Es cierto que hay un declive en el patio por el que se derrama el cielo en mi casa. Ignoro si sucede en otros patios, pero en el mío ocurre ese fenómeno: aparecen estrellas en el pasto y oquedades, y agujeros negros, en ramas de árboles. Y bichos que vuelan el espesor entero de la atmósfera. Además, suele espesarse el aire en nebulosas finas. Resumiendo: hay una inundación de firmamento en ese espacio.
Yo creo que es normal, pero las visitas me han dicho que es un milagro extraño en este pueblo. Que no pasa siempre ni en todos lados en esta parte verde de la zona. Y que bien podría usufructuar la incógnita del predio cobrando un pequeño estipendio por venir a verlo. Y aquí hay un inconveniente.
El inconveniente sería que solamente algunos verían el portento. ¿Porqué? No sé porqué, pero la vida me ha enseñado que hay gente que no siente las alucinaciones de otra gente, no se pasma, ni llora, ni se ríe. Que el gusto por la maravilla se va haciendo de a poco cada noche, se va puliendo en décadas de catar sombras distintas. Que cada noche hay que salir a mirar si viajan los cometas y cómo gira en ese momento la Vía Láctea, y si está bien su rotación silenciosa y lejana. Se me crea una traba andar averiguando a cada candidato al éxtasis, si está preparado para la grandeza.
Prefiero gozar mi patio en soledad. No por egoísmo, sino por mantener cierta área del mundo como un secreto mío. El mundo está demasiado abierto, obsceno casi. Lascivo y violento se exhibe rutilante de gestos que no comparto. Y quiero salvar un cacho de libertad y de dominio aunque sea en el ámbito reducido de mi casa. Yo sé que es un problema.
Porque no ignoro que me observan. La trampa consiste en que los espías se esconden y registran. No solamente bajan meteoros del cielo, sino que desde el fondo celeste hay satélites que me fotografían. No por ser yo quien soy ¡faltaba más! lo hacen con los millones que tienen patio, y con los que no lo tienen. Yo imagino mi cuerpo desnudo o en paños menores, en el verano, en una pantalla de la agencia central de inteligencia norteamericana midiendo mi conducta según parámetros que han sintetizado especialistas, en programas informáticos. Ellos buscan terroristas, potenciales atacantes de sus intereses, y también consumidores. Por eso se interrogarán la causa de que no esté en un shopping o mirando tevé o comiendo chatarra. Qué hago yo en un patio.
Ya les contesto: nada. Salgo a sopesar su declive, quizás, no con un nivel de ferretería y tampoco con un teodolito, que no tengo, lo hago a ojo nomás, agachándome para medir el desnivel del suelo. Salgo, puede ser también, a escuchar los sonidos de ejes inhallables donde el movimiento nocturno se articula. O salgo, simplemente. No voy al jardín con un plan determinado. Hay que salir sin objetivo. Uno sale y se estira, desperezándose las artimañas, y con uno van, por arrastre, la historia de ese día, más los anhelos, más las frustraciones, más el pretérito pluscuamperfecto que nos mantiene vivos. Esto de noche.
Pero a la mañana, sin connotaciones de teogonías, uno va al patio a olfatear los aromas del limbo que despierta. Mira los indicios pronósticos del clima. Decide si se abriga, busca un paraguas o botas, elige el color de la camisa. En esa hora temprana se resume la actividad que uno debe cumplir para que la sociedad no chirrie. Es el instante en que se piensa que nadie es imprescindible y todos reemplazables, pero que si uno falta se dan inconvenientes menores que sumados pueden causar el caos. Yo he reflexionado que en mi labor voy a faltar un día que será para siempre, y pondrán un suplente, pero si antes de la despedida final dejo de ir, y dejan de asistir a su vez otros operarios, técnicos, profesionales o encargados, no uno, sino cientos, miles, por suspensión, por protesta, por enfermedades o por pereza, el descalabro sería mayúsculo. Es la fuerza de la huelga. El poder que pueden ejercer los trabajadores. Los que venden por un salario la capacidad de sus músculos o el entrenamiento de sus neuronas a las grandes compañías o al Estado. Pero aquí no termina el patio.
