8)

    A su vez Molière (1622-1673) escribe el siguiente diálogo en el Acto II, escena IV, de El Burgués Gentilhombre:

    JOURDAIN: No quiero escribir nada de versos.

    FILÓSOFO: ¿Preferís la prosa?

    JOURDAIN: No. Ni verso ni prosa.

    FILÓSOFO: ¡Pues una cosa u otra debe ser!

    JOURDAIN: ¿Por qué?

    FILÓSOFO: Por la sencilla razón, señor mío, que no hay más de dos maneras de escribir. O está en verso o está en prosa.

    JOURDAIN: ¿Con que no hay nada más?

    FILÓSOFO: Nada más. Todo lo que no está en prosa está en verso; y todo lo que no está en verso, está en prosa.

    JOURDAIN: Y cuando uno habla, ¿en qué habla?

    FILÓSOFO: En prosa.

    JOURDAIN: ¡Cómo! Así que cuando digo a Nicolasa “Tráeme la zapatillas,” ¿hablo en prosa?

    FILÓSOFO: Sí, señor.

    JOURDAIN: ¡Por Dios! ¡Más de cuarenta años que hablo en prosa sin saberlo!

    “El habla corriente,” dice Raúl H. Castagnino en Arte y ciencia de la expresión, “semeja una de esas rutas vecinales de tránsito cómodo, que se utilizan para ir a alguna parte; pero el decir henchido de ricas connotaciones personales puede parecerse a las veredas inhabituales que, prácticamente, no llevan a ningún sitio, pero permiten descubrir panoramas de amenidad trascendente.” Porque las ilaciones de palabras son diferentes. O sea, hay caminos y caminos. En los paisajes literarios, los mejores paseos son los imprevisibles, los que embelesan y encantan; los que casi nunca son de la trillada carretera turística, municipalmente chata, o visitadas hasta el hartazgo. Es decir, hay prosas y prosas.


    Entre el lenguaje y la literatura


    El lenguaje puede quedarse en vehículo comunicacional vulgar, o elevarse, tanto mejor para él como para nosotros, a una especie de sortilegio llamado literatura, usando — puede ser — los mismos términos, o sea, la misma materia prima, pero con otras herramientas. Zafamos así de la prosa cotidiana, para encontrarnos con cuentos y novelas. No importa si tiene metáforas, o si las comas le dan un ritmo, o si poseen bustrófedon, palíndromos o aliteraciones.

    Leé también: En un mundo de píxeles tecno: Entrevista con la compositora Andrea Dulko

    La sentencia equivocada del principio, que mantienen los personajes de Lope y Molière, se ve desmentida incluso por los mismos escritores. En La Dorotea, Fernando (o sea Lope mismo) frena el dictamen de Felipa: “Sentencia y belleza bien pueden estar juntas, que son como discreción y hermosura.”

    Y Molière se ríe de aquellos que piensan que el ser humano es pura inteligencia, y creen en el arbitraje caprichoso y la separación tajante entre prosa y verso. En su obra, el francés fue generoso y nos regaló todo “en junto,” como decía Santa Teresa: el dibujo del pensamiento, los juegos del mito, el color de la fantasía, los contraluces del afecto.


    La injusta estigmatización de la prosa


    Hubo en los escritores, desde aquel entonces hasta ahora, preocupación por la posibilidad de una poesía en prosa; o dicho al revés, hubo esfuerzo (que venía, claro, con el estilo y la personalidad de cada autor) por una prosa poética, que sea distinta de los escritos discursivos, meramente enunciativos, engañosamente directos (la escritura de los notarios, por ejemplo, es lo más opuesto a la literatura).

