Séame permitido, por el momento, denominarme William Wilson. La página virgen, expuesta ante mí, no debe ser manchada por mi verdadero nombre. Continuamente, este nombre no ha sido más que un objeto de vergüenza y de horror, una abominación para mi familia. ¿Es que los vientos indignados no han esparcido hasta las más lejanas regiones del globo su infamia incomparable? ¡Oh, de todos los proscriptos, tú eres el proscripto más abandonado! ¿No has renunciado a este mundo? ¿A esos honores, a esas flores, a esas doradas aspiraciones? y esa espesa nube, lúgubre, ilimitada, ¿no ha estado suspendida eternamente entre tus esperanzas y el cielo?
No querría, aún cuando pudiese, encerrar hoy en estas páginas el recuerdo de mis primeros años de inefable miseria y de irremisible crimen. Este período reciente de mi vida ha llegado repentinamente a una altura de infamia de la cual quiero simplemente determinar el origen. Este es por el momento mi solo fin. Los hombres, en general, suelen ser viles por grados. Pero yo, toda virtud se desprendió de mí en un minuto, de un solo golpe, como una capa.
De una perversidad relativamente ordinaria he pasado, por un paso de gigante, a las enormidades más que heliogábalas. Permitidme contar de corrido qué lance, qué único accidente ha acarreado esta maldición. La muerte se aproxima, y la sombra que la precede ha arrojado una influencia calmante sobre mi corazón. Suspiro pasando a través del sombrío valle de la simpatía, de la compasión de mis semejantes. Querría persuadirles que he sido en algún modo el esclavo de circunstancias que desafían a toda crítica humana. Desearía que descubriesen en mí los detalles que voy a darles, algún pequeño oasis de fatalidad en un Sahara colmado de errores. Yo querría que me otorgasen lo que no pueden rehusar de otorgar, que aunque este mundo haya conocido grandes tentaciones, nunca el hombre ha sido hasta aquí tentado de esta manera, y ciertamente, nunca ha sucumbido de este modo. ¿Es, pues, por esto, por lo que no ha conocido nunca sufrimientos iguales? ¿En verdad no he vivido yo en un sueño? ¿Es que yo no muero, víctima del horror y del misterio de las más extrañas de todas las visiones sublunares?
Soy el descendiente de una raza que se ha distinguido en todo tiempo por un temperamento imaginativo y fácilmente excitable, y en mi primera infancia probé que había heredado plenamente el carácter de familia. Cuando avancé en edad, este carácter se dibujó más fuertemente y llegué a ser, por mil razones, una causa de seria inquietud para mis amigos y de indudable detrimento para mí mismo. Me hice voluntarioso, aficionado a los caprichos más salvajes. Fui la presa de las más indomables pasiones.
Mis parientes, que eran de espíritu apocado y que se veían atormentados por los defectos constitucionales de mi naturaleza, no podían hacer gran cosa para detener las malas tendencias que me distinguían. Hicieron, por su parte, algunas tentativas — débiles, mal dirigidas — que se frustraron por completo y terminaron colaborando en mi triunfo completo. Desde aquel instante, mi capricho fue la ley doméstica, y a una edad en que pocos niños han dejado los andadores, quedé abandonado a mi libre albedrío y llegué a ser el dueño de todas mis acciones, excepto de nombre.
Mis primeras impresiones de la vida de escolar están ligadas a una grande y extravagante casa del tiempo de Isabel, en una sombría aldea de Inglaterra adornada por numerosos árboles nudosos y gigantescos, y en la que todas las casas eran de una remotísima antigüedad. En verdad, era un lugar que semejaba un sueño, y nada mejor para encantar al alma que esta venerable ciudad antigua. En este mismo momento siento en mi mente el susurro refrigerante de sus avenidas profundamente sombrías; respiro la emanación de sus mil sotos y me estremezco aún, con indefinible voluptuosidad, a la profunda y sorda nota de la campana desgarrando a cada hora, con rugido súbito y moroso, la quietud de la oscura atmósfera en la cual se excedía durmiendo el campanario gótico erizado de picos.
Tal vez encuentro tanto placer — como me es dado experimentar en este momento — distrayendo mi pensamiento con estos recuerdos minuciosos de la escuela y sus ilusiones. Hundido en la desgracia como estoy, ¡ay de mí! ¡Es demasiado, ved! Se me perdonará el buscar un alivio, bien corto y ligero, en estos pueriles y divagadores detalles. Además, aunque absolutamente vulgares y risibles por sí mismos, toman en mi imaginación una importancia circunstancial, a causa de su íntima conexión con los lugares y la época en que distinguí los primeros preludios ambiguos del destino, que desde entonces me han envuelto tan profundamente en su sombra. Dejadme, pues, recordar.
Ya he dicho que el edificio era antiguo o irregular. La propiedad era grande, y un alto y sólido muro de ladrillos, coronado de una capa de mezcla y vidrio rotos, formaba el circuito. Esta muralla digna de una prisión formaba el límite de nuestro dominio. Nuestras miradas no lo traspasaban más que tres veces por semana: una vez cada sábado, a las doce, cuando, acompañados por dos inspectores, se nos permitía dar cortos paseos en comunidad por la campiña vecina; y dos veces el domingo, cuando íbamos, con la regularidad de las tropas en la parada, a asistir a los oficios religiosos de la tarde y de la mañana en la única iglesia de la villa. El rector de nuestro colegio era pastor de esta iglesia. ¡Con qué profundo sentimiento de admiración y de perplejidad me había acostumbrado a contemplarle, desde nuestro banco escondido en la tribuna, cuando subía al pulpito con paso lento y solemne! No pudiera creerse que esta persona venerable, de rostro tan modesto y tan benigno, de vestidura tan lustrosa y tan clericalmente ondeante, de peluca tan escrupulosamente empolvada, tan erguido, tan arrogante, podía ser el mismo hombre que hacía un instante, con rostro agrio y con vestidos manchados de tabaco, hacía cumplir, férula en mano, las draconianas leyes de la escuela. ¡Oh! Gigantesca paradoja, cuya monstruosidad excluye toda solución.
