Era la noche antes de Nochebuena y una madre estaba arropando a su hijo. “Mamá,” le dijo el niño, que parecía reticente a dejar que el día se escabullese por entre sus dedos. “Yo ya sé qué voy a ser cuando sea grande.”
Su madre le sonrió con dulzura. “¿Qué vas a ser cuando seas grande?” le preguntó.
“Voy a ser Papá Noel,” le dijo el niño. “Voy a entregarle regalos a todos, tengan la edad que tengan. Voy a treparme en las chimeneas y dejarme caer hasta que vea las luces de un árbol. Eso voy a hacer cuando sea grande.”
Su madre desvió la mirada hacia la ventana de al lado de la cama. El calor de la noche no lograba entrar por sus hendijas, pero la oscuridad sí, tan abrasante en su misterio como también protectora, exhibiendo las estrellas como pequeñas fugacidades sin igual. A la madre esa noche le recordaba a su niñez, cuando salía a veces con su padre a contar historias mientras caminaban alrededor de la cuadra, después de que cualquier rayo de luz haya desaparecido. “Yo también quería ser Papá Noel cuando tenía tu edad,” le dijo la madre a su hijo después de unos segundos.
“Pero vos no podés ser Papá Noel,” le dijo el niño. “Sos nena. Papá Noel es nene.”
La madre lo miró exasperada. “No,” le contestó, y su hijo frunció inmediatamente sus cejas. “Sé que no tenés razón porque yo sí sé ser Papá Noel, aunque sólo por una noche,” le dijo, y los ojos del niño se abrieron tan grandes como las preguntas que empezaban a cultivarse dentro de su cabeza.
“¿Cómo? ¡Pero cómo!” exclamó el pequeño, intentando ordenar sus palabras para saber más pero fallando estrepitosamente. Sus piernas y brazos se empezaron a mover incesantes, emocionados por las posibilidades, mientras su madre intentaba conservar aunque sea un poco de la anterior escena, tan calma y serena. Pero sus intentos probaron ser inútiles: al cabo de unos momentos el niño ya estaba sentado en la cama, casi que saltando.
La miraba atento, como diciéndole sin palabra alguna que quería oír más detalles. Todos los detalles, de hecho. Primero creyó haber cometido un error, presa del cansancio acumulado, pero casi al instante la madre se dio cuenta de que aquello le agradaba. Sin querer había creado una conexión tan engañosamente profunda, decorada por las luces distantes que adornaban las casas vecinas y que entraban por esa ventana, cada vez más mágica, como hadas de infinitos colores posándose por doquier.
Empezó entonces a contarle los detalles. “Tenía diez años,” dijo. El niño se había ya acomodado en la cama, listo para escucharlo todo. “Era la noche anterior a Nochebuena, un día como hoy, cuando salimos con mi papá a contarnos historias alrededor de la cuadra. En un momento yo le conté lo que vos me contaste a mí, que yo quería ser Papá Noel.”
El niño, atento, asintió. “Sí,” dijo. “Eso te conté yo.”
“Él no me dijo que yo no podía ser Papá Noel,” continuó su madre, dejando que las palabras se confundieran con su sonrisa. “Al contrario, me dijo que esa misma noche él me ayudaría a serlo.” Y así fue en realidad. Su padre era el equivalente de un payaso pero para personas serias: adonde quiera que vaya, una sonrisa se tornaba en una mueca de enojo e impotencia. Esa cualidad le venía bien para su trabajo, pero no tanto para las relaciones que requerían un poco de distención y honesta alegría. Para toda regla, sin embargo, hay una excepción, y la excepción de ese hombre era su hija de diez años. La luz de su alma y la alegría de sus días.
Cuando estaba trabajando, lo hacía con la esperanza de volver a su casa y poder caminar alrededor de la cuadra con ella, como siempre. Preparaba historias, las pensaba en su cabeza y las armaba con la delicadeza de un escultor mientras las fotocopias salían de la máquina una tras otra y las salas de conferencias se llenaban y vaciaban. Cuando estaba con su hija, compartiendo esas historias al fin y viajando con ella a mundos lejanos con los pies aun en la tierra, encontraba satisfacción al pensar que no quería estar en ningún otro lugar ni en ningún otro momento. Su hija era su mundo, y como sucede muchas veces, también él era el mundo para ella.
Una noche, la noche antes de Nochebuena, la hija le transmitió su deseo de convertirse en Papá Noel cuando creciese. Su padre la miró con ojos delicados. Le creía; realmente creía que eso podía pasar de verdad, incluso más que la propia niña. “Recuerdo que yo también quería lo mismo cuando era niño,” le respondió. “Una vez se lo dije a mi padre y él decidió no responderme.” Ambos estaban tomados de la mano, caminando lentamente hacia la siguiente esquina. Con cada paso más cerca de su casa, más lento movían las piernas, más lento apoyaban sus pies. Querían que todo eso durase para siempre, pero ninguno lo decía. No era necesario. “Entonces decidí ser Papá Noel por mí mismo,” recordó el hombre.
