William Wilson

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Encabezado del relato

Séa­me per­mi­ti­do, por el momen­to, deno­mi­nar­me William Wil­son. La pági­na vir­gen, expues­ta ante mí, no debe ser man­cha­da por mi ver­da­de­ro nom­bre. Con­ti­nua­men­te, este nom­bre no ha sido más que un obje­to de ver­güen­za y de horror, una abo­mi­na­ción para mi fami­lia. ¿Es que los vien­tos indig­na­dos no han espar­ci­do has­ta las más leja­nas regio­nes del glo­bo su infa­mia incom­pa­ra­ble? ¡Oh, de todos los pros­crip­tos, tú eres el pros­crip­to más aban­do­na­do! ¿No has renun­cia­do a este mun­do? ¿A esos hono­res, a esas flo­res, a esas dora­das aspi­ra­cio­nes? y esa espe­sa nube, lúgu­bre, ili­mi­ta­da, ¿no ha esta­do sus­pen­di­da eter­na­men­te entre tus espe­ran­zas y el cie­lo?

No que­rría, aún cuan­do pudie­se, ence­rrar hoy en estas pági­nas el recuer­do de mis pri­me­ros años de inefa­ble mise­ria y de irre­mi­si­ble cri­men. Este perío­do recien­te de mi vida ha lle­ga­do repen­ti­na­men­te a una altu­ra de infa­mia de la cual quie­ro sim­ple­men­te deter­mi­nar el ori­gen. Este es por el momen­to mi solo fin. Los hom­bres, en gene­ral, sue­len ser viles por gra­dos. Pero yo, toda vir­tud se des­pren­dió de mí en un minu­to, de un solo gol­pe, como una capa.

De una per­ver­si­dad rela­ti­va­men­te ordi­na­ria he pasa­do, por un paso de gigan­te, a las enor­mi­da­des más que helio­gá­ba­las. Per­mi­tid­me con­tar de corri­do qué lan­ce, qué úni­co acci­den­te ha aca­rrea­do esta mal­di­ción. La muer­te se apro­xi­ma, y la som­bra que la pre­ce­de ha arro­ja­do una influen­cia cal­man­te sobre mi cora­zón. Sus­pi­ro pasan­do a tra­vés del som­brío valle de la sim­pa­tía, de la com­pa­sión de mis seme­jan­tes. Que­rría per­sua­dir­les que he sido en algún modo el escla­vo de cir­cuns­tan­cias que desa­fían a toda crí­ti­ca huma­na. Desea­ría que des­cu­brie­sen en mí los deta­lles que voy a dar­les, algún peque­ño oasis de fata­li­dad en un Saha­ra col­ma­do de erro­res. Yo que­rría que me otor­ga­sen lo que no pue­den rehu­sar de otor­gar, que aun­que este mun­do haya cono­ci­do gran­des ten­ta­cio­nes, nun­ca el hom­bre ha sido has­ta aquí ten­ta­do de esta mane­ra, y cier­ta­men­te, nun­ca ha sucum­bi­do de este modo. ¿Es, pues, por esto, por lo que no ha cono­ci­do nun­ca sufri­mien­tos igua­les? ¿En ver­dad no he vivi­do yo en un sue­ño? ¿Es que yo no mue­ro, víc­ti­ma del horror y del mis­te­rio de las más extra­ñas de todas las visio­nes sublu­na­res?

Soy el des­cen­dien­te de una raza que se ha dis­tin­gui­do en todo tiem­po por un tem­pe­ra­men­to ima­gi­na­ti­vo y fácil­men­te exci­ta­ble, y en mi pri­me­ra infan­cia pro­bé que había here­da­do ple­na­men­te el carác­ter de fami­lia. Cuan­do avan­cé en edad, este carác­ter se dibu­jó más fuer­te­men­te y lle­gué a ser, por mil razo­nes, una cau­sa de seria inquie­tud para mis ami­gos y de indu­da­ble detri­men­to para mí mis­mo. Me hice volun­ta­rio­so, afi­cio­na­do a los capri­chos más sal­va­jes. Fui la pre­sa de las más indo­ma­bles pasio­nes.

Mis parien­tes, que eran de espí­ri­tu apo­ca­do y que se veían ator­men­ta­dos por los defec­tos cons­ti­tu­cio­na­les de mi natu­ra­le­za, no podían hacer gran cosa para dete­ner las malas ten­den­cias que me dis­tin­guían. Hicie­ron, por su par­te, algu­nas ten­ta­ti­vas — débi­les, mal diri­gi­das — que se frus­tra­ron por com­ple­to y ter­mi­na­ron cola­bo­ran­do en mi triun­fo com­ple­to. Des­de aquel ins­tan­te, mi capri­cho fue la ley domés­ti­ca, y a una edad en que pocos niños han deja­do los anda­do­res, que­dé aban­do­na­do a mi libre albe­drío y lle­gué a ser el due­ño de todas mis accio­nes, excep­to de nom­bre.

Mis pri­me­ras impre­sio­nes de la vida de esco­lar están liga­das a una gran­de y extra­va­gan­te casa del tiem­po de Isa­bel, en una som­bría aldea de Ingla­te­rra ador­na­da por nume­ro­sos árbo­les nudo­sos y gigan­tes­cos, y en la que todas las casas eran de una remo­tí­si­ma anti­güe­dad. En ver­dad, era un lugar que seme­ja­ba un sue­ño, y nada mejor para encan­tar al alma que esta vene­ra­ble ciu­dad anti­gua. En este mis­mo momen­to sien­to en mi men­te el susu­rro refri­ge­ran­te de sus ave­ni­das pro­fun­da­men­te som­brías; res­pi­ro la ema­na­ción de sus mil sotos y me estre­mez­co aún, con inde­fi­ni­ble volup­tuo­si­dad, a la pro­fun­da y sor­da nota de la cam­pa­na des­ga­rran­do a cada hora, con rugi­do súbi­to y moro­so, la quie­tud de la oscu­ra atmós­fe­ra en la cual se exce­día dur­mien­do el cam­pa­na­rio góti­co eri­za­do de picos.

Tal vez encuen­tro tan­to pla­cer — como me es dado expe­ri­men­tar en este momen­to — dis­tra­yen­do mi pen­sa­mien­to con estos recuer­dos minu­cio­sos de la escue­la y sus ilu­sio­nes. Hun­di­do en la des­gra­cia como estoy, ¡ay de mí! ¡Es dema­sia­do, ved! Se me per­do­na­rá el bus­car un ali­vio, bien cor­to y lige­ro, en estos pue­ri­les y diva­ga­do­res deta­lles. Ade­más, aun­que abso­lu­ta­men­te vul­ga­res y risi­bles por sí mis­mos, toman en mi ima­gi­na­ción una impor­tan­cia cir­cuns­tan­cial, a cau­sa de su ínti­ma cone­xión con los luga­res y la épo­ca en que dis­tin­guí los pri­me­ros pre­lu­dios ambi­guos del des­tino, que des­de enton­ces me han envuel­to tan pro­fun­da­men­te en su som­bra. Dejad­me, pues, recor­dar.

Ya he dicho que el edi­fi­cio era anti­guo o irre­gu­lar. La pro­pie­dad era gran­de, y un alto y sóli­do muro de ladri­llos, coro­na­do de una capa de mez­cla y vidrio rotos, for­ma­ba el cir­cui­to. Esta mura­lla dig­na de una pri­sión for­ma­ba el lími­te de nues­tro domi­nio. Nues­tras mira­das no lo tras­pa­sa­ban más que tres veces por sema­na: una vez cada sába­do, a las doce, cuan­do, acom­pa­ña­dos por dos ins­pec­to­res, se nos per­mi­tía dar cor­tos paseos en comu­ni­dad por la cam­pi­ña veci­na; y dos veces el domin­go, cuan­do íba­mos, con la regu­la­ri­dad de las tro­pas en la para­da, a asis­tir a los ofi­cios reli­gio­sos de la tar­de y de la maña­na en la úni­ca igle­sia de la villa. El rec­tor de nues­tro cole­gio era pas­tor de esta igle­sia. ¡Con qué pro­fun­do sen­ti­mien­to de admi­ra­ción y de per­ple­ji­dad me había acos­tum­bra­do a con­tem­plar­le, des­de nues­tro ban­co escon­di­do en la tri­bu­na, cuan­do subía al pul­pi­to con paso len­to y solem­ne! No pudie­ra creer­se que esta per­so­na vene­ra­ble, de ros­tro tan modes­to y tan benigno, de ves­ti­du­ra tan lus­tro­sa y tan cle­ri­cal­men­te ondean­te, de pelu­ca tan escru­pu­lo­sa­men­te empol­va­da, tan ergui­do, tan arro­gan­te, podía ser el mis­mo hom­bre que hacía un ins­tan­te, con ros­tro agrio y con ves­ti­dos man­cha­dos de taba­co, hacía cum­plir, féru­la en mano, las dra­co­nia­nas leyes de la escue­la. ¡Oh! Gigan­tes­ca para­do­ja, cuya mons­truo­si­dad exclu­ye toda solu­ción.