En un ángulo del macizo muro reclinaba una puerta aún más maciza, cerrada sólidamente, plagada de cerrojos, y abrazada por un matorral de viejas herraduras dentadas. ¡Qué profundas sensaciones de tristeza inspiraba! Nunca se abría más que para las tres salidas y entradas periódicas de las que he hablado; y, entonces, en cada castañeteo de sus robustos goznes, encontrábamos una plenitud de misterio, todo un mundo de observaciones solemnes o de meditaciones más solemnes todavía.
El vasto recinto tenía una forma irregular y estaba dividido en muchas partes, de las cuales tres ó cuatro de las mayores constituían el patio de recreación. Estaba llano y cubierto de menuda y áspera arena. Recuerdo bien que no había en ella ni bancos, ni árboles, ni cosa que se le pareciese. Estaba situado naturalmente tras del edificio. Ante la fachada se extendía un jardincito, plantado de bojes y otros arbustos, pero no penetrábamos en este sagrado oasis más que en rarísimas ocasiones, tales como durante la primera entrada en el colegio o en la partida última. O, tal vez, cuando un amigo o un pariente, habiéndonos hecho llamar, nos permitía con su mero llamado el usarlo alegremente como el camino hacia la casa paterna, en las vacaciones de Navidad o en las de San Juan.
Pero la casa, ¡qué curiosa muestra de edificio antiguo! ¡qué verdadero palacio encantado para mí! Era difícil, en cualquier momento dado, decir con certeza si se encontraba uno en el primero o en el segundo piso. De una a otra habitación se estaba siempre seguro de encontrar tres o cuatro escalones que subir o que bajar. Luego, las subdivisiones laterales eran innumerables, inconcebibles, volviéndose y revolviéndose tan bien sobre sí mismas que nuestras más exactas ideas relativas al conjunto del edificio no eran muy distintas de las que usábamos para considerar el infinito. En los cinco años de residencia no he sido nunca capaz de determinar con precisión en qué lugar lejano estaba situado el pequeño dormitorio que se me había sido señalado en compañía de otros dieciocho o veinte estudiantes.
La sala de estudio era la más grande de toda la casa, y aún del mundo entero, al menos yo, no podía menos que conceptuarla así. Era muy larga, muy estrecha, y lúgubremente baja, con ventanas en ojiva y un cielo raso de madera. En un ángulo separado, de donde emanaba el terror, había un cuadrado recinto de ocho o diez pies, representando el sanctum de nuestro rector, el venerable Bramby, durante las horas de estudio. Era de sólida construcción, con una maciza puerta. Antes que abrirla en ausencia del dómine, hubiéramos preferido morir con agonía fuerte y cruel. En los otros dos ángulos había otras dos celdas análogas, objetos de una veneración mucho menor, es cierto, pero siempre inspirando un terror bastante considerable: una era la cátedra del maestro de humanidades y la otra la del maestro de inglés y matemáticas. Desparramados en medio de la sala innumerables bancos y pupitres, espantosamente cargados de libros manchados por los dedos, cruzándose en una irregularidad ilimitada, negros, viejos, destruidos por el tiempo, y también cicatrizados de letras iniciales, de nombres enteros, de grotescas figuras y obras numerosas del cortaplumas, que habían perdido ampliamente lo escaso de originalidad de formas que les había sido dada en días muy lejanos. A una extremidad de la sala había una enorme tinaja llena de agua, y a la otra un reloj de dimensiones prodigiosas.
Encerrado en los macizos muros de esta venerable escuela, pasó sin fastidio y sin tristeza los años del tercer lustro de mi vida. La fecunda imaginación de la infancia no exige un mundo exterior de incidentes para ocuparse o divertirse, y la monotonía, lúgubre en apariencia, de la escuela, abundaba en excitaciones más intensas que todas aquellas que mi juventud más madura ha pedido al deleite o mi virilidad al crimen. Con todo eso, debo creer que mi primer desenvolvimiento intelectual fue, en gran parte, poco ordinario y aún desarreglado. En general, los acontecimientos de la edad infantil no dejan sobre el hombre, llegado a la edad madura, una impresión bien definida. Todo es pardusca sombra, débil o irregular recuerdo; un registro confuso de pequeños placeres y de dolores fantasmagóricos. Para mí no es así. Preciso es que haya sentido en mi infancia, con la energía de un hombre formado, todo esto que encuentro hoy aferrado en mi memoria en letras tan vivas, tan profundas, tan duraderas como las inscripciones de las medallas cartaginesas.
Y sin embargo, en realidad, bajo el punto de vista ordinario, había allí pocas cosas para excitar el recuerdo. El madrugar, el acostarse, las lecciones que aprender, las recitaciones, las semi-huelgas periódicas y los paseos, el patio de recreación con sus disputas, sus juegos, sus intrigas, y todo esto por una magia física, desconocida, que contenía en sí un desbordamiento de sensaciones, un mundo rico de incidentes, un universo de emociones variadas, y oscitaciones de lo más apasionadas y embriagadoras. ¡Oh! ¡Qué buen siglo es este siglo de hierro!
En realidad, mi ardiente naturaleza, entusiasta, imperiosa, bien pronto hizo de mí un carácter señalado entre mis camaradas, y poco a poco, naturalmente, me dio una ventaja sobre todos los que no eran mayores que yo, sobre todos pero exceptuando a uno. Era este un colegial que, sin ningún parentesco conmigo, llevaba el mismo nombre de bautismo y el mismo apellido de familia. Era una circunstancia poco notable en sí, porque mi apellido, no obstante la nobleza de mi origen, era uno de estos apellidos vulgares que parecen ser de tiempo inmemorial y, por derecho de prescripción, la propiedad común del vulgo. En esta relación, me he dado el nombre de William Wilson, nombre ficticio que no está muy distante del verdadero. Mi homónimo era el único entre los que, de acuerdo con la dialéctica escolar, componían nuestra clase, que se atrevía a rivalizar conmigo en los estudios del colegio, en los juegos, y en las disputas del recreo, rehusar una ciega creencia a mis asertos y una completa sumisión a mi voluntad, o, en una palabra, contrariar mi dictadura en todos los casos posibles. Si alguna vez ha habido un despotismo supremo y sin reserva, este es el despotismo de un niño de talento sobre las almas menos enérgicas de sus camaradas.