Y así fue en realidad. Después de expresarle ese deseo a su padre, que lo escuchó sentado en el viejo sillón de madera instalado en el patio delantero de su vivienda, su padre bajó la cabeza y la movió hacia unos lados. Un profundo suspiro no tardó en llegar, tan profundo como cada una de sus pequeñas decepciones. No soportaba que su hijo sea así, ya se lo había dicho. Ya lo habían hablado. Papá Noel no era real y no iba a haber ningún árbol de Navidad. En ese momento el hombre fingió entereza y no le contestó nada a su hijo, pero lo cierto es que él esa noche se fue a dormir junto a su esposa y no pudo sino dejar caer algunas lágrimas. Él solo, sin contárselo a nadie. En medio de la noche, miró a través de su ventana a las estrellas que colgaban del cielo nocturno, y se encontró deseando que apareciese un árbol de Navidad en la casa, y que apareciesen regalos algún día debajo de él. Después, rindiéndose ante la inocencia, deseó que la comida rica y constante también lo haga algún día sobre la mesa.
Ya había hablado con su hijo sobre ello, pero con cada charla el dolor crecía y crecía, y ahora ya era muy agudo como para aguantarlo todo el día. Así que esa noche dejó que los recuerdos de una mejor vida tranquilicen un poco su ánimo, aunque esa mejor vida nunca haya existido. Se dejó llevar por ellos, como si fueran canciones de cuna, y se durmió lagrimeando, silenciosamente rogando. A la mañana siguiente salió a trabajar, y en su mejilla no había ya ninguna lágrima más.
Eso fue a la madrugada. Cerca del mediodía, su hijo salió de la escuela y se dirigió a la casa campestre que compartía con su padre y madre. Había encontrado algo en el camino: una piedra en forma de corazón. Apenas abrió la puerta se dirigió a la cocina, donde sabía que su madre estaría ultimando los detalles para un almuerzo de solo uno o dos ingredientes. “Mamá,” le comenzó a decir. “Mirá lo que encontré.” Extendió sus dos manos para mostrarle la piedra, que descansaba entre ambas como una ofrenda de paz para una guerra ficticia. Su madre se dio vuelta para apreciarla mejor. Inquisitiva, se limpió una mano en su delantal y la tomó despacio de las manos de su hijo. “Pero qué forma tan interesante,” dijo. “Nunca había visto una piedra que se pareciese tanto a un corazón.” Su hijo asintió, dejando ir una leve carcajada. “Sí, ya sé. Yo tampoco.”
“¿La vas a guardar?” le preguntó su madre, tal vez solo para seguir hablando un poco más con su hijo y, de paso, distraerse de todo lo demás. “Puede ser, pero tengo una idea,” le contestó él. “¿Me ayudás?”
El niño tomó la piedra con una mano y con la otra agarró el brazo de su madre, obligándola juguetonamente a seguirlo. Antes de que ella pudiera notarlo, ya la había enviado al patio delantero, justo al lado del viejo sillón de madera donde su padre siempre se sentaba para mirar a lo lejos todos los días.
“Necesito algo para envolverla,” le dijo el niño a su madre.
“¿Envolverla?” le preguntó ella. “¿Para qué querés envolver una piedra?”
Su hijo le sonrió y empezó a saltar para liberar toda la energía de su interior. “Quiero regalársela a papá,” le contó, dejando ir a la frase como si fuera un secreto que cambiaría la vida de cualquiera para siempre. “¡Se me ocurrió apenas la vi!” exclamó, con la emoción inmiscuyéndose en su voz. “¿Tenés algo que pueda servir?”
Su madre pensó, y pensó con muchas ganas, pero no logró dar con nada que sirviese. En aquella casa nunca había habido regalos, y mucho menos había habido envolturas. “Mi amor, no hay nada para eso. ¿Por qué no se la dejás así nomás?” dijo. “Seguro que a tu papá le va a gustar igual.”
Pero el niño ya no estaba escuchándole: estaba enfocado en algo más. Había bajado su cabeza por un momento y lo había visto, como un rayo de ingenio atravesándole todo el cuerpo. Estaba allí, frente a él, la respuesta a sus plegarias. Pasaron unos segundos hasta que encontró la forma adecuada para pedírselo. “Tu delantal puede servir, ¿no decís?”
La madre se enfocó en su delantal. Los patrones floreados que lo decoraban eran los que habían hecho que su madre, la abuela del niño, lo comprara inicialmente. A la abuela le encantaban las flores, y ahora su hija lo había heredado. Era la primera vez en mucho tiempo que lo miraba detenidamente, aunque sea por solo un segundo. Los recuerdos volvieron a ella como ráfagas de viento en una tormenta. Miró a su hijo nuevamente. No fue necesaria palabra alguna para que este supiera la respuesta. La mujer colocó sus brazos tras su espalda y, de forma ceremoniosa, desató el nudo que mantenía al delantal firme contra su cuerpo. Lo llevó por arriba de su cabeza y, después de doblarlo en dos con admirable habilidad y rapidez, lo colocó sobre el sillón de madera.
