“Abue, ¿qué es la vida?”
El abuelo dejó de leer el diario, levantó la vista, y observó a su nieto, que estaba sentado en el jardín y mirando al cielo. El niño había dejado de ser el pequeño que él alzó en la clínica siete años atrás y empezaba a convertirse en un niño grande, lleno de preguntas. Así que el abuelo, pensando milimétricamente y palabra por palabra, le respondió:
“Las personas nacemos en primer lugar y nos vamos al cielo al final. En el medio, vivimos. Y para vivir, nieto querido, hay que ser feliz. El que no es feliz carece de vida, y eso es lo más triste que le puede pasar a alguien.”
“¿Y qué hay que hacer para ser feliz?” respondió el niño.
“Esa pregunta tiene tantas respuestas como personas hay en el mundo,” le contestó el abuelo. “La felicidad son momentos, instantes. Es ese pequeño pedazo del tiempo que queremos que sea eterno. Algunos encuentran la felicidad en una música, otros en un baile. Para algunos la felicidad puede ser una estación de trenes, una foto, un paisaje. Para tu abuela, lo era el olor a tierra mojada, porque la trasladaba a su infancia. Para mí son esos abrazos que me das, cargados de tanto amor.”
“Abuelo, ¿se puede ser feliz todo el tiempo?”
“Claro que no, nieto querido. La vida tiene estados de tristezas, oscuridad, incertidumbres, y dolor. Hay decepciones que calan tan hondo en el alma que las lágrimas no le hacen justicia a lo que llevamos adentro. Pero ahí es donde está lo maravilloso de vivir. Es en eso instantes donde está la diferencia entre ser feliz y estar triste. Las personas felices ocupan esos momentos duros para hacerse más fuertes. Dentro de la tristeza, sabrán encontrar alegría. Dentro de la oscuridad, hallarán luz. De la incertidumbre, saldrán con seguridad y aprenderán que, a veces, el dolor es algo con lo que hay que convivir, porque hasta el dolor puede estar formado por momentos felices.”
El abuelo terminó su explicación dejando que su mirada se desvíe hacia el cielo. Allí se encontró contemplando a las nubes, que como gigantes suspiros lentamente hacían su recorrido indescifrable. Bajó la cabeza en dirección a su nieto y vio que el niño ya no estaba mirando al cielo. Lo estaba mirando a él.
“Vení,” le dijo el abuelo. “Dame un abrazo que quiero ser feliz.”