El patio continúa a la tarde. Aun sin mi. Sé que está en su lugar aguardando que vuelva del trabajo a descubrirlo. Posiblemente los insectos duerman la siesta que yo no puedo, y las palomas busquen a los escondidos, y se hagan el amor sin que nadie las mire. Y crucen nubes sin permiso en todas direcciones, y muchas por cuestión de pendiente se enreden en las copas o se mezclen junto a las orquídeas. En una ocasión volví temprano y vi a una tribu de arañas que, apropiadas de un rincón, construían sus tejidos de fullería, bajando y subiendo la trama, como si fuera una novela con patas que crecía. Esto a la tarde.
Pero todos los días, lo tengo comprobado, en mi patio es domingo. Por más que sea martes o jueves, cuando lo observo apenas corriendo las cortinas, lo diviso domingo. Es decir, vestido de feria, producido para la jarana, el juego ocioso de las horas, el brindis. Es como si, relajado, aguardara los sones de una orquesta. O maquillado de lluvias y vigilias, de murmullos, de crepitaciones verdes, se demorara en rondas, o en valses, o en sonidos. Aprovecho, entonces, y aparezco orondo con mate preparado, y voy a disfrutar y sufrir mis esperanzas y ahogos; cómo hay que aguantar postergaciones cotidianas que van más allá de medianeras. Pero allí mismo se me ocurre otra cosa.
Y es que el patio, el mío por lo menos, es algo más que una parcela de terreno. Si fuera así, sería sencillo: un trecho donde estirar las piernas y respirar glicinas y algunas cosas más, que no pasan de diez. Ahora, en el presente, se exhibe como un lote, con cielo incluido, donde el césped empuja, y hay agua, canteros de arcoíris, hasta atisbos umbríos. Pero mirándolo bien es mucho más.
En esta propiedad cuidada, antes hubo monte, enredaderas salvajes, humus. En su superficie de líquidos podridos y hojas y oxígeno y rayos estelares, nació posiblemente la vida. Porque la vida, me dí cuenta estudiando esta fracción del mundo, no nació en un laboratorio natural aséptico, impoluto y frío; o nació en el mar de los Sargazos (el Índico africano tal vez) o nació en un patio como el mío. Entre mate y mate yo imaginaba esta tierra bravía inundada de selva, llena de bacterias, de hongos, de líquenes y musgos, miles de años antes de que viniera la luz eléctrica, la motoguadaña, la tijera de podar, la prohibición de hacer fuego por decreto municipal. Pero era algo más que una zona imprescindible para la biología.
Por aquí, en este predio, habrá pasado un aborigen hace dos o tres siglos. Y vaya a saber si no se recostó en los árboles que como un asesino forestal, talé para levantar mi casa. Yo me amparo en otra sombra, porque me cubre otra cultura. Es decir otros pretextos. Es decir otras metas y justificaciones. Pero en el patio, donde a veces hay vacío, o polvo de planetas o miedos míos, pienso si la civilización tal como se dio, era inevitable. Me pregunto si podría haber sido de otro modo, con menos muertes, pestes o invasiones. Y vislumbro un cacho de culpa, lo confieso. Es que nosotros, los blancos, progresamos a fuerza de despojo, y este patio que figura catastral en mis archivos y en el registro de propiedad de organismos de ley, no sé si, de verdad, me corresponde en todo.
Yo salgo simplemente a ver el cielobajo que descendió por su rampa. Autoindulgente, aparto los abusos humanos de los cuales soy cómplice por titularidad de especie ciudadana. Y me perdono a mi mismo para seguir viviendo, conmutando las penas del saqueo por los pequeños castigos que me dan los días.
Digo: pongamos que sea mi tenencia, aunque resulte de modo provisorio. Pido nada más, de ser así, gozar de sus derrames verticales mientras pueda, sentirme cómodo en su asilo, disfrutar la fortuna precaria de esa porción de dicha; hasta que venga otro propietario, y al ver su precipicio azul se erija como un transitorio dios gozoso, es decir: se crea el dueño absoluto y fugaz de todo el universo.