Recuerdo que en el año 1971 el polaco Goyeneche tenía ganas de llorar en una tarde gris y a la chica de Los Iracundos le rodaba una lágrima por su mejilla. La frase que se repetía era “Argentino hasta la muerte.” Era el título de una película donde actuaban Gabriela Gili y Rimoldi Fraga. Nicolino Locche ganó una pelea. Comenzaban los paros generales. Lanusse era presidente. Rossana Falasca cantaba Madreselva. El sol estaba rojo ardiente y el río Paraná se estaba secando.
Pero nada de eso que mostraba la tele era tan emocionante como haber empezado la primaria. El primer día salí de casa con el guardapolvo con tablas, zapatos negros ortopédicos — por el pie plano — portafolios de suela, un cuaderno gordo Rivadavia . . . y en el bolsillo apretaba, sin que nadie supiera, una birome de capuchón de oro. Esa birome era un recuerdo de papá que yo solía usar para garabatear en algún boleto o papelito viejo. Me encantaba esa escritura clandestina mientras nadie me veía.
Recuerdo que ese día la maestra escribió una frase en el pizarrón y nos dijo que la copiemos. Era el momento más esperado: era la primera vez que escribir sería legal para mí. Saqué la birome y decoré la primera hoja con garabatos que ahora, como arte de magia, tenían sentido. La maestra pasó banco por banco. “Muy bien fulanito,” “Muy bien fulanita,” decía. Hasta que llegó a mi banco. La cara se le transformó. Me di cuenta de que algo no estaba bien.
“¡Qué hermosa birome!” me dijo, con todo el tacto del mundo. “A ver, mostrámela.”
“Era la de mi papá,” le dije. “Tiene capuchón de oro.”
Ella se agachó y al oído me dijo que guardara bien la birome, porque no se escribe con tinta en primer grado, sólo con lápiz.
Así lo hice, aunque no pasó mucho tiempo hasta que encontré la excusa para sacarla nuevamente. Después del recreo la busqué de nuevo en el portafolios, porque quería mostrársela a una compañera que me había pedido verla. Pero aunque buscaba y buscaba no la encontraba. Me largué a llorar. La maestra me tranquilizó y nos hizo salir al patio a todos. Pasaban las horas y ya los demás chicos de la escuela se habían ido; nosotros, sin embargo, nos quedamos después de hora, y mis compañeros me miraban con odio. La maestra buscó entonces una por una entre las cosas de los portafolios de mis compañeros y, de repente, la birome apareció. Nunca dijo quién la tenía ni cómo la encontró. Acto seguido, con soltura y liviandad, nos dijo que podíamos irnos.
Del otro lado estaba mi mamá esperándome. Me dirigí a ella con mi maestra siguiendo mis pasos, todavía sosteniendo la birome delicadamente. Prediciendo lo que pudiera ocurrir una vez llegase a hablar con mi mamá, empecé a desear que la tierra me tragara.
“Señora,” le dijo mi maestra a mamá. “Su hija trajo esto a clases,” y le entregó la birome. Mi mamá me miró fulminante, pero la maestra siguió: “No la rete,” dijo. Su voz sonaba certera pero cariñosa. “Ya sé que esa birome era de su papá.” Se agachó a saludarme, recuerdo, con un beso y una cariñosa caricia en el pelo. Nos subimos al auto, mi mamá y yo, y al prender la radio Goyeneche seguía con ganas de llorar en una tarde gris y a la chica de Los Iracundos le seguían rodando las lágrimas por sus mejillas. Pero algo había pasado ese día. Había conocido a una aliada que entendía todo, que me entendía. Había conocido a una maestra.