En un ángu­lo del maci­zo muro recli­na­ba una puer­ta aún más maci­za, cerra­da sóli­da­men­te, pla­ga­da de cerro­jos, y abra­za­da por un mato­rral de vie­jas herra­du­ras den­ta­das. ¡Qué pro­fun­das sen­sa­cio­nes de tris­te­za ins­pi­ra­ba! Nun­ca se abría más que para las tres sali­das y entra­das perió­di­cas de las que he habla­do; y, enton­ces, en cada cas­ta­ñe­teo de sus robus­tos goz­nes, encon­trá­ba­mos una ple­ni­tud de mis­te­rio, todo un mun­do de obser­va­cio­nes solem­nes o de medi­ta­cio­nes más solem­nes toda­vía.

El vas­to recin­to tenía una for­ma irre­gu­lar y esta­ba divi­di­do en muchas par­tes, de las cua­les tres ó cua­tro de las mayo­res cons­ti­tuían el patio de recrea­ción. Esta­ba llano y cubier­to de menu­da y áspe­ra are­na. Recuer­do bien que no había en ella ni ban­cos, ni árbo­les, ni cosa que se le pare­cie­se. Esta­ba situa­do natu­ral­men­te tras del edi­fi­cio. Ante la facha­da se exten­día un jar­din­ci­to, plan­ta­do de bojes y otros arbus­tos, pero no pene­trá­ba­mos en este sagra­do oasis más que en rarí­si­mas oca­sio­nes, tales como duran­te la pri­me­ra entra­da en el cole­gio o en la par­ti­da últi­ma. O, tal vez, cuan­do un ami­go o un parien­te, habién­do­nos hecho lla­mar, nos per­mi­tía con su mero lla­ma­do el usar­lo ale­gre­men­te como el camino hacia la casa pater­na, en las vaca­cio­nes de Navi­dad o en las de San Juan.

Pero la casa, ¡qué curio­sa mues­tra de edi­fi­cio anti­guo! ¡qué ver­da­de­ro pala­cio encan­ta­do para mí! Era difí­cil, en cual­quier momen­to dado, decir con cer­te­za si se encon­tra­ba uno en el pri­me­ro o en el segun­do piso. De una a otra habi­ta­ción se esta­ba siem­pre segu­ro de encon­trar tres o cua­tro esca­lo­nes que subir o que bajar. Lue­go, las sub­di­vi­sio­nes late­ra­les eran innu­me­ra­bles, incon­ce­bi­bles, vol­vién­do­se y revol­vién­do­se tan bien sobre sí mis­mas que nues­tras más exac­tas ideas rela­ti­vas al con­jun­to del edi­fi­cio no eran muy dis­tin­tas de las que usá­ba­mos para con­si­de­rar el infi­ni­to. En los cin­co años de resi­den­cia no he sido nun­ca capaz de deter­mi­nar con pre­ci­sión en qué lugar lejano esta­ba situa­do el peque­ño dor­mi­to­rio que se me había sido seña­la­do en com­pa­ñía de otros die­cio­cho o vein­te estu­dian­tes.

La sala de estu­dio era la más gran­de de toda la casa, y aún del mun­do ente­ro, al menos yo, no podía menos que con­cep­tuar­la así. Era muy lar­ga, muy estre­cha, y lúgu­bre­men­te baja, con ven­ta­nas en oji­va y un cie­lo raso de made­ra. En un ángu­lo sepa­ra­do, de don­de ema­na­ba el terror, había un cua­dra­do recin­to de ocho o diez pies, repre­sen­tan­do el sanc­tum de nues­tro rec­tor, el vene­ra­ble Bramby, duran­te las horas de estu­dio. Era de sóli­da cons­truc­ción, con una maci­za puer­ta. Antes que abrir­la en ausen­cia del dómi­ne, hubié­ra­mos pre­fe­ri­do morir con ago­nía fuer­te y cruel. En los otros dos ángu­los había otras dos cel­das aná­lo­gas, obje­tos de una vene­ra­ción mucho menor, es cier­to, pero siem­pre ins­pi­ran­do un terror bas­tan­te con­si­de­ra­ble: una era la cáte­dra del maes­tro de huma­ni­da­des y la otra la del maes­tro de inglés y mate­má­ti­cas. Des­pa­rra­ma­dos en medio de la sala innu­me­ra­bles ban­cos y pupi­tres, espan­to­sa­men­te car­ga­dos de libros man­cha­dos por los dedos, cru­zán­do­se en una irre­gu­la­ri­dad ili­mi­ta­da, negros, vie­jos, des­trui­dos por el tiem­po, y tam­bién cica­tri­za­dos de letras ini­cia­les, de nom­bres ente­ros, de gro­tes­cas figu­ras y obras nume­ro­sas del cor­ta­plu­mas, que habían per­di­do amplia­men­te lo esca­so de ori­gi­na­li­dad de for­mas que les había sido dada en días muy leja­nos. A una extre­mi­dad de la sala había una enor­me tina­ja lle­na de agua, y a la otra un reloj de dimen­sio­nes pro­di­gio­sas.

Ence­rra­do en los maci­zos muros de esta vene­ra­ble escue­la, pasó sin fas­ti­dio y sin tris­te­za los años del ter­cer lus­tro de mi vida. La fecun­da ima­gi­na­ción de la infan­cia no exi­ge un mun­do exte­rior de inci­den­tes para ocu­par­se o diver­tir­se, y la mono­to­nía, lúgu­bre en apa­rien­cia, de la escue­la, abun­da­ba en exci­ta­cio­nes más inten­sas que todas aque­llas que mi juven­tud más madu­ra ha pedi­do al delei­te o mi viri­li­dad al cri­men. Con todo eso, debo creer que mi pri­mer des­en­vol­vi­mien­to inte­lec­tual fue, en gran par­te, poco ordi­na­rio y aún des­arre­gla­do. En gene­ral, los acon­te­ci­mien­tos de la edad infan­til no dejan sobre el hom­bre, lle­ga­do a la edad madu­ra, una impre­sión bien defi­ni­da. Todo es par­dus­ca som­bra, débil o irre­gu­lar recuer­do; un regis­tro con­fu­so de peque­ños pla­ce­res y de dolo­res fan­tas­ma­gó­ri­cos. Para mí no es así. Pre­ci­so es que haya sen­ti­do en mi infan­cia, con la ener­gía de un hom­bre for­ma­do, todo esto que encuen­tro hoy afe­rra­do en mi memo­ria en letras tan vivas, tan pro­fun­das, tan dura­de­ras como las ins­crip­cio­nes de las meda­llas car­ta­gi­ne­sas.

Y sin embar­go, en reali­dad, bajo el pun­to de vis­ta ordi­na­rio, había allí pocas cosas para exci­tar el recuer­do. El madru­gar, el acos­tar­se, las lec­cio­nes que apren­der, las reci­ta­cio­nes, las semi-huel­gas perió­di­cas y los paseos, el patio de recrea­ción con sus dispu­tas, sus jue­gos, sus intri­gas, y todo esto por una magia físi­ca, des­co­no­ci­da, que con­te­nía en sí un des­bor­da­mien­to de sen­sa­cio­nes, un mun­do rico de inci­den­tes, un uni­ver­so de emo­cio­nes varia­das, y osci­ta­cio­nes de lo más apa­sio­na­das y embria­ga­do­ras. ¡Oh! ¡Qué buen siglo es este siglo de hie­rro!

En reali­dad, mi ardien­te natu­ra­le­za, entu­sias­ta, impe­rio­sa, bien pron­to hizo de mí un carác­ter seña­la­do entre mis cama­ra­das, y poco a poco, natu­ral­men­te, me dio una ven­ta­ja sobre todos los que no eran mayo­res que yo, sobre todos pero excep­tuan­do a uno. Era este un cole­gial que, sin nin­gún paren­tes­co con­mi­go, lle­va­ba el mis­mo nom­bre de bau­tis­mo y el mis­mo ape­lli­do de fami­lia. Era una cir­cuns­tan­cia poco nota­ble en sí, por­que mi ape­lli­do, no obs­tan­te la noble­za de mi ori­gen, era uno de estos ape­lli­dos vul­ga­res que pare­cen ser de tiem­po inme­mo­rial y, por dere­cho de pres­crip­ción, la pro­pie­dad común del vul­go. En esta rela­ción, me he dado el nom­bre de William Wil­son, nom­bre fic­ti­cio que no está muy dis­tan­te del ver­da­de­ro. Mi homó­ni­mo era el úni­co entre los que, de acuer­do con la dia­léc­ti­ca esco­lar, com­po­nían nues­tra cla­se, que se atre­vía a riva­li­zar con­mi­go en los estu­dios del cole­gio, en los jue­gos, y en las dispu­tas del recreo, rehu­sar una cie­ga creen­cia a mis aser­tos y una com­ple­ta sumi­sión a mi volun­tad, o, en una pala­bra, con­tra­riar mi dic­ta­du­ra en todos los casos posi­bles. Si algu­na vez ha habi­do un des­po­tis­mo supre­mo y sin reser­va, este es el des­po­tis­mo de un niño de talen­to sobre las almas menos enér­gi­cas de sus cama­ra­das.