    El paladar literario latinoamericano está para degustar el artificio de los recursos de la lengua, su abundante retórica. Son las licencias las que embellecen el idioma. Los lectores, que leen de todo, notan enseguida cómo nuestros escritores resuelven, por ejemplo, un duelo a facón. No nos es imprescindible (ojo, es solo una muestra supuesta) describir el combate secamente, al estilo anglosajón, y que los contendientes se acuchillen con saña casi sin adjetivar nada. Supuesto que así no lo hagan, nadie caerá en la ocurrencia (aunque hay gente para todo en este mundo) que la lucha fue insincera. Porque en los autores del subcontinente, ese desafío, lance, o esgrima, puede durar páginas y páginas, y en los amagues y estocadas, uno y otro pendenciero, pueden rememorar amores perdidos en la soledad de madrugadas de naipes y alcohol, o persecuciones de la ley por callejones y rancheríos y amores verdaderos o imaginados.

    Leé también: La crisis del libro en Misiones y Argentina

    El juicio desacertado entre prosa y poesía (como formas opuestas del lenguaje) quizás se remonte a los orígenes de la expresión latina prosa oratio (discurso en línea recta) y del adverbio prosus (discurso dirigido hacia delante), cuando era un pregón, una oración, una apología, una idea, en palabras coherentes, cohesionadas, avanzando en una sola dirección a la vez. En la poesía, por el contrario, la línea de términos se interrumpía, se volvía verso, como si fueran líneas paralelas de un arado, con una métrica y una rima propia — si la tenía.

    Entonces la prosa comenzó a utilizarse para los escritos, libros, relatos, ensayos, y tratados, y hasta se usó la palabra en sentido despectivo (“prosaico”) como algo vulgar, fútil, carente de emoción, y muy ligado a lo material a lo terreno. “Del otro lado” estaba la lírica, lo “elevado” y hasta difícil, culto, crespo, artificioso (Góngora, por ejemplo).


    ¿Qué pasa ahora?


    Hay para todos los gustos, pero nos permitimos decir que hoy día la mezcla de ritmo y de recursos poéticos (en la prosa) ya está “aprobada” y aquel veredicto con que comenzamos este artículo está perimido. Para reafirmar esta teoría (que, a pesar de todos los indicios, aún sigue estando en libros y diccionarios y hasta en internet) mencionemos al primer autor castellano de nombre conocido que utiliza “prosa” para denominar sus propios versos:

    De un confessor sancto quiero fer una prosa
    Quiero fer una prosa en romanz paladino
    En qual suele el pueblo fablar con so vecino

    Este terceto es de Vida de Santo Domingo de Silos, de Gonzalo de Berceo (1196-1264), monje riojano, mester de clerecía.

    Ha pasado tiempo desde la Edad Media, y sin embargo todavía se escucha en las presentaciones, las reseñas, y las solapas de libros (y se escucha mucho, para desgracia de todos), que fulano/a es escritor/a y que mengano/a es poeta.

    Solicitaríamos abandonar esa clasificación y otras anexas, como dramaturgo, guionista, ensayista, etcétera, que solo sirven para seguir líneas editoriales; para agrupar obras, para hallar ejemplares en los estantes. La literatura es una sola.

    Y que el artista, una vez encontrada la excusa o trama, y el tono o modo expresivo que quiera (no deseamos decir “género” literario, porque justamente es lo que estamos discutiendo), reserve allí algo así como una inmarchitada vigencia de la emoción humana, alguna — siquiera alguna — unidad intencionalmente creada del momento sentimental, cierta contemporaneidad ininterrumpida, un atisbo de trascendencia más allá de los personajes de su historia y del habla de cocina u oficina, para que las páginas no sean un baúl de anticuados temas efusivos, un mojón solitario de valor testamentario fuera de toda moda, inactual, olvidable, sin nada de literatura; o sea, sin prosa, ni poesía, ni ambas. Final del artículo


    Alberto Szretter es un escritor y médico oriundo de Puerto Rico, Misiones. Este escrito fue originalmente titulado “Prosa o Poesía (¿o Prosa y Poesía?).”


     

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