La rebelión de Wilson era para mí la fuente del más grande disgusto. Aún con la fanfarronada con que me había hecho el deber de tratarle públicamente, a él y a sus pretensiones, sentía yo en el fondo que le temía y que no podía abstenerme de considerar la igualdad que tan fácilmente mantenía frente a mí, como probando una superioridad verdadera, puesto que hacía por mi parte esfuerzos supremos para no ser dominado. Sin embargo, esta superioridad o, más bien, esta igualdad, no estaba reconocida realmente más que por mí mismo. Mis camaradas, por una inexplicable ceguedad, no parecían ni siquiera adivinarla. Y — ciertamente — su rivalidad, su resistencia, y, particularmente, su impertinente o indigesta intervención en todos mis designios no eran más que una intención privada.
Él parecía igualmente desapercibido de la ambición que me arrastraba a dominar y de la apasionada energía que me suministraba los medios. Se le hubiera podido creer, en esta rivalidad dirigida únicamente por un deseo fantástico de contrarrestarme, de asombrarme, de mortificarme; bien que había casos en que yo no podía menos que notar, con una confusa sensación de aturdimiento, de humillación, y de cólera, que mezclaba a sus ultrajes, a sus impertinencias, y a sus contradicciones, las cuales eran ciertas muestras de afecto de lo más intempestivas, y seguramente de lo más enfadosas del mundo. No podía yo darme cuenta de tan extraña conducta, que, suponiéndola el resultado de una perfecta suficiencia, le permitía el tono vulgar del patrocinio y de la protección.
Quizás fuera este último rasgo de la conducta de Wilson, quien, unido a nuestra calidad de homónimos y al hecho puramente accidental de nuestra entrada simultánea en el colegio, lo que hizo transmitir entre nuestros condiscípulos de las clases superiores la opinión de que éramos hermanos. Habitualmente, no se informan con mucha exactitud de los negocios de los más jóvenes.
Ya he dicho, o he debido decir, que Wilson no estaba — ni aún en el grado más lejano — emparentado con mi familia. Pero, seguramente, si hubiéramos sido hermanos, habríamos sido gemelos, porque después de haber abandonado la casa del doctor Bramby, he sabido por acaso que mi homónimo había nacido el 19 de enero de 1813, y esta es una coincidencia bastante notable, porque ese día es precisamente el de mi nacimiento.
Extraño puede parecer que, en despecho de la continua ansiedad que me causaba la rivalidad de Wilson y por su insoportable espíritu de contradicción, no fuese yo arrastrado a odiarle mortalmente. Teníamos casi todos los días una disputa, en la cual, concediéndome públicamente la palma de la victoria, se esforzaba de algún modo a hacerme sentir que era él quien la había merecido. Sin embargo, por un sentimiento de orgullo de mi parte, y de la suya una verdadera dignidad, siempre nos manteníamos en términos de estricta conveniencia, al mismo tiempo que él tenía puntos bastante numerosos de conformidad en nuestros caracteres para despertar en mí un sentimiento de que nuestra respectiva situación, tal vez, impedía que llegase ésta a madurar en amistad.
En verdad, me es difícil definir, o aún describir, mis verdaderos sentimientos acerca de él, pues formaban una amalgama abigarrada y heterogénea; una petulante animosidad que no había llegado aun al odio, una estimación que no había llegado al respeto; un gran temor y una inmensa e inquieta curiosidad. Es superfluo añadir para el moralista que Wilson y yo éramos los más inseparables camaradas.
Fue sin duda la anomalía y la ambigüedad de nuestras relaciones la que vació todos mis ataques contra él, y estos, sean ya francos o disimulados, eran numerosos en el molde de la ironía y de la caricatura (la bufonería no causa excelentes heridas) antes que en una hostilidad más seria y más determinada. Pero mis esfuerzos sobre este punto no obtenían regularmente un triunfo completo, aún cuando mis planes estaban lo más ingeniosamente imaginados, porque mi homónimo tenía en su carácter mucho de esta austeridad llena de reserva y de calma, que, al gozar de la mordedura de sus propias burlas, no muestra jamás el talón de Aquiles y se libra absolutamente del ridículo. No podía hallar en él más que un solo punto vulnerable, y este era en un detalle físico, que, proviniendo tal vez de una flaqueza constitucional, hubiera sido despreciado por todo antagonista menos encarnizado a sus fines que yo. Mi rival tenía una debilidad en el aparato vocal que le impedía siempre elevar la voz más allá de un cuchicheo muy bajo. No me descuidaba en sacar de esta imperfeccion todo el pobre partido que estaba en mi mano.
Las represalias de Wilson eran de más de un género, y tenían una especie de malicia que me inquietaba desmedidamente. Como tuvo al principio la sagacidad de descubrir que una cosa bastante pequeña podía vejarme, esta es una cuestión que no he podido nunca resolver, mas una vez que la hubo descubierto, practicó obstinadamente esta tortura.
Yo siempre estaba lleno de aversión hacia mi desgraciado nombre de familia, tan sin elegancia, y contra mi pronombre, tan trivial sino del todo plebeyo. Estas sílabas eran un veneno para mis oídos, y cuando el mismo día de mi entrada un segundo William Wilson se presentó en el colegio — quiero denominarle de esa manera — me disgustaba doblemente el nombre porque un extraño lo llevaba, un extraño que sería causa que lo oyese pronunciar con doblada frecuencia, que constantemente estaría en presencia mía, y cuyos asuntos, en el curso ordinario de las cosas del colegio, estarían frecuente e inevitablemente, por razón de esta coincidencia detestable, confundidos con los míos.
El sentimiento de irritación nacida de este accidente se hizo más vivo a cada circunstancia que tendía a poner de manifiesto toda la semejanza moral o física entre mi rival y yo. No había descubierto aún esta notabilísima paridad en nuestra edad, pero veía que éramos de la misma estatura, y notaba que aún había una singular semejanza en nuestra fisonomía general y en nuestras acciones.