La rebe­lión de Wil­son era para mí la fuen­te del más gran­de dis­gus­to. Aún con la fan­fa­rro­na­da con que me había hecho el deber de tra­tar­le públi­ca­men­te, a él y a sus pre­ten­sio­nes, sen­tía yo en el fon­do que le temía y que no podía abs­te­ner­me de con­si­de­rar la igual­dad que tan fácil­men­te man­te­nía fren­te a mí, como pro­ban­do una supe­rio­ri­dad ver­da­de­ra, pues­to que hacía por mi par­te esfuer­zos supre­mos para no ser domi­na­do. Sin embar­go, esta supe­rio­ri­dad o, más bien, esta igual­dad, no esta­ba reco­no­ci­da real­men­te más que por mí mis­mo. Mis cama­ra­das, por una inex­pli­ca­ble cegue­dad, no pare­cían ni siquie­ra adi­vi­nar­la. Y — cier­ta­men­te — su riva­li­dad, su resis­ten­cia, y, par­ti­cu­lar­men­te, su imper­ti­nen­te o indi­ges­ta inter­ven­ción en todos mis desig­nios no eran más que una inten­ción pri­va­da.

Él pare­cía igual­men­te des­aper­ci­bi­do de la ambi­ción que me arras­tra­ba a domi­nar y de la apa­sio­na­da ener­gía que me sumi­nis­tra­ba los medios. Se le hubie­ra podi­do creer, en esta riva­li­dad diri­gi­da úni­ca­men­te por un deseo fan­tás­ti­co de con­tra­rres­tar­me, de asom­brar­me, de mor­ti­fi­car­me; bien que había casos en que yo no podía menos que notar, con una con­fu­sa sen­sa­ción de atur­di­mien­to, de humi­lla­ción, y de cóle­ra, que mez­cla­ba a sus ultra­jes, a sus imper­ti­nen­cias, y a sus con­tra­dic­cio­nes, las cua­les eran cier­tas mues­tras de afec­to de lo más intem­pes­ti­vas, y segu­ra­men­te de lo más enfa­do­sas del mun­do. No podía yo dar­me cuen­ta de tan extra­ña con­duc­ta, que, supo­nién­do­la el resul­ta­do de una per­fec­ta sufi­cien­cia, le per­mi­tía el tono vul­gar del patro­ci­nio y de la pro­tec­ción.

Qui­zás fue­ra este últi­mo ras­go de la con­duc­ta de Wil­son, quien, uni­do a nues­tra cali­dad de homó­ni­mos y al hecho pura­men­te acci­den­tal de nues­tra entra­da simul­tá­nea en el cole­gio, lo que hizo trans­mi­tir entre nues­tros con­dis­cí­pu­los de las cla­ses supe­rio­res la opi­nión de que éra­mos her­ma­nos. Habi­tual­men­te, no se infor­man con mucha exac­ti­tud de los nego­cios de los más jóve­nes.

Ya he dicho, o he debi­do decir, que Wil­son no esta­ba — ni aún en el gra­do más lejano — empa­ren­ta­do con mi fami­lia. Pero, segu­ra­men­te, si hubié­ra­mos sido her­ma­nos, habría­mos sido geme­los, por­que des­pués de haber aban­do­na­do la casa del doc­tor Bramby, he sabi­do por aca­so que mi homó­ni­mo había naci­do el 19 de enero de 1813, y esta es una coin­ci­den­cia bas­tan­te nota­ble, por­que ese día es pre­ci­sa­men­te el de mi naci­mien­to.

Extra­ño pue­de pare­cer que, en des­pe­cho de la con­ti­nua ansie­dad que me cau­sa­ba la riva­li­dad de Wil­son y por su inso­por­ta­ble espí­ri­tu de con­tra­dic­ción, no fue­se yo arras­tra­do a odiar­le mor­tal­men­te. Tenía­mos casi todos los días una dispu­ta, en la cual, con­ce­dién­do­me públi­ca­men­te la pal­ma de la vic­to­ria, se esfor­za­ba de algún modo a hacer­me sen­tir que era él quien la había mere­ci­do. Sin embar­go, por un sen­ti­mien­to de orgu­llo de mi par­te, y de la suya una ver­da­de­ra dig­ni­dad, siem­pre nos man­te­nía­mos en tér­mi­nos de estric­ta con­ve­nien­cia, al mis­mo tiem­po que él tenía pun­tos bas­tan­te nume­ro­sos de con­for­mi­dad en nues­tros carac­te­res para des­per­tar en mí un sen­ti­mien­to de que nues­tra res­pec­ti­va situa­ción, tal vez, impe­día que lle­ga­se ésta a madu­rar en amis­tad.

En ver­dad, me es difí­cil defi­nir, o aún des­cri­bir, mis ver­da­de­ros sen­ti­mien­tos acer­ca de él, pues for­ma­ban una amal­ga­ma abi­ga­rra­da y hete­ro­gé­nea; una petu­lan­te ani­mo­si­dad que no había lle­ga­do aun al odio, una esti­ma­ción que no había lle­ga­do al res­pe­to; un gran temor y una inmen­sa e inquie­ta curio­si­dad. Es super­fluo aña­dir para el mora­lis­ta que Wil­son y yo éra­mos los más inse­pa­ra­bles cama­ra­das.

Fue sin duda la ano­ma­lía y la ambi­güe­dad de nues­tras rela­cio­nes la que vació todos mis ata­ques con­tra él, y estos, sean ya fran­cos o disi­mu­la­dos, eran nume­ro­sos en el mol­de de la iro­nía y de la cari­ca­tu­ra (la bufo­ne­ría no cau­sa exce­len­tes heri­das) antes que en una hos­ti­li­dad más seria y más deter­mi­na­da. Pero mis esfuer­zos sobre este pun­to no obte­nían regu­lar­men­te un triun­fo com­ple­to, aún cuan­do mis pla­nes esta­ban lo más inge­nio­sa­men­te ima­gi­na­dos, por­que mi homó­ni­mo tenía en su carác­ter mucho de esta aus­te­ri­dad lle­na de reser­va y de cal­ma, que, al gozar de la mor­de­du­ra de sus pro­pias bur­las, no mues­tra jamás el talón de Aqui­les y se libra abso­lu­ta­men­te del ridícu­lo. No podía hallar en él más que un solo pun­to vul­ne­ra­ble, y este era en un deta­lle físi­co, que, pro­vi­nien­do tal vez de una fla­que­za cons­ti­tu­cio­nal, hubie­ra sido des­pre­cia­do por todo anta­go­nis­ta menos encar­ni­za­do a sus fines que yo. Mi rival tenía una debi­li­dad en el apa­ra­to vocal que le impe­día siem­pre ele­var la voz más allá de un cuchi­cheo muy bajo. No me des­cui­da­ba en sacar de esta imper­fec­cion todo el pobre par­ti­do que esta­ba en mi mano.

Las repre­sa­lias de Wil­son eran de más de un géne­ro, y tenían una espe­cie de mali­cia que me inquie­ta­ba des­me­di­da­men­te. Como tuvo al prin­ci­pio la saga­ci­dad de des­cu­brir que una cosa bas­tan­te peque­ña podía vejar­me, esta es una cues­tión que no he podi­do nun­ca resol­ver, mas una vez que la hubo des­cu­bier­to, prac­ti­có obs­ti­na­da­men­te esta tor­tu­ra.

Yo siem­pre esta­ba lleno de aver­sión hacia mi des­gra­cia­do nom­bre de fami­lia, tan sin ele­gan­cia, y con­tra mi pro­nom­bre, tan tri­vial sino del todo ple­be­yo. Estas síla­bas eran un veneno para mis oídos, y cuan­do el mis­mo día de mi entra­da un segun­do William Wil­son se pre­sen­tó en el cole­gio — quie­ro deno­mi­nar­le de esa mane­ra — me dis­gus­ta­ba doble­men­te el nom­bre por­que un extra­ño lo lle­va­ba, un extra­ño que sería cau­sa que lo oye­se pro­nun­ciar con dobla­da fre­cuen­cia, que cons­tan­te­men­te esta­ría en pre­sen­cia mía, y cuyos asun­tos, en el cur­so ordi­na­rio de las cosas del cole­gio, esta­rían fre­cuen­te e inevi­ta­ble­men­te, por razón de esta coin­ci­den­cia detes­ta­ble, con­fun­di­dos con los míos.

El sen­ti­mien­to de irri­ta­ción naci­da de este acci­den­te se hizo más vivo a cada cir­cuns­tan­cia que ten­día a poner de mani­fies­to toda la seme­jan­za moral o físi­ca entre mi rival y yo. No había des­cu­bier­to aún esta nota­bi­lí­si­ma pari­dad en nues­tra edad, pero veía que éra­mos de la mis­ma esta­tu­ra, y nota­ba que aún había una sin­gu­lar seme­jan­za en nues­tra fiso­no­mía gene­ral y en nues­tras accio­nes.

