_Agárrese fuerte, que el oleaje está bravo, le dijo Luis mientras timoneaba la pequeña embarcación, sacudida por las olas que levantara un inmenso barco arenero.
Juan afirmó el cordel de su sombrero que el viento quería llevarse y se maldijo por ponérselo cuando embarcaron. Si total, veinte minutos de sol hasta el cruce a la isla no le iban a insolar. Pero su aprendizaje de las cosas siempre le costó mucho más que a otros, pensó. Algún día aprenderé precaviendo y no con la dureza de la experiencia, que te enseña a veces de una manera que tienes que pagar un alto precio por ella.
Al llegar a la orilla, con una agilidad que desmentía al corpachón de Luis, prestamente, de un salto, estuvo arriba del pequeño y precario muelle, atando las sogas de amarre.
Se tentó de ofrecerle la mano para ayudarle a subir, pero se arrepintió a último momento. Eso era cosa de mujeres, y sería insultarlo. Está bien que parecía un mequetrefe, pero no quería humillarlo.
Terminado el amarre y desembarcados ambos, echaron a andar por un sendero hacia la casa que el isleño tenía sobre una elevación del terreno, precaviendo las constantes crecidas del río y que oficiaba de casco del campo del que era dueño.
En el camino, cargando algunos bártulos, fue que encontraron a uno de esos hombres sin edad, curtidos por el sol, el viento, las penurias y la soledad.
_ ¿Como anda patrón? Se le escuchó decir. Ayer lo esperaba.
_Es que tuve que esperarlo a un amigo que quería conocer a la isla, respondió Luis.
Se lo presento, él es Juan Sosa, un famoso escritor. Y pórtese bien y atiéndalo, porque sino vaya a saber que cosa va escribir de usted.
Una sonrisa franca surcó la arrugada cara y al estrechar la mano de Juan dijo
_Ya más cosas no podrá, por más imaginación que tenga, agregar a lo que de mí se ha dicho. Casi todas malas. Solo algunas buenas. Pero igual, estas últimas son las que cuentan.
La sorpresa se pintó en el rostro del visitante. No esperaba encontrar en un lugar tan aislado a alguien cuyo lenguaje denotaba, o una educación más bien alta o un roce social que estas soledades no otorgaba.
_Vengo a pescar, como pretexto, para acompañar a Luis. Espero no molestar.
_Ninguna molestia. Pesca hay poca, pero si es escritor y en este lugar no pesca una idea, mejor jubile al lápiz, Juan.
_Escúcheme usted, viejo sonso, como va a tratar así a una visita, le reprendió Luis.
_El nos viene a visitar para sacar su provecho en la escritura. Y no sabes tu, gringo sonso, que a un escritor hay que provocarlo para que saque lo mejor que tiene para decir. Si escribe desde la comodidad, dejará solo naderías, que nadie se tomará el trabajo de leer.
_Perdónelo, dijo Luis, este viejo porque ha andado por el mundo, se cree sabio y con autoridad para decirle a todo el mundo lo que debe hacer. Mejor muéstrele la pieza adonde se va a ubicar, que esta noche se queda con nosotros y mañana vuelve conmigo.
_Vamos a aprovechar entonces el corto tiempo que nos va a acompañar. Así no se me olvida de hablar con gente de verdad.
El diálogo áspero de los dos hombres era seguido por Juan, con estupor y regocijo.
No se le escapaba el profundo cariño establecido entre ambos. Y la rispidez era la forma de ocultarlo, en esa región generosa en la naturaleza, pero que decretaba en los hombres portarse con brusquedad como sinónimo de hombría.
Después de acomodar sus escazas pertenencias en la habitación, Juan dijo
_Voy a caminar un poco, antes de que se haga oscuro.
_Vaya bordeando la costa. Del lado de adentro hay un cañaveral que es mejor que no lo cruce. Adentro es monte cerrado y la mejor vista es al río, le aconsejó el viejo, terminando de agregar
_Y por más que le guste caminar, no se aleje mucho, que esta noche estará nublado y no habrá luna que alumbre el regreso.
_Menos mal, si no hay luna llena no hay hombres lobos.
_La patraña del hombre lobo es para asustar a los chicos. De grande, lo que mete miedo son las mujeres que no acaban de irse, por más muertas que estén.
Dio media vuelta el viejo y sin agregar palabra fue a bajar las cosas de la lancha.
Juan pensó ¡Que personaje! Tiene razón. Si este hombre no me inspira algún cuento es que estoy acabado como escritor.
Al otro día el cielo seguía nublado, pero el tiempo era cálido y se prestaba a pescar y pensar.
Mientras los isleños atendían al ganado y las aves, Juan se dirigió a un promontorio y allí paso la mañana.
Después de almorzar y la obligada siesta, con los anfitriones ocupados en sus cosas, vagó por la isla, disfrutando sus silencios, sus aves y sus playas.
Llegado el anochecer le habló Luis
_Mire Juan, le voy a ser franco, estoy esperando a unas gentes que es mejor que no lo vean. Sería bueno que vaya a su pieza y espere a que lo llame para cuando nos vayamos.
Estuvo a punto de inquirir algo, pero el tono admonitorio y la cara de preocupación de Luis, más el hecho de estar en un lugar de fronteras, adonde las preguntas nunca son bienvenidas, lo hicieron desistir. Tal vez sea mejor así, pensó. El obligado encierro me ayudará a sacar provecho en algunas ideas que esta isla encantada me ha hecho surgir.
Emprendió la escritura casi con furia, desechando papeles, que fueron amontonándose en un rincón de la habitación.
Hastiado, sin poder concretar algo valioso, se sentó junto a la ventana. La noche