Me desesperaba igualmente la voz que corría sobre nuestro parentesco y que generalmente hallaba eco en las clases superiores. En una palabra, nada podía irritarme más seriamente (aunque ocultaba con el mayor cuidado toda muestra de esta irritación) que una alusión cualquiera a nuestra semejanza, relativa al espíritu, a el individuo, o al nacimiento; pero realmente no tenía razón alguna para creer que esta semejanza (a excepción de la idea del parentesco y de todo lo de Wilson mismo) hubiese sido nunca un motivo de comentario aún notado por nuestros compañeros de clase. Que él lo observase bajo toda sus fases, y con tanto cuidado como yo mismo, era seguro; pero que él hubiera podido descubrir en semejantes circunstancias una mina tan rica de contrariedades, no puedo atribuirlo, como ya he dicho, más que a su penetración extraordinaria.
Se me presentaba con una perfecta imitación de mí mismo, en gustos y palabras, y representaba admirablemente su papel. Mi vestido era cosa fácil de copiar. Mis movimientos y mi continente en general sin dificultad se los había apropiado. En despecho de su falta constitucional, mi misma voz no se le había escapado. Naturalmente no la ensayaba en los tonos elevados, pero la clave era idéntica, y su voz, siempre que hablaba bajo, era el eco perfecto de la mía. A qué punto este curioso retrato (porque no puedo propiamente llamarlo caricatura) me atormentaba, no trataré de decirlo. No tenía más que un consuelo, y era que la imitación, según me parecía, no era notada más que por mí mismo, y que simplemente tenía que soportar con paciencia las sonrisas misteriosas y extrañamente sarcásticas de mi homónimo. Satisfecho de haber producido sobre mi corazón el apetecido efecto, parecía regocijarse secretamente de la panzada que me había dado, y mostrarse singularmente desdeñoso a los públicos aplausos que el éxito de su ingenio le hubieran conquistado fácilmente. ¿Cómo nuestros camaradas no adivinaban su designio, no lo veían puesto en obra, y no participaban de su burlona alegría? Esto fue durante muchos meses de inquietud un enigma indescifrable para mí.
Quizás la gradual lentitud de su imitación la hiciese menos visible, o más bien debía yo mi tranquilidad a la apariencia de maestría que tomaba tan perfectamente el copista, que desdeñaba el estilo, todo lo que los espíritus obtusos pueden comprender fácilmente en la pintura, no limitándose más que al perfecto espíritu del original, para mi mayor admiración y disgusto personal.
He hablado muchas veces del aire irritante de protección que había tomado conmigo, y de su frecuente y oficiosa intervención en mi voluntad. Esta intervención tomaba habitualmente el carácter enfadoso de un consejo, consejo que no era dado abiertamente, sino sugerido, insinuado. Yo lo recibía con una repugnancia que crecía a medida que crecía en edad. Sin embargo, en esta época ya lejana, quiero hacer la estricta justicia de reconocer que no recuerdo un solo caso en que las sugestiones de mi rival hubiesen participado de este carácter de horror o de locura, tan natural en su edad, generalmente desnuda de madurez y de experiencia; que su sentido moral, sino ya su talento y su prudencia, eran mucho más buenos que los míos; y que yo seria un hombre mejor y, por consiguiente, más dichoso, si hubiera desechado menos repentinamente los consejos incluidos en estos cuchicheos significativos que no me inspiraban entonces más que un odio tan cordial y desprecio tan amargo.
Así yo llegué a ser, con el tiempo, excesivamente rebelde a su odiosa vigilancia, y detestaba cada día más abiertamente lo que miraba como una intolerable arrogancia. He dicho que en los primeros años de nuestras relaciones mis sentimientos para con él hubieran fácilmente degenerado en amistad, pero durante los últimos meses de mi estancia en el colegio, aunque la importunidad de sus maneras habituales sin duda fue disminuida en mucha parte, sin sentimientos y en una proporción casi semejante me habían inclinado hacia un odio positivo. Lo conoció en cierta circunstancia, y desde entonces evitó mi presencia o afectó evitarla.
Esto sucedió casi en la misma época, si bien recuerdo, en que en un altercado violento que con él tuve, en que hubo perdido su habitual reserva, y hablaba y accionaba con una impetuosidad casi extraña a su naturaleza, descubrí, o imaginé descubrir, en su acento, en su aire, en su fisonomía en general, algo que me hizo estremecer al principio, y que después me interesó profundamente, haciendo nacer en mi alma oscuras visiones de mi primera infancia, extraños recuerdos, confundidos, prensados, de un tiempo en que mi memoria aún no recordaba nada. No sabré definir mejor la sensación que me oprimía que diciendo que me era difícil desembarazarme de la idea que ya había conocido estar colocada ante mí, en una época muy antigua, en un pasado extraordinariamente remoto. Esta ilusión, sin embargo, se desvaneció con tanta rapidez como me había asaltado, y yo no me ocupo de ella más que para señalar el día de la última plática que tuve con mi singular homónimo.
La antigua y gran casa, en sus innumerables subdivisiones, comprendía muchas grandes habitaciones que se comunicaban entre sí y servían de dormitorio al mayor número de estudiantes. Había, naturalmente, y como no podía menos de suceder en un edificio tan malamente trazado, una porción de vueltas y revueltas y puntas y desperdicios de la construcción que el ingenio economista del doctor Bransby había transformado igualmente en dormitorios. Pero como éstos no eran más que pequeños gabinetes, no podían servir más que a un solo individuo. Una de estas pequeñas piezas estaba ocupada por Wilson.
Una noche, hacia el fin de mi quinto año de colegio, o inmediatamente después del altercado del que ya he hecho mención, aprovechándome de que todo el mundo estaba entregado al sueño, me levanté de mi lecho y, con una lámpara en la mano, me deslicé a través de un laberinto de estrechos pasillos desde mi dormitorio al de mi rival. Había maquinado largamente a su costa una de estas ruines burlas, una de estas malicias en las cuales había tan completamente fracasado hasta entonces. Tenia el pensamiento de poner mi plan en ejecución y resolví hacerle sentir toda la fuerza del encono del que estaba lleno mi pecho.