Me deses­pe­ra­ba igual­men­te la voz que corría sobre nues­tro paren­tes­co y que gene­ral­men­te halla­ba eco en las cla­ses supe­rio­res. En una pala­bra, nada podía irri­tar­me más seria­men­te (aun­que ocul­ta­ba con el mayor cui­da­do toda mues­tra de esta irri­ta­ción) que una alu­sión cual­quie­ra a nues­tra seme­jan­za, rela­ti­va al espí­ri­tu, a el indi­vi­duo, o al naci­mien­to; pero real­men­te no tenía razón algu­na para creer que esta seme­jan­za (a excep­ción de la idea del paren­tes­co y de todo lo de Wil­son mis­mo) hubie­se sido nun­ca un moti­vo de comen­ta­rio aún nota­do por nues­tros com­pa­ñe­ros de cla­se. Que él lo obser­va­se bajo toda sus fases, y con tan­to cui­da­do como yo mis­mo, era segu­ro; pero que él hubie­ra podi­do des­cu­brir en seme­jan­tes cir­cuns­tan­cias una mina tan rica de con­tra­rie­da­des, no pue­do atri­buir­lo, como ya he dicho, más que a su pene­tra­ción extra­or­di­na­ria.

Se me pre­sen­ta­ba con una per­fec­ta imi­ta­ción de mí mis­mo, en gus­tos y pala­bras, y repre­sen­ta­ba admi­ra­ble­men­te su papel. Mi ves­ti­do era cosa fácil de copiar. Mis movi­mien­tos y mi con­ti­nen­te en gene­ral sin difi­cul­tad se los había apro­pia­do. En des­pe­cho de su fal­ta cons­ti­tu­cio­nal, mi mis­ma voz no se le había esca­pa­do. Natu­ral­men­te no la ensa­ya­ba en los tonos ele­va­dos, pero la cla­ve era idén­ti­ca, y su voz, siem­pre que habla­ba bajo, era el eco per­fec­to de la mía. A qué pun­to este curio­so retra­to (por­que no pue­do pro­pia­men­te lla­mar­lo cari­ca­tu­ra) me ator­men­ta­ba, no tra­ta­ré de decir­lo. No tenía más que un con­sue­lo, y era que la imi­ta­ción, según me pare­cía, no era nota­da más que por mí mis­mo, y que sim­ple­men­te tenía que sopor­tar con pacien­cia las son­ri­sas mis­te­rio­sas y extra­ña­men­te sar­cás­ti­cas de mi homó­ni­mo. Satis­fe­cho de haber pro­du­ci­do sobre mi cora­zón el ape­te­ci­do efec­to, pare­cía rego­ci­jar­se secre­ta­men­te de la pan­za­da que me había dado, y mos­trar­se sin­gu­lar­men­te des­de­ño­so a los públi­cos aplau­sos que el éxi­to de su inge­nio le hubie­ran con­quis­ta­do fácil­men­te. ¿Cómo nues­tros cama­ra­das no adi­vi­na­ban su desig­nio, no lo veían pues­to en obra, y no par­ti­ci­pa­ban de su bur­lo­na ale­gría? Esto fue duran­te muchos meses de inquie­tud un enig­ma indes­ci­fra­ble para mí.

Qui­zás la gra­dual len­ti­tud de su imi­ta­ción la hicie­se menos visi­ble, o más bien debía yo mi tran­qui­li­dad a la apa­rien­cia de maes­tría que toma­ba tan per­fec­ta­men­te el copis­ta, que des­de­ña­ba el esti­lo, todo lo que los espí­ri­tus obtu­sos pue­den com­pren­der fácil­men­te en la pin­tu­ra, no limi­tán­do­se más que al per­fec­to espí­ri­tu del ori­gi­nal, para mi mayor admi­ra­ción y dis­gus­to per­so­nal.

He habla­do muchas veces del aire irri­tan­te de pro­tec­ción que había toma­do con­mi­go, y de su fre­cuen­te y ofi­cio­sa inter­ven­ción en mi volun­tad. Esta inter­ven­ción toma­ba habi­tual­men­te el carác­ter enfa­do­so de un con­se­jo, con­se­jo que no era dado abier­ta­men­te, sino suge­ri­do, insi­nua­do. Yo lo reci­bía con una repug­nan­cia que cre­cía a medi­da que cre­cía en edad. Sin embar­go, en esta épo­ca ya leja­na, quie­ro hacer la estric­ta jus­ti­cia de reco­no­cer que no recuer­do un solo caso en que las suges­tio­nes de mi rival hubie­sen par­ti­ci­pa­do de este carác­ter de horror o de locu­ra, tan natu­ral en su edad, gene­ral­men­te des­nu­da de madu­rez y de expe­rien­cia; que su sen­ti­do moral, sino ya su talen­to y su pru­den­cia, eran mucho más bue­nos que los míos; y que yo seria un hom­bre mejor y, por con­si­guien­te, más dicho­so, si hubie­ra dese­cha­do menos repen­ti­na­men­te los con­se­jos inclui­dos en estos cuchi­cheos sig­ni­fi­ca­ti­vos que no me ins­pi­ra­ban enton­ces más que un odio tan cor­dial y des­pre­cio tan amar­go.

Así yo lle­gué a ser, con el tiem­po, exce­si­va­men­te rebel­de a su odio­sa vigi­lan­cia, y detes­ta­ba cada día más abier­ta­men­te lo que mira­ba como una into­le­ra­ble arro­gan­cia. He dicho que en los pri­me­ros años de nues­tras rela­cio­nes mis sen­ti­mien­tos para con él hubie­ran fácil­men­te dege­ne­ra­do en amis­tad, pero duran­te los últi­mos meses de mi estan­cia en el cole­gio, aun­que la impor­tu­ni­dad de sus mane­ras habi­tua­les sin duda fue dis­mi­nui­da en mucha par­te, sin sen­ti­mien­tos y en una pro­por­ción casi seme­jan­te me habían incli­na­do hacia un odio posi­ti­vo. Lo cono­ció en cier­ta cir­cuns­tan­cia, y des­de enton­ces evi­tó mi pre­sen­cia o afec­tó evi­tar­la.

Esto suce­dió casi en la mis­ma épo­ca, si bien recuer­do, en que en un alter­ca­do vio­len­to que con él tuve, en que hubo per­di­do su habi­tual reser­va, y habla­ba y accio­na­ba con una impe­tuo­si­dad casi extra­ña a su natu­ra­le­za, des­cu­brí, o ima­gi­né des­cu­brir, en su acen­to, en su aire, en su fiso­no­mía en gene­ral, algo que me hizo estre­me­cer al prin­ci­pio, y que des­pués me intere­só pro­fun­da­men­te, hacien­do nacer en mi alma oscu­ras visio­nes de mi pri­me­ra infan­cia, extra­ños recuer­dos, con­fun­di­dos, pren­sa­dos, de un tiem­po en que mi memo­ria aún no recor­da­ba nada. No sabré defi­nir mejor la sen­sa­ción que me opri­mía que dicien­do que me era difí­cil des­em­ba­ra­zar­me de la idea que ya había cono­ci­do estar colo­ca­da ante mí, en una épo­ca muy anti­gua, en un pasa­do extra­or­di­na­ria­men­te remo­to. Esta ilu­sión, sin embar­go, se des­va­ne­ció con tan­ta rapi­dez como me había asal­ta­do, y yo no me ocu­po de ella más que para seña­lar el día de la últi­ma plá­ti­ca que tuve con mi sin­gu­lar homó­ni­mo.

La anti­gua y gran casa, en sus innu­me­ra­bles sub­di­vi­sio­nes, com­pren­día muchas gran­des habi­ta­cio­nes que se comu­ni­ca­ban entre sí y ser­vían de dor­mi­to­rio al mayor núme­ro de estu­dian­tes. Había, natu­ral­men­te, y como no podía menos de suce­der en un edi­fi­cio tan mala­men­te tra­za­do, una por­ción de vuel­tas y revuel­tas y pun­tas y des­per­di­cios de la cons­truc­ción que el inge­nio eco­no­mis­ta del doc­tor Bransby había trans­for­ma­do igual­men­te en dor­mi­to­rios. Pero como éstos no eran más que peque­ños gabi­ne­tes, no podían ser­vir más que a un solo indi­vi­duo. Una de estas peque­ñas pie­zas esta­ba ocu­pa­da por Wil­son.

Una noche, hacia el fin de mi quin­to año de cole­gio, o inme­dia­ta­men­te des­pués del alter­ca­do del que ya he hecho men­ción, apro­ve­chán­do­me de que todo el mun­do esta­ba entre­ga­do al sue­ño, me levan­té de mi lecho y, con una lám­pa­ra en la mano, me des­li­cé a tra­vés de un labe­rin­to de estre­chos pasi­llos des­de mi dor­mi­to­rio al de mi rival. Había maqui­na­do lar­ga­men­te a su cos­ta una de estas rui­nes bur­las, una de estas mali­cias en las cua­les había tan com­ple­ta­men­te fra­ca­sa­do has­ta enton­ces. Tenia el pen­sa­mien­to de poner mi plan en eje­cu­ción y resol­ví hacer­le sen­tir toda la fuer­za del encono del que esta­ba lleno mi pecho.