Tampoco necesitaron palabras para que el niño sepa dónde poner la piedra y cómo envolverla con el delantal. Al cabo de un momento, el regalo estaba listo y puesto ya en su lugar. Ahora solo restaba esperar, y ambos esperaron.
Pasó una hora hasta que el padre llegó al hogar. Su sola presencia, se decía, podía llenar de compañía a una habitación vacía, pero había pasado mucho tiempo desde que eso había pasado por última vez. Desde hace bastante que una parte del hombre lo había abandonado, víctima de un constante cansancio y de una distancia instalada a lo largo de años y años de duro trabajo y malas noticias. Una vida rutinaria de días que se iban fusionando unos con otros y sentimientos tan apaciguados como los eran fuertes y con ganas de salir y expresarse libremente. Ese día, sin embargo, no era como los demás.
El hijo y su madre se hallaban parados en el patio delantero cuando el padre abrió la cerca que separaba a la casa de una estrecha calle de tierra, un tanto confundido por la presencia de ambos allí. Era algo fuera de lo normal, fuera de la rutina tan minuciosa y cada vez menos sentida. Avanzó hasta su esposa y la besó. A su hijo le dijo “qué tal, campeón,” y le sacudió el pelo con su mano. Intentó seguir su camino, listo para dejar sus cosas en la casa y aprovechar un poco su descanso, pero ninguno lo dejó ir más allá que el umbral de la puerta principal.
Miró a su esposa, después miró a su hijo. Ninguno dejó ir palabra alguna, y el silencio llegó a ser tal que el hombre se empezó a cuestionar si se suponía debía o no decir algo. Pero no, al final no. Cuando miró a su hijo por segunda vez, su expresión infantil lo delató a más no poder. “Papá Noel, papá,” le dijo al fin, agarrando el bollo de delantal y mostrándoselo a su padre. Él no lo había notado hasta que lo tuvo justo frente a sí, y a partir de allí ya no supo cómo reaccionar. Todo se estaba desviando tanto del curso normal de las cosas que lo normal estaba perdiendo todo significado. El hombre decidió permanecer callado. Tantas preguntas tenía dentro de sí que prefirió tan solo dejarse llevar.
Cuidadosamente, desenvolvió el bollo. Dentro vio la piedra, que ahora se parecía a un corazón incluso más que antes. La agarró entre sus manos y miró a su hijo, que tenía los ojos bien abiertos y una sonrisa que le cubría casi media cara. Miró a su esposa, y su mirada le transmitió tanta paz como le había transmitido la vez que se conocieron, en aquella cena con amigos. Miró a la piedra, de nuevo, y sin ser de noche ni tampoco estando solo, lagrimeó una vez más.
Al final, y por más que pareciese nunca acabarse, el recorrido alrededor de la cuadra terminó en la puerta de la casa, como siempre lo hacía tarde o temprano. La niña y el padre, todavía tomados de la mano, se habían contado historia tras historia, pero la niña se había quedado pensando más bien en tan solo una, la de la piedra en forma de corazón. En el transcurso de su caminata había aprovechado para preguntarle a su padre varias veces si era cierta o no, y el padre cada vez le contestaba que sí, que lo era. Pero la niña permanecía igualmente dubitativa, así que decidió preguntárselo una vez más.
“Papá,” empezó a decir. “¿Estás seguro de que la historia de la piedra es de verdad?”
“Sí,” le contestó su padre, tan paciente como siempre lo era con ella.
“Papá,” repitió la niña. “¿Podría entonces yo ser Papá Noel?”
El papá hizo una mueca y pensó. “Esta misma noche te voy a ayudar a serlo,” dijo, produciendo una sonrisa sin igual en la cara de su hija. “Pero sólo va a funcionar si podés esperar un poco.”
“Esperaré todo lo que haga falta,” le contestó ella.
Eran casi las once. Nochebuena estaba a un día de distancia, pero ni el niño ni su madre lo pensaron cuando ella terminó de contarle su historia. Él ya no estaba en la cama, ni tampoco ella estaba sentada a sus pies. Estaban en el comedor, con los chirridos de los grillos oyéndose a lo lejos y la noche entrando a la habitación por la puerta de vidrio al fondo de todo, alumbrada de vez en cuando por un inmenso árbol de Navidad que la familia había instalado unas semanas atrás. Sobre la mesa del comedor descansaba un bollo de tela.
“¿Qué es esto?” le preguntó el niño a su madre.
“Es lo que necesitás para convertirte en Papá Noel,” dijo la madre.
El niño se levantó de la silla y empezó a saltar impaciente. “¿Puedo ser Papá Noel? ¿En serio?”
“En serio,” le contestó su madre, armoniosa, mientras empezaba de a poco a abrirse paso por entre la tela del bollo. “Pero solo si esperás un poco.”