Al llegar a su gabinete, entré en él sin hacer ruido, dejando mi lámpara en la puerta con un tragaluz encima. Avancé un poco y escuché el ruido de su tranquila respiración. Ciertamente estaba completamente dormido. Volví a la puerta, tomé mi lámpara, y me aproximé nuevamente al lecho. Estaban cerradas las cortinas. Las abrí dulce y lentamente para poner en ejecución mi plan, pero una luz viva cayó de lleno sobre el dormido y al mismo tiempo mis ojos se clavaron en su fisonomía. Miré y un estupor, una sensación de hielo, penetraron instantáneamente todo mi ser. Mi corazón palpitó, mis piernas vacilaron, toda mi alma fue presa de un intolerable e inexplicable horror.
Respiré convulsivamente y acerqué más la lámpara a su rostro. Eran aquellas . . . eran aquellas ciertamente las facciones de William Wilson. Veía claramente que eran sus facciones y más temblaba, como presa de un acceso de fiebre, imaginándome que las suyas no fuesen. ¿Qué había, pues, en ellas que pudieran confundirme hasta este punto? Lo contemplaba, y mi cerebro se retorcía bajo el peso de mil pensamientos incoherentes. No se me aparecía así, no ciertamente, no se me aparecía de tal modo en las activas horas en que estaba despierto. ¡El mismo nombre, las mismas facciones, entrados en el mismo día en el colegio! ¡Y luego, esta indigesta e inexplicable imitación de mis movimientos, de mi voz, de mis vestidos y de mis maneras! ¿Estaba, en verdad, en los límites de la posibilidad humana que lo que yo veía entonces fuese el simple resultado de esta costumbre de imitación característica? Erizado de espanto, preso de terror, apagué la lámpara, salí silenciosamente de la habitacion, y abandoné felizmente el recinto del colegio para nunca más volver a él.
Después del trascurso de algunos meses que pasé en casa de mis parientes, en la dulce holganza, fui puesto en el colegio de Ton. Este corto intervalo había sido suficiente para disminuir en mí el recuerdo de los sucesos de la escuela del doctor Bramby, o al menos para obrar un notable cambio en la naturaleza de sentimientos que estos recuerdos me inspiraban. La realidad, el lado trágico, no existía. Encontraba, entonces, algunos motivos para dudar del testimonio de mis sentidos, y recordaba rara vez los sucesos sin admirar hasta donde puede conducir la credulidad humana, y sin sonreírme por la prodigiosa fuerza de la imaginación que había heredado de mi familia. Además, la vida que llevaba en Ton no contribuía poco a aumentar esta especie de escepticismo.
El torbellino de locura en el que me hundí inmediatamente y sin reflexión alguna lo destruyó todo, excepto por la espuma de mis horas pasadas, que absorbió, de un solo golpe, toda impresión sólida y seria, y no dejó absolutamente en mi recuerdo más que los aturdimientos de mi existencia precedente.
No tengo ahora intención de trazar aquí la historia de mis miserables desórdenes, desórdenes que desafiaban toda ley y eludían toda vigilancia. Tres años de locura, gastados sin provecho, no habían podido darme más que costumbres de vicio inveterado, y habían acrecentado de una manera casi anormal mi desenvolvimiento físico. Un día, después de una semana entera de disipación embrutecedora, invité a una orgia secreta en mi habitación. Nos reunimos a una hora avanzada de la noche, porque nuestra crápula debía prolongarse religiosamente hasta el día. El vino corría libremente y como el alba empalidecía el cielo en el oriente nuestro delirio y nuestras extravagancias habían llegado a su apogeo. Furiosamente inflamado por los naipes y por la embriaguez, me obstinaba en llevar una conversación extrañamente indecente cuando mi atención fue repentinamente distraída por una puerta que se entreabrió rápidamente y por la voz precipitada de un criado. Me dijo que una persona que manifestaba muchos deseos deseaba hablarme en el vestíbulo.
Singularmente excitado por el vino, esta inesperada interrupción me causó más placer que sorpresa.
Me levanté tambaleándome, y en algunos pasos estuve en el vestíbulo de la casa. En esta sala baja y estrecha no había lámpara alguna y no recibía otra luz que la del alba, sucesivamente débil, que entraba a través de la cimbrada ventana. Al poner el pie en el dintel, distinguí la figura de un joven, de mi estatura más o menos, vestido con una bata de casimir cortada a última moda, como la que yo llevaba en aquel momento. La débil claridad me permitió ver todo esto, pero las facciones de su cara no pude distinguirlas.
Apenas hube entrado se precipitó hácia mí, y cogiéndome por el brazo con un gesto imperativo de impaciencia, me cuchicheó al oído estas palabras: “¡William Wilson!”
En un momento se desvanecieron los vapores del vino.
Había en el acento del extrangero, en el temblor nervioso de su dedo, al que tenía levantado entre mis ojos y la luz, alguna cosa que me llenó de un completo asombro, mas no era esto precisamente lo que tan violentamente me había sobrecogido. Era la gravedad, la solemnidad de la amonestación contenida en esa palabra singular, baja, silbadora; y, por encima de todo, el carácter, el tono, la clave de esas sílabas, simples, familiares, y tan misteriosamente cuchicheadas, que vinieron, con mil recuerdos acumulados de pasados días, a derrocarse sobre mi alma como una descarga de pila voltaica.
Aunque este nuevo hecho había producido un efecto muy grande sobre mi imaginación desarreglada, este efecto, tan vivo, llegó a desvanecerse prontamente. En verdad, durante muchas semanas, ora me entregaba a la más atenta investigación, ora quedaba envuelto en una nube de meditación mórbida. No trataba de disimular la identidad del singular individuo que se mezclaba tan enfadosamente en mis asuntos y me cansaba con sus oficiosos consejos.
Mas, ¿quién podría ser este, sino Wilson? ¿de dónde venia? ¿cuál era su fin? A ninguno de estos puntos pude contestar satisfactoriamente. Yo pensaba solamente, tocante a él, que algún accidente repentino en su familia le había hecho dejar el colegio del doctor Bramby al siguiente día del que yo me había escapado. Pero al cabo de algún tiempo cesé de pensar en esto, y mi atención fue absorbida completamente por un viaje proyectado a Oxford. Allí, permitiéndome la vanidad pródiga de mis parientes tener un costoso tren y entregarme a mis caprichos, al lujo ya tan deseado por mi corazón, llegué prontamente a rivalizar en prodigalidades con los más soberbios herederos de los más ricos condados de la Gran Bretaña.
Fomentado el vicio por semejantes medios, mi naturaleza estalló con doble ardor, y en la loca embriaguez de mis crápulas, pisoteé las vulgares trabas de la decencia. Mas sería absurdo detenerme en los detalles de mis extravagancias. Bastará decir que sobrepujé a Herodes en disipaciones, y dando nombre a multitud de locuras desconocidas, añadí un copioso apéndice al largo catálogo de vicios que reinaban por entonces en la universidad más disoluta de Europa.
Parecerá difícil creer que estuviese tan olvidado de mi rango de caballero, que buscase familiarizarme con los artificios más villanos del jugador de oficio, y que llegara a ser un adepto de esta ciencia miserable, y que la practicase habitualmente como medio de acrecentar mi fortuna, enorme ya, a expensas de aquellos de mis camaradas cuyo carácter era más débil.
Y, sin embargo, tal sucedía. Y la enormidad misma de este atentado contra todos los sentimientos de dignidad y de honor era evidentemente la principal, si no la sola razón, de mi impunidad. ¿Porque quién de mis más depravados camaradas no hubiera despreciado el más claro testimonio de sus sentidos antes que sospechar una conducta semejante en el alegre, en el franco, en el generoso Wilson, el más noble y liberal compañero de Oxford, de aquel de cuyas locuras, decían sus parásitos, no eran más que extravíos de una juventud y una imaginación sin freno, cuyos errores no eran más que inimitables caprichos, los más negros vicios, una indiferente y soberbia extravagancia?
Ya habían pasado dos años en esta alegre vida cuando llegó a la universidad un joven de reciente nobleza llamado Glendinning. Era rico, decía la voz pública, como Herodes Aticus, y uno a quien su riqueza no le había costado trabajo alguno. Descubrí juntamente que era de débil inteligencia, y naturalmente lo marqué como una excelente víctima de mis talentos. Le instaba frecuentemente a jugar, y me aplicaba, con la habitual astucia del jugador, a dejarle ganar sumas considerables para enredarlo más eficazmente en mis redes. En fin, estando mi plan bien madurado, me avisté con él con la intención bien combinada de dar término a aquella empresa en casa de uno de nuestros camaradas, M. Preston, igualmente amigo de los dos, pero quien — debo hacerle esta justicia — no tenía la menor sospecha de mi designio. Para dar a todo esto un excelente color, había tenido yo el cuidado de convidar a ocho o diez personas, y había procurado particularmente que el juego pareciese un suceso accidental, y no diese lugar más que a la proposición del fraude que tenia en mientes. Para abreviar un asunto tan despreciable, no descuidé ninguna de esas villanas sutilezas, tan generalmente practicadas en ocasiones semejantes y que asombra que haya siempre gente tan necia que de ellas sea víctima.
Habíamos prolongado nuestra velada bastante entrada la noche cuando obré en fin de modo que logré quedarme con Glendinning como mi único adversario. El juego era mi favorito, el ecarté.
Las otras personas de la sociedad, interesadas por las grandiosas proporciones de nuestro juego, habían dejado sus cartas y hacían círculo a nuestro alrededor. Nuestro parvenu, a quien había hábilmente hostigado al principio de nuestra soirée a beber en grande, barajaba, daba y jugaba de una manera extraordinariamente nerviosa, que, pensé, se debía en parte a su embriaguez, pero que no me explicaba enteramente.
En muy poco tiempo, había llegado a ser mi deudor de una fuerte suma, cuando, habiendo bebido una gran copa de Oporto, sucedió justamente lo que yo había previsto con frialdad: propuso doblar nuestra apuesta, ya altamente extravagante.
Con una feliz afectación de resistencia, y solamente después que mi repulsa reiterada le hubo conducido a pronunciar agrias palabras que dieron a mi consentimiento la apariencia de un pique, últimamente yo acepté. El resultado fue el que debía de ser: la presa estaba completamente enredada en mis redes, y en menos de una hora había cuadruplicado su deuda. Desde hacia algún tiempo su fisonomía había perdido la rosada tinta que le prestaba el vino. Pero entonces, vi con asombro que se había trocado en una palidez verdaderamente temible. Digo “con asombro” porque había tomado acerca de Glendinning prolijos informes; se me había representado como inmensamente rico, y las cantidades que había perdido hasta entonces, aunque fuertes realmente, no podían, yo lo suponía al menos, atormentarle seriamente, y todavía menos afectarle de un modo tan violento.
La idea que se presentó más naturalmente a mi imaginación fue que estaba aturdido por el vino que acababa de beber, y, con el fin de salvar mi honor a los ojos de mis camaradas más que por un motivo desinteresado, iba a insistir perentoriamente en interrumpir el juego, cuando algunas palabras pronunciadas a mi lado entre los circunstantes, y una exclamación de Glendinning que manifestaba la más completa desesperación, me hicieron comprender que había obrado su ruina completa, en términos que habían hecho de él un objeto de compasión para todos, y le hubieran protegido aún contra los malos oficios de un demonio.
Qué conducta hubiese yo adoptado en tal circunstancia, me será difícil decirlo. La deplorable situación de mi fraude había arrojado sobre todos un velo de mortificación y tristeza. Reinó un silencio profundo durante algunos minutos, durante el cual sentí, a pesar mio, hervir mis mejillas bajo el peso de las miradas ardientes en desprecio y en reprobación de los menos endurecidos de alma de la sociedad. Aún confesaré que mi corazón se encontró momentáneamente descargado de un intolerable peso de angustia. Las pesadas hojas de la puerta de la sala se abrieron de par en par, de un solo golpe, con una impetuosidad tan violenta y tan vigorosa que todas las bugías se apagaron como por encantamiento. Más la luz moribunda me permitió ver que un extranjero había entrado, un hombre casi de mi estatura, y completamente envuelto en una capa. En aquel momento las tinieblas eran completas y podíamos solamente sentir que estaba en medio de nosotros. Antes que alguno de nosotros hubiese vuelto del excesivo asombro en que nos había conducido esta violencia, oímos la voz del intruso:
“Caballeros,” dijo el intruso con una voz muy baja pero distinta, con un acento inolvidable que penetró hasta la médula de mis huesos. “Caballeros, no trato de justificar mi conducta, porque obrando así no he hecho más que cumplir un deber. No conocéis sin duda el verdadero carácter de la persona que ha ganado esta noche una suma enorme al ecarté a lord Glendinning. Voy a proponeros un medio expedito y decisivo para procuraros conocimientos utilísimos. Examinad, os suplico, a vuestro gusto, el forro de la vuelta de su manga izquierda y algunos pequeños paquetes que se le encontrarán en los bolsillos bastante grandes de su bata bordada.”
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera oído caer un alfiler sobre la alfombra. Cuando hubo acabado, desapareció de improviso, tan bruscamente, como había entrado.
Puedo describir . . . ¿describiré mis sensaciones? Es preciso decir que experimenté todos los horrores del condenado. Tenía ciertamente poco espacio para reflexionar. Multitud de manos me asieron rudamente, y se procuró inmediatamente luz. Siguió a esto un reconocimiento. En el forro de mi manga se encontraron todas las figuras esenciales del ecarté y en los bolsillos de mi bata un cierto número de barajas exactamente parecidas a las que nos servían en nuestras reuniones, con la diferencia de que las mías eran de estas que se llaman, propiamente, “recortadas,” estando los triunfos ligeramente convexos sobre los lados pequeños, y las cartas bajas imperceptiblemente convexas sobre las grandes. Gracias a esta disposición, el que corta, como de costumbre, a lo largo de la baraja, corta invariablemente de modo que da un triunfo a su adversario, mientras que el griego, cortando por lo ancho, no dará nunca a su víctima nada que pueda apuntar a su favor.
Una tempestad de indignación me hubiera afectado menos que el silencio despreciador y la calma sarcástica con que fue acogido este descubrimiento.
“Señor Wilson,” dijo nuestro huésped, bajándose para recoger bajo sus pies una capa magnífica forrada de una tela preciosa. “Señor Wilson, esto es vuestro.” El tiempo estaba frío y al abandonar mi habitación había echado por encima de mi traje de mañana un capote que me quite al llegar al teatro del juego. “Presumo,” añadió, mirando los pliegues del vestido con amarga sonrisa, “que es bien inútil buscar aquí nuevas pruebas de vuestra habilidad. Verdaderamente tenemos bastantes. Espero que comprendas la necesidad de alejarse de Oxford, o, en todo caso, salir al instante de mi casa.”
Deshonrado, humillado así hasta el cieno, es probable que hubiera castigado este lenguaje insultante por una inmediata violencia personal si toda mi atención no hubiese estado concentrada en ese momento en un suceso de la más sorprendente naturaleza.
El capote que yo había llevado tenia un forro precioso, de una rareza y de un precio extravagante. Es inútil decirlo. El corte era un corte de fantasía de mi invención, porque en estas materias frívolas era dificultoso, y llevaba los caprichos del dandismo hasta el absurdo.
Así pues, cuando el Sr. Preston me dio lo que había tirado en el suelo, cerca de la puerta de la sala, con un asombro cercano al terror, apercibí que ya tenia el mio sobre el brazo, donde sin duda lo había colocado sin pensar, y el que el Sr. Preston me había presentado era la exacta falsificación en todos sus más minuciosos detalles. El ser singular que me había tan desastrosamente desenmascarado estaba, bien me acuerdo, embozado en una capa, y ninguno de los presentes individuos, excepto yo, la habían traído consigo. Conservé alguna presencia de ánimo y tomé la que me ofrecía Preston. La coloqué, sin que se hiciese cuenta en ello, sobre la mía. Salí de la habitación con un reto y una amenaza en la mirada, y en la mañana misma, antes de rayar el día, huí precipitadamente de Oxford hacia el continente, con una verdadera agonía de horror y de vergüenza.
Huía en vano. Mi destino maldito me persiguió triunfante, probándome que su poder misterioso no había hecho hasta entonces más que comenzar.
Apenas hube puesto el pie en París cuando tuve una prueba nueva del detestable interés que Wilson tomaba en mis asuntos. Los años corrieron y yo no tuve punto de reposo. ¡Miserable! En Roma ¡con qué importuno rendimiento, con qué ternura de espectro se interpuso entre mi ambición y yo! ¡Y en Viena! ¡Y en Berlín! ¡Y en Moscú! ¿Dónde no encontraba alguna razón amarga para maldecirle desde el fondo de mi corazón! Poseído por el pánico, tomé en fin la huída ante su impenetrable tiranía como ante una peste, y hasta el fin del mundo, huí, huí en vano.
Y siempre, siempre interrogando secretamente a mi alma, repetía mil veces mis preguntas. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Cuál es su designio? Más no hallaba respuesta. Y analizaba entonces, con minucioso cuidado a las formas, el método y los rasgos de su insolente vigilancia. Pero aún en esto no encontraba gran cosa que pudiese servir de base para una conjetura. Era una cosa verdaderamente notable que en los numerosos casos en que había atravesado recientemente mi camino lo hubiese hecho siempre para descarriar planes o descomponer operaciones que, si hubieran tenido buen éxito, no hubieran terminado más que en un amargo percance.
Pobre justificación, en verdad, para una autoridad tan imperiosamente usurpada. Pobre indemnidad para estos derechos naturales, arbitrio para estos derechos tan enfadosos y tan insolentemente negados.
Me encontraba también obligado a notar que mi verdugo, ejercitándose escrupulosamente y con una maravillosa destreza en el capricho de llevar un traje idéntico al mío, se había siempre compuesto de modo que no pudiese ver las facciones de su semblante. Como quiera que fuese este condenado Wilson, rodeado de misterio semejante, era siempre el cúmulo del disimulo y de la necedad. Podía suponer un instante que en el dador del consejo en Eton, en el destructor de mi honra en Oxford, en el que había contrarrestado mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi pasión en Nápoles, en Egipto quien ponía en tortura mi concupiscencia, que en este ser, mi gran enemigo, mi genio malo, no reconociese yo al William Wilson de mis años de colegio, el homónimo, el camarada, el rival, el rival execrado y temido de la casa Bransty. ¡Imposible! Pero dejadme llegar a la temible escena final del drama.
Hasta entonces me había sometido cobardemente a su imperiosa dominación. El sentimiento de profundo respeto con que me había acostumbrado a considerar el carácter elevado, la prudencia majestuosa, la omnipresencia y la omnipotencia aparentes de Wilson, unido a no sé qué sensación de terror que me inspiraban otros determinados rasgos de su naturaleza y determinados privilegios, habían hecho nacer en mí la idea de mi completa flaqueza y de mi impotencia, y me habían aconsejado una sumisión sin reserva, aunque llena de amargura y repugnancia, a su arbitraria dictadura. Mas desde estos últimos tiempos, me había entregado completamente al vino, y su influencia exasperante sobre mi temperamento hereditario me hizo odiar más y más toda vigilancia. Comencé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Fue simplemente mi imaginación quien me indujo a creer que la obstinación de mi verdugo disminuiría en razón de mi propia firmeza? Es posible. Mas en todo caso, comencé a sentir la inspiración de una ardiente esperanza, y acabé por alimentar en el secreto de mis pensamientos la sombría y desesperada resolución de librarme de esta esclavitud.
Era en Roma durante el carnaval del 18 . . . Yo estaba en un baile de máscaras en el palacio del duque Del Broglio de Nápoles. Había abusado del vino aún más que de costumbre, y la atmósfera sofocante de los salones atestados de gente me irritaba de un modo insoportable. La dificultad de abrirme un camino a través de la barahúnda no contribuyó poco a exasperar mi humor, porque yo buscaba con ansiedad (no diré para que motivo indigno) a la joven, a la alegre, a la bella esposa del viejo y extravagante Del Broglio. Con una confianza bastante imprudente, me había confiado el secreto del traje que debía llevar, y como acababa de apercibirlo a lo lejos, tenía ansias de llegar a ella. En este momento sentí una mano que se posó dulcemente sobre mi espalda, y luego este inolvidable, este profundo, este maldito cuchicheo en mis oídos. Preso de rabia frenética, me volví bruscamente hacia el que así me había perturbado, y lo cogí violentamente por el cuello.
Llevaba, como lo esperaba, un traje absolutamente igual al mío: una capa española de terciopelo azul y, alrededor del talle, un cinturón carmesí de donde pendía una larga espada. Una careta de seda negra cubría enteramente su rostro.
“¡Miserable!” grité con voz enronquecida por la rabia, y cada sílaba que se me escapaba era como un tizón para el fuego de mi cólera. “¡Miserable impostor! ¡Malvado! ¡Maldito! No me seguirás más la pista. No me impacientarás hasta la muerte. Sígueme o te atravieso con mi espada en el acto.”
Y me abrí camino por la sala de baile hacia una pequeña antesala inmediata, arrastrándole tras de mí.
Fue a caer contra el muro. Cerré la puerta blasfemando y le mandé a sacar la espada.
Vaciló un segundo, pero luego, con un ligero suspiro, sacó silenciosamente la espada y se puso en guardia.
El combate ciertamente no fue largo. Estaba exasperado por las más ardientes excitaciones de todo género y sentía en un solo brazo la energía y el poder de una multitud. En algunos segundos le acosé por la fuerza del puño contra la pared y allí, teniéndolo a mi discreción, le hundí, multitud de veces, la punta de mi espada en el pecho con la ferocidad de un bruto.
En ese momento alguien tocó á la cerradura de la puerta. Traté de prevenir una invasión inoportuna y volví inmediatamente hacia mi adversario moribundo. Pero qué lengua humana puede poner de relieve el asombro, el horror que se apoderó de mí al espectáculo que entonces vieron mis ojos. El corto instante durante el cual yo me había vuelto de espaldas había bastado para producir, en apariencia, un cambio material en las disposiciones del otro extremo de la sala.
Un gran espejo, en mi turbación aquello me se apareció entonces así, se levantaba allá donde no había visto señal momentos antes, y como yo marchase preso del terror hacia este espejo, mi propia imagen, pero con un semblante pálido y manchado de sangre, avanzó a mi encuentro con paso débil y vacilante.
Era mi adversario, era Wilson que estaba delante de mí, en su agonía. Su careta y su capa yacían en el pavimento, allí donde él las había arrojado.
Ni un hilo en su traje, ni una línea en toda su figura que no fuese mío. Aquello era lo absoluto en cuanto a mi identidad.
Aquel era Wilson, ¡pero Wilson no cuchicheando más sus palabras! Tan bien lo hacía que yo hubiera podido creer que era yo mismo quien hablaba cuando él me dijo:
“Tú has vencido y yo sucumbo. Pero desde ahora en adelante estás muerto también, muerto al Mundo, al Cielo, y a la Esperanza. ¡En mi existías tú, y ve en mi muerte, ve por esta imagen, que es la tuya, cómo te has radicalmente asesinado a ti mismo!”
Basado en una versión modificada de la traducción al español de Manuel Cano y Cueto (1871).
Sobre el autor:
Edgar Allan Poe (1809 — 1849) fue un escritor y periodista estadounidense considerado por muchos como uno de los más famosos expositores del horror literario, del relato detectivesco, y de la ciencia ficción, y uno de los iniciadores del relato corto en idioma inglés.