Al lle­gar a su gabi­ne­te, entré en él sin hacer rui­do, dejan­do mi lám­pa­ra en la puer­ta con un tra­ga­luz enci­ma. Avan­cé un poco y escu­ché el rui­do de su tran­qui­la res­pi­ra­ción. Cier­ta­men­te esta­ba com­ple­ta­men­te dor­mi­do. Vol­ví a la puer­ta, tomé mi lám­pa­ra, y me apro­xi­mé nue­va­men­te al lecho. Esta­ban cerra­das las cor­ti­nas. Las abrí dul­ce y len­ta­men­te para poner en eje­cu­ción mi plan, pero una luz viva cayó de lleno sobre el dor­mi­do y al mis­mo tiem­po mis ojos se cla­va­ron en su fiso­no­mía. Miré y un estu­por, una sen­sa­ción de hie­lo, pene­tra­ron ins­tan­tá­nea­men­te todo mi ser. Mi cora­zón pal­pi­tó, mis pier­nas vaci­la­ron, toda mi alma fue pre­sa de un into­le­ra­ble e inex­pli­ca­ble horror.

Res­pi­ré con­vul­si­va­men­te y acer­qué más la lám­pa­ra a su ros­tro. Eran aque­llas . . . eran aque­llas cier­ta­men­te las fac­cio­nes de William Wil­son. Veía cla­ra­men­te que eran sus fac­cio­nes y más tem­bla­ba, como pre­sa de un acce­so de fie­bre, ima­gi­nán­do­me que las suyas no fue­sen. ¿Qué había, pues, en ellas que pudie­ran con­fun­dir­me has­ta este pun­to? Lo con­tem­pla­ba, y mi cere­bro se retor­cía bajo el peso de mil pen­sa­mien­tos incohe­ren­tes. No se me apa­re­cía así, no cier­ta­men­te, no se me apa­re­cía de tal modo en las acti­vas horas en que esta­ba des­pier­to. ¡El mis­mo nom­bre, las mis­mas fac­cio­nes, entra­dos en el mis­mo día en el cole­gio! ¡Y lue­go, esta indi­ges­ta e inex­pli­ca­ble imi­ta­ción de mis movi­mien­tos, de mi voz, de mis ves­ti­dos y de mis mane­ras! ¿Esta­ba, en ver­dad, en los lími­tes de la posi­bi­li­dad huma­na que lo que yo veía enton­ces fue­se el sim­ple resul­ta­do de esta cos­tum­bre de imi­ta­ción carac­te­rís­ti­ca? Eri­za­do de espan­to, pre­so de terror, apa­gué la lám­pa­ra, salí silen­cio­sa­men­te de la habi­ta­cion, y aban­do­né feliz­men­te el recin­to del cole­gio para nun­ca más vol­ver a él.

Des­pués del tras­cur­so de algu­nos meses que pasé en casa de mis parien­tes, en la dul­ce hol­gan­za, fui pues­to en el cole­gio de Ton. Este cor­to inter­va­lo había sido sufi­cien­te para dis­mi­nuir en mí el recuer­do de los suce­sos de la escue­la del doc­tor Bramby, o al menos para obrar un nota­ble cam­bio en la natu­ra­le­za de sen­ti­mien­tos que estos recuer­dos me ins­pi­ra­ban. La reali­dad, el lado trá­gi­co, no exis­tía. Encon­tra­ba, enton­ces, algu­nos moti­vos para dudar del tes­ti­mo­nio de mis sen­ti­dos, y recor­da­ba rara vez los suce­sos sin admi­rar has­ta don­de pue­de con­du­cir la cre­du­li­dad huma­na, y sin son­reír­me por la pro­di­gio­sa fuer­za de la ima­gi­na­ción que había here­da­do de mi fami­lia. Ade­más, la vida que lle­va­ba en Ton no con­tri­buía poco a aumen­tar esta espe­cie de escep­ti­cis­mo.

El tor­be­llino de locu­ra en el que me hun­dí inme­dia­ta­men­te y sin refle­xión algu­na lo des­tru­yó todo, excep­to por la espu­ma de mis horas pasa­das, que absor­bió, de un solo gol­pe, toda impre­sión sóli­da y seria, y no dejó abso­lu­ta­men­te en mi recuer­do más que los atur­di­mien­tos de mi exis­ten­cia pre­ce­den­te.

No ten­go aho­ra inten­ción de tra­zar aquí la his­to­ria de mis mise­ra­bles des­ór­de­nes, des­ór­de­nes que desa­fia­ban toda ley y elu­dían toda vigi­lan­cia. Tres años de locu­ra, gas­ta­dos sin pro­ve­cho, no habían podi­do dar­me más que cos­tum­bres de vicio inve­te­ra­do, y habían acre­cen­ta­do de una mane­ra casi anor­mal mi des­en­vol­vi­mien­to físi­co. Un día, des­pués de una sema­na ente­ra de disi­pa­ción embru­te­ce­do­ra, invi­té a una orgia secre­ta en mi habi­ta­ción. Nos reuni­mos a una hora avan­za­da de la noche, por­que nues­tra crá­pu­la debía pro­lon­gar­se reli­gio­sa­men­te has­ta el día. El vino corría libre­men­te y como el alba empa­li­de­cía el cie­lo en el orien­te nues­tro deli­rio y nues­tras extra­va­gan­cias habían lle­ga­do a su apo­geo. Furio­sa­men­te infla­ma­do por los nai­pes y por la embria­guez, me obs­ti­na­ba en lle­var una con­ver­sa­ción extra­ña­men­te inde­cen­te cuan­do mi aten­ción fue repen­ti­na­men­te dis­traí­da por una puer­ta que se entre­abrió rápi­da­men­te y por la voz pre­ci­pi­ta­da de un cria­do. Me dijo que una per­so­na que mani­fes­ta­ba muchos deseos desea­ba hablar­me en el ves­tí­bu­lo.

Sin­gu­lar­men­te exci­ta­do por el vino, esta ines­pe­ra­da inte­rrup­ción me cau­só más pla­cer que sor­pre­sa.

Me levan­té tam­ba­leán­do­me, y en algu­nos pasos estu­ve en el ves­tí­bu­lo de la casa. En esta sala baja y estre­cha no había lám­pa­ra algu­na y no reci­bía otra luz que la del alba, suce­si­va­men­te débil, que entra­ba a tra­vés de la cim­bra­da ven­ta­na. Al poner el pie en el din­tel, dis­tin­guí la figu­ra de un joven, de mi esta­tu­ra más o menos, ves­ti­do con una bata de casi­mir cor­ta­da a últi­ma moda, como la que yo lle­va­ba en aquel momen­to. La débil cla­ri­dad me per­mi­tió ver todo esto, pero las fac­cio­nes de su cara no pude dis­tin­guir­las.

Ape­nas hube entra­do se pre­ci­pi­tó hácia mí, y cogién­do­me por el bra­zo con un ges­to impe­ra­ti­vo de impa­cien­cia, me cuchi­cheó al oído estas pala­bras: “¡William Wil­son!”

En un momen­to se des­va­ne­cie­ron los vapo­res del vino.

Había en el acen­to del extran­ge­ro, en el tem­blor ner­vio­so de su dedo, al que tenía levan­ta­do entre mis ojos y la luz, algu­na cosa que me lle­nó de un com­ple­to asom­bro, mas no era esto pre­ci­sa­men­te lo que tan vio­len­ta­men­te me había sobre­co­gi­do. Era la gra­ve­dad, la solem­ni­dad de la amo­nes­ta­ción con­te­ni­da en esa pala­bra sin­gu­lar, baja, sil­ba­do­ra; y, por enci­ma de todo, el carác­ter, el tono, la cla­ve de esas síla­bas, sim­ples, fami­lia­res, y tan mis­te­rio­sa­men­te cuchi­chea­das, que vinie­ron, con mil recuer­dos acu­mu­la­dos de pasa­dos días, a derro­car­se sobre mi alma como una des­car­ga de pila vol­tai­ca.

Aun­que este nue­vo hecho había pro­du­ci­do un efec­to muy gran­de sobre mi ima­gi­na­ción des­arre­gla­da, este efec­to, tan vivo, lle­gó a des­va­ne­cer­se pron­ta­men­te. En ver­dad, duran­te muchas sema­nas, ora me entre­ga­ba a la más aten­ta inves­ti­ga­ción, ora que­da­ba envuel­to en una nube de medi­ta­ción mór­bi­da. No tra­ta­ba de disi­mu­lar la iden­ti­dad del sin­gu­lar indi­vi­duo que se mez­cla­ba tan enfa­do­sa­men­te en mis asun­tos y me can­sa­ba con sus ofi­cio­sos con­se­jos.

Mas, ¿quién podría ser este, sino Wil­son? ¿de dón­de venia? ¿cuál era su fin? A nin­guno de estos pun­tos pude con­tes­tar satis­fac­to­ria­men­te. Yo pen­sa­ba sola­men­te, tocan­te a él, que algún acci­den­te repen­tino en su fami­lia le había hecho dejar el cole­gio del doc­tor Bramby al siguien­te día del que yo me había esca­pa­do. Pero al cabo de algún tiem­po cesé de pen­sar en esto, y mi aten­ción fue absor­bi­da com­ple­ta­men­te por un via­je pro­yec­ta­do a Oxford. Allí, per­mi­tién­do­me la vani­dad pró­di­ga de mis parien­tes tener un cos­to­so tren y entre­gar­me a mis capri­chos, al lujo ya tan desea­do por mi cora­zón, lle­gué pron­ta­men­te a riva­li­zar en pro­di­ga­li­da­des con los más sober­bios here­de­ros de los más ricos con­da­dos de la Gran Bre­ta­ña.

Fomen­ta­do el vicio por seme­jan­tes medios, mi natu­ra­le­za esta­lló con doble ardor, y en la loca embria­guez de mis crá­pu­las, piso­teé las vul­ga­res tra­bas de la decen­cia. Mas sería absur­do dete­ner­me en los deta­lles de mis extra­va­gan­cias. Bas­ta­rá decir que sobre­pu­jé a Hero­des en disi­pa­cio­nes, y dan­do nom­bre a mul­ti­tud de locu­ras des­co­no­ci­das, aña­dí un copio­so apén­di­ce al lar­go catá­lo­go de vicios que rei­na­ban por enton­ces en la uni­ver­si­dad más diso­lu­ta de Euro­pa.

Pare­ce­rá difí­cil creer que estu­vie­se tan olvi­da­do de mi ran­go de caba­lle­ro, que bus­ca­se fami­lia­ri­zar­me con los arti­fi­cios más villa­nos del juga­dor de ofi­cio, y que lle­ga­ra a ser un adep­to de esta cien­cia mise­ra­ble, y que la prac­ti­ca­se habi­tual­men­te como medio de acre­cen­tar mi for­tu­na, enor­me ya, a expen­sas de aque­llos de mis cama­ra­das cuyo carác­ter era más débil.

Y, sin embar­go, tal suce­día. Y la enor­mi­dad mis­ma de este aten­ta­do con­tra todos los sen­ti­mien­tos de dig­ni­dad y de honor era evi­den­te­men­te la prin­ci­pal, si no la sola razón, de mi impu­ni­dad. ¿Por­que quién de mis más depra­va­dos cama­ra­das no hubie­ra des­pre­cia­do el más cla­ro tes­ti­mo­nio de sus sen­ti­dos antes que sos­pe­char una con­duc­ta seme­jan­te en el ale­gre, en el fran­co, en el gene­ro­so Wil­son, el más noble y libe­ral com­pa­ñe­ro de Oxford, de aquel de cuyas locu­ras, decían sus pará­si­tos, no eran más que extra­víos de una juven­tud y una ima­gi­na­ción sin freno, cuyos erro­res no eran más que inimi­ta­bles capri­chos, los más negros vicios, una indi­fe­ren­te y sober­bia extra­va­gan­cia?

Ya habían pasa­do dos años en esta ale­gre vida cuan­do lle­gó a la uni­ver­si­dad un joven de recien­te noble­za lla­ma­do Glen­din­ning. Era rico, decía la voz públi­ca, como Hero­des Ati­cus, y uno a quien su rique­za no le había cos­ta­do tra­ba­jo alguno. Des­cu­brí jun­ta­men­te que era de débil inte­li­gen­cia, y natu­ral­men­te lo mar­qué como una exce­len­te víc­ti­ma de mis talen­tos. Le ins­ta­ba fre­cuen­te­men­te a jugar, y me apli­ca­ba, con la habi­tual astu­cia del juga­dor, a dejar­le ganar sumas con­si­de­ra­bles para enre­dar­lo más efi­caz­men­te en mis redes. En fin, estan­do mi plan bien madu­ra­do, me avis­té con él con la inten­ción bien com­bi­na­da de dar tér­mino a aque­lla empre­sa en casa de uno de nues­tros cama­ra­das, M. Pres­ton, igual­men­te ami­go de los dos, pero quien — debo hacer­le esta jus­ti­cia — no tenía la menor sos­pe­cha de mi desig­nio. Para dar a todo esto un exce­len­te color, había teni­do yo el cui­da­do de con­vi­dar a ocho o diez per­so­nas, y había pro­cu­ra­do par­ti­cu­lar­men­te que el jue­go pare­cie­se un suce­so acci­den­tal, y no die­se lugar más que a la pro­po­si­ción del frau­de que tenia en mien­tes. Para abre­viar un asun­to tan des­pre­cia­ble, no des­cui­dé nin­gu­na de esas villa­nas suti­le­zas, tan gene­ral­men­te prac­ti­ca­das en oca­sio­nes seme­jan­tes y que asom­bra que haya siem­pre gen­te tan necia que de ellas sea víc­ti­ma.

Había­mos pro­lon­ga­do nues­tra vela­da bas­tan­te entra­da la noche cuan­do obré en fin de modo que logré que­dar­me con Glen­din­ning como mi úni­co adver­sa­rio. El jue­go era mi favo­ri­to, el ecar­té.

Las otras per­so­nas de la socie­dad, intere­sa­das por las gran­dio­sas pro­por­cio­nes de nues­tro jue­go, habían deja­do sus car­tas y hacían círcu­lo a nues­tro alre­de­dor. Nues­tro par­ve­nu, a quien había hábil­men­te hos­ti­ga­do al prin­ci­pio de nues­tra soi­rée a beber en gran­de, bara­ja­ba, daba y juga­ba de una mane­ra extra­or­di­na­ria­men­te ner­vio­sa, que, pen­sé, se debía en par­te a su embria­guez, pero que no me expli­ca­ba ente­ra­men­te.

En muy poco tiem­po, había lle­ga­do a ser mi deu­dor de una fuer­te suma, cuan­do, habien­do bebi­do una gran copa de Opor­to, suce­dió jus­ta­men­te lo que yo había pre­vis­to con frial­dad: pro­pu­so doblar nues­tra apues­ta, ya alta­men­te extra­va­gan­te.

Con una feliz afec­ta­ción de resis­ten­cia, y sola­men­te des­pués que mi repul­sa reite­ra­da le hubo con­du­ci­do a pro­nun­ciar agrias pala­bras que die­ron a mi con­sen­ti­mien­to la apa­rien­cia de un pique, últi­ma­men­te yo acep­té. El resul­ta­do fue el que debía de ser: la pre­sa esta­ba com­ple­ta­men­te enre­da­da en mis redes, y en menos de una hora había cua­dru­pli­ca­do su deu­da. Des­de hacia algún tiem­po su fiso­no­mía había per­di­do la rosa­da tin­ta que le pres­ta­ba el vino. Pero enton­ces, vi con asom­bro que se había tro­ca­do en una pali­dez ver­da­de­ra­men­te temi­ble. Digo “con asom­bro” por­que había toma­do acer­ca de Glen­din­ning pro­li­jos infor­mes; se me había repre­sen­ta­do como inmen­sa­men­te rico, y las can­ti­da­des que había per­di­do has­ta enton­ces, aun­que fuer­tes real­men­te, no podían, yo lo supo­nía al menos, ator­men­tar­le seria­men­te, y toda­vía menos afec­tar­le de un modo tan vio­len­to.

La idea que se pre­sen­tó más natu­ral­men­te a mi ima­gi­na­ción fue que esta­ba atur­di­do por el vino que aca­ba­ba de beber, y, con el fin de sal­var mi honor a los ojos de mis cama­ra­das más que por un moti­vo desin­te­re­sa­do, iba a insis­tir peren­to­ria­men­te en inte­rrum­pir el jue­go, cuan­do algu­nas pala­bras pro­nun­cia­das a mi lado entre los cir­cuns­tan­tes, y una excla­ma­ción de Glen­din­ning que mani­fes­ta­ba la más com­ple­ta deses­pe­ra­ción, me hicie­ron com­pren­der que había obra­do su rui­na com­ple­ta, en tér­mi­nos que habían hecho de él un obje­to de com­pa­sión para todos, y le hubie­ran pro­te­gi­do aún con­tra los malos ofi­cios de un demo­nio.

Qué con­duc­ta hubie­se yo adop­ta­do en tal cir­cuns­tan­cia, me será difí­cil decir­lo. La deplo­ra­ble situa­ción de mi frau­de había arro­ja­do sobre todos un velo de mor­ti­fi­ca­ción y tris­te­za. Reinó un silen­cio pro­fun­do duran­te algu­nos minu­tos, duran­te el cual sen­tí, a pesar mio, her­vir mis meji­llas bajo el peso de las mira­das ardien­tes en des­pre­cio y en repro­ba­ción de los menos endu­re­ci­dos de alma de la socie­dad. Aún con­fe­sa­ré que mi cora­zón se encon­tró momen­tá­nea­men­te des­car­ga­do de un into­le­ra­ble peso de angus­tia. Las pesa­das hojas de la puer­ta de la sala se abrie­ron de par en par, de un solo gol­pe, con una impe­tuo­si­dad tan vio­len­ta y tan vigo­ro­sa que todas las bugías se apa­ga­ron como por encan­ta­mien­to. Más la luz mori­bun­da me per­mi­tió ver que un extran­je­ro había entra­do, un hom­bre casi de mi esta­tu­ra, y com­ple­ta­men­te envuel­to en una capa. En aquel momen­to las tinie­blas eran com­ple­tas y podía­mos sola­men­te sen­tir que esta­ba en medio de noso­tros. Antes que alguno de noso­tros hubie­se vuel­to del exce­si­vo asom­bro en que nos había con­du­ci­do esta vio­len­cia, oímos la voz del intru­so:

“Caba­lle­ros,” dijo el intru­so con una voz muy baja pero dis­tin­ta, con un acen­to inol­vi­da­ble que pene­tró has­ta la médu­la de mis hue­sos. “Caba­lle­ros, no tra­to de jus­ti­fi­car mi con­duc­ta, por­que obran­do así no he hecho más que cum­plir un deber. No cono­céis sin duda el ver­da­de­ro carác­ter de la per­so­na que ha gana­do esta noche una suma enor­me al ecar­té a lord Glen­din­ning. Voy a pro­po­ne­ros un medio expe­di­to y deci­si­vo para pro­cu­ra­ros cono­ci­mien­tos uti­lí­si­mos. Exa­mi­nad, os supli­co, a vues­tro gus­to, el forro de la vuel­ta de su man­ga izquier­da y algu­nos peque­ños paque­tes que se le encon­tra­rán en los bol­si­llos bas­tan­te gran­des de su bata bor­da­da.”

Mien­tras habla­ba, el silen­cio era tan pro­fun­do que se hubie­ra oído caer un alfi­ler sobre la alfom­bra. Cuan­do hubo aca­ba­do, des­apa­re­ció de impro­vi­so, tan brus­ca­men­te, como había entra­do.

Pue­do des­cri­bir . . . ¿des­cri­bi­ré mis sen­sa­cio­nes? Es pre­ci­so decir que expe­ri­men­té todos los horro­res del con­de­na­do. Tenía cier­ta­men­te poco espa­cio para refle­xio­nar. Mul­ti­tud de manos me asie­ron ruda­men­te, y se pro­cu­ró inme­dia­ta­men­te luz. Siguió a esto un reco­no­ci­mien­to. En el forro de mi man­ga se encon­tra­ron todas las figu­ras esen­cia­les del ecar­té y en los bol­si­llos de mi bata un cier­to núme­ro de bara­jas exac­ta­men­te pare­ci­das a las que nos ser­vían en nues­tras reunio­nes, con la dife­ren­cia de que las mías eran de estas que se lla­man, pro­pia­men­te, “recor­ta­das,” estan­do los triun­fos lige­ra­men­te con­ve­xos sobre los lados peque­ños, y las car­tas bajas imper­cep­ti­ble­men­te con­ve­xas sobre las gran­des. Gra­cias a esta dis­po­si­ción, el que cor­ta, como de cos­tum­bre, a lo lar­go de la bara­ja, cor­ta inva­ria­ble­men­te de modo que da un triun­fo a su adver­sa­rio, mien­tras que el grie­go, cor­tan­do por lo ancho, no dará nun­ca a su víc­ti­ma nada que pue­da apun­tar a su favor.

Una tem­pes­tad de indig­na­ción me hubie­ra afec­ta­do menos que el silen­cio des­pre­cia­dor y la cal­ma sar­cás­ti­ca con que fue aco­gi­do este des­cu­bri­mien­to.

“Señor Wil­son,” dijo nues­tro hués­ped, baján­do­se para reco­ger bajo sus pies una capa mag­ní­fi­ca forra­da de una tela pre­cio­sa. “Señor Wil­son, esto es vues­tro.” El tiem­po esta­ba frío y al aban­do­nar mi habi­ta­ción había echa­do por enci­ma de mi tra­je de maña­na un capo­te que me qui­te al lle­gar al tea­tro del jue­go. “Pre­su­mo,” aña­dió, miran­do los plie­gues del ves­ti­do con amar­ga son­ri­sa, “que es bien inú­til bus­car aquí nue­vas prue­bas de vues­tra habi­li­dad. Ver­da­de­ra­men­te tene­mos bas­tan­tes. Espe­ro que com­pren­das la nece­si­dad de ale­jar­se de Oxford, o, en todo caso, salir al ins­tan­te de mi casa.”

Des­hon­ra­do, humi­lla­do así has­ta el cieno, es pro­ba­ble que hubie­ra cas­ti­ga­do este len­gua­je insul­tan­te por una inme­dia­ta vio­len­cia per­so­nal si toda mi aten­ción no hubie­se esta­do con­cen­tra­da en ese momen­to en un suce­so de la más sor­pren­den­te natu­ra­le­za.

El capo­te que yo había lle­va­do tenia un forro pre­cio­so, de una rare­za y de un pre­cio extra­va­gan­te. Es inú­til decir­lo. El cor­te era un cor­te de fan­ta­sía de mi inven­ción, por­que en estas mate­rias frí­vo­las era difi­cul­to­so, y lle­va­ba los capri­chos del dan­dis­mo has­ta el absur­do.

Así pues, cuan­do el Sr. Pres­ton me dio lo que había tira­do en el sue­lo, cer­ca de la puer­ta de la sala, con un asom­bro cer­cano al terror, aper­ci­bí que ya tenia el mio sobre el bra­zo, don­de sin duda lo había colo­ca­do sin pen­sar, y el que el Sr. Pres­ton me había pre­sen­ta­do era la exac­ta fal­si­fi­ca­ción en todos sus más minu­cio­sos deta­lles. El ser sin­gu­lar que me había tan desas­tro­sa­men­te des­en­mas­ca­ra­do esta­ba, bien me acuer­do, embo­za­do en una capa, y nin­guno de los pre­sen­tes indi­vi­duos, excep­to yo, la habían traí­do con­si­go. Con­ser­vé algu­na pre­sen­cia de áni­mo y tomé la que me ofre­cía Pres­ton. La colo­qué, sin que se hicie­se cuen­ta en ello, sobre la mía. Salí de la habi­ta­ción con un reto y una ame­na­za en la mira­da, y en la maña­na mis­ma, antes de rayar el día, huí pre­ci­pi­ta­da­men­te de Oxford hacia el con­ti­nen­te, con una ver­da­de­ra ago­nía de horror y de ver­güen­za.

Huía en vano. Mi des­tino mal­di­to me per­si­guió triun­fan­te, pro­bán­do­me que su poder mis­te­rio­so no había hecho has­ta enton­ces más que comen­zar.

Ape­nas hube pues­to el pie en París cuan­do tuve una prue­ba nue­va del detes­ta­ble inte­rés que Wil­son toma­ba en mis asun­tos. Los años corrie­ron y yo no tuve pun­to de repo­so. ¡Mise­ra­ble! En Roma ¡con qué impor­tuno ren­di­mien­to, con qué ter­nu­ra de espec­tro se inter­pu­so entre mi ambi­ción y yo! ¡Y en Vie­na! ¡Y en Ber­lín! ¡Y en Mos­cú! ¿Dón­de no encon­tra­ba algu­na razón amar­ga para mal­de­cir­le des­de el fon­do de mi cora­zón! Poseí­do por el páni­co, tomé en fin la huí­da ante su impe­ne­tra­ble tira­nía como ante una pes­te, y has­ta el fin del mun­do, huí, huí en vano.

Y siem­pre, siem­pre inte­rro­gan­do secre­ta­men­te a mi alma, repe­tía mil veces mis pre­gun­tas. ¿Quién es? ¿De dón­de vie­ne? ¿Cuál es su desig­nio? Más no halla­ba res­pues­ta. Y ana­li­za­ba enton­ces, con minu­cio­so cui­da­do a las for­mas, el méto­do y los ras­gos de su inso­len­te vigi­lan­cia. Pero aún en esto no encon­tra­ba gran cosa que pudie­se ser­vir de base para una con­je­tu­ra. Era una cosa ver­da­de­ra­men­te nota­ble que en los nume­ro­sos casos en que había atra­ve­sa­do recien­te­men­te mi camino lo hubie­se hecho siem­pre para des­ca­rriar pla­nes o des­com­po­ner ope­ra­cio­nes que, si hubie­ran teni­do buen éxi­to, no hubie­ran ter­mi­na­do más que en un amar­go per­can­ce.

Pobre jus­ti­fi­ca­ción, en ver­dad, para una auto­ri­dad tan impe­rio­sa­men­te usur­pa­da. Pobre indem­ni­dad para estos dere­chos natu­ra­les, arbi­trio para estos dere­chos tan enfa­do­sos y tan inso­len­te­men­te nega­dos.

Me encon­tra­ba tam­bién obli­ga­do a notar que mi ver­du­go, ejer­ci­tán­do­se escru­pu­lo­sa­men­te y con una mara­vi­llo­sa des­tre­za en el capri­cho de lle­var un tra­je idén­ti­co al mío, se había siem­pre com­pues­to de modo que no pudie­se ver las fac­cio­nes de su sem­blan­te. Como quie­ra que fue­se este con­de­na­do Wil­son, rodea­do de mis­te­rio seme­jan­te, era siem­pre el cúmu­lo del disi­mu­lo y de la nece­dad. Podía supo­ner un ins­tan­te que en el dador del con­se­jo en Eton, en el des­truc­tor de mi hon­ra en Oxford, en el que había con­tra­rres­ta­do mi ambi­ción en Roma, mi ven­gan­za en París, mi pasión en Nápo­les, en Egip­to quien ponía en tor­tu­ra mi con­cu­pis­cen­cia, que en este ser, mi gran enemi­go, mi genio malo, no reco­no­cie­se yo al William Wil­son de mis años de cole­gio, el homó­ni­mo, el cama­ra­da, el rival, el rival exe­cra­do y temi­do de la casa Bransty. ¡Impo­si­ble! Pero dejad­me lle­gar a la temi­ble esce­na final del dra­ma.

Has­ta enton­ces me había some­ti­do cobar­de­men­te a su impe­rio­sa domi­na­ción. El sen­ti­mien­to de pro­fun­do res­pe­to con que me había acos­tum­bra­do a con­si­de­rar el carác­ter ele­va­do, la pru­den­cia majes­tuo­sa, la omni­pre­sen­cia y la omni­po­ten­cia apa­ren­tes de Wil­son, uni­do a no sé qué sen­sa­ción de terror que me ins­pi­ra­ban otros deter­mi­na­dos ras­gos de su natu­ra­le­za y deter­mi­na­dos pri­vi­le­gios, habían hecho nacer en mí la idea de mi com­ple­ta fla­que­za y de mi impo­ten­cia, y me habían acon­se­ja­do una sumi­sión sin reser­va, aun­que lle­na de amar­gu­ra y repug­nan­cia, a su arbi­tra­ria dic­ta­du­ra. Mas des­de estos últi­mos tiem­pos, me había entre­ga­do com­ple­ta­men­te al vino, y su influen­cia exas­pe­ran­te sobre mi tem­pe­ra­men­to here­di­ta­rio me hizo odiar más y más toda vigi­lan­cia. Comen­cé a mur­mu­rar, a vaci­lar, a resis­tir. ¿Fue sim­ple­men­te mi ima­gi­na­ción quien me indu­jo a creer que la obs­ti­na­ción de mi ver­du­go dis­mi­nui­ría en razón de mi pro­pia fir­me­za? Es posi­ble. Mas en todo caso, comen­cé a sen­tir la ins­pi­ra­ción de una ardien­te espe­ran­za, y aca­bé por ali­men­tar en el secre­to de mis pen­sa­mien­tos la som­bría y deses­pe­ra­da reso­lu­ción de librar­me de esta escla­vi­tud.

Era en Roma duran­te el car­na­val del 18 . . . Yo esta­ba en un bai­le de más­ca­ras en el pala­cio del duque Del Bro­glio de Nápo­les. Había abu­sa­do del vino aún más que de cos­tum­bre, y la atmós­fe­ra sofo­can­te de los salo­nes ates­ta­dos de gen­te me irri­ta­ba de un modo inso­por­ta­ble. La difi­cul­tad de abrir­me un camino a tra­vés de la barahún­da no con­tri­bu­yó poco a exas­pe­rar mi humor, por­que yo bus­ca­ba con ansie­dad (no diré para que moti­vo indigno) a la joven, a la ale­gre, a la bella espo­sa del vie­jo y extra­va­gan­te Del Bro­glio. Con una con­fian­za bas­tan­te impru­den­te, me había con­fia­do el secre­to del tra­je que debía lle­var, y como aca­ba­ba de aper­ci­bir­lo a lo lejos, tenía ansias de lle­gar a ella. En este momen­to sen­tí una mano que se posó dul­ce­men­te sobre mi espal­da, y lue­go este inol­vi­da­ble, este pro­fun­do, este mal­di­to cuchi­cheo en mis oídos. Pre­so de rabia fre­né­ti­ca, me vol­ví brus­ca­men­te hacia el que así me había per­tur­ba­do, y lo cogí vio­len­ta­men­te por el cue­llo.

Lle­va­ba, como lo espe­ra­ba, un tra­je abso­lu­ta­men­te igual al mío: una capa espa­ño­la de ter­cio­pe­lo azul y, alre­de­dor del talle, un cin­tu­rón car­me­sí de don­de pen­día una lar­ga espa­da. Una care­ta de seda negra cubría ente­ra­men­te su ros­tro.

“¡Mise­ra­ble!” gri­té con voz enron­que­ci­da por la rabia, y cada síla­ba que se me esca­pa­ba era como un tizón para el fue­go de mi cóle­ra. “¡Mise­ra­ble impos­tor! ¡Mal­va­do! ¡Mal­di­to! No me segui­rás más la pis­ta. No me impa­cien­ta­rás has­ta la muer­te. Sígue­me o te atra­vie­so con mi espa­da en el acto.”

Y me abrí camino por la sala de bai­le hacia una peque­ña ante­sa­la inme­dia­ta, arras­trán­do­le tras de mí.

Fue a caer con­tra el muro. Cerré la puer­ta blas­fe­man­do y le man­dé a sacar la espa­da.

Vaci­ló un segun­do, pero lue­go, con un lige­ro sus­pi­ro, sacó silen­cio­sa­men­te la espa­da y se puso en guar­dia.

El com­ba­te cier­ta­men­te no fue lar­go. Esta­ba exas­pe­ra­do por las más ardien­tes exci­ta­cio­nes de todo géne­ro y sen­tía en un solo bra­zo la ener­gía y el poder de una mul­ti­tud. En algu­nos segun­dos le aco­sé por la fuer­za del puño con­tra la pared y allí, tenién­do­lo a mi dis­cre­ción, le hun­dí, mul­ti­tud de veces, la pun­ta de mi espa­da en el pecho con la fero­ci­dad de un bru­to.

En ese momen­to alguien tocó á la cerra­du­ra de la puer­ta. Tra­té de pre­ve­nir una inva­sión inopor­tu­na y vol­ví inme­dia­ta­men­te hacia mi adver­sa­rio mori­bun­do. Pero qué len­gua huma­na pue­de poner de relie­ve el asom­bro, el horror que se apo­de­ró de mí al espec­tácu­lo que enton­ces vie­ron mis ojos. El cor­to ins­tan­te duran­te el cual yo me había vuel­to de espal­das había bas­ta­do para pro­du­cir, en apa­rien­cia, un cam­bio mate­rial en las dis­po­si­cio­nes del otro extre­mo de la sala.

Un gran espe­jo, en mi tur­ba­ción aque­llo me se apa­re­ció enton­ces así, se levan­ta­ba allá don­de no había vis­to señal momen­tos antes, y como yo mar­cha­se pre­so del terror hacia este espe­jo, mi pro­pia ima­gen, pero con un sem­blan­te páli­do y man­cha­do de san­gre, avan­zó a mi encuen­tro con paso débil y vaci­lan­te.

Era mi adver­sa­rio, era Wil­son que esta­ba delan­te de mí, en su ago­nía. Su care­ta y su capa yacían en el pavi­men­to, allí don­de él las había arro­ja­do.

Ni un hilo en su tra­je, ni una línea en toda su figu­ra que no fue­se mío. Aque­llo era lo abso­lu­to en cuan­to a mi iden­ti­dad.

Aquel era Wil­son, ¡pero Wil­son no cuchi­chean­do más sus pala­bras! Tan bien lo hacía que yo hubie­ra podi­do creer que era yo mis­mo quien habla­ba cuan­do él me dijo:

“Tú has ven­ci­do y yo sucum­bo. Pero des­de aho­ra en ade­lan­te estás muer­to tam­bién, muer­to al Mun­do, al Cie­lo, y a la Espe­ran­za. ¡En mi exis­tías tú, y ve en mi muer­te, ve por esta ima­gen, que es la tuya, cómo te has radi­cal­men­te ase­si­na­do a ti mis­mo!”

Basa­do en una ver­sión modi­fi­ca­da de la tra­duc­ción al espa­ñol de Manuel Cano y Cue­to (1871).

Sobre el autor:
Edgar Allan Poe (1809 — 1849) fue un escri­tor y perio­dis­ta esta­dou­ni­den­se con­si­de­ra­do por muchos como uno de los más famo­sos expo­si­to­res del horror lite­ra­rio, del rela­to detec­ti­ves­co, y de la cien­cia fic­ción, y uno de los ini­cia­do­res del rela­to cor­to en idio­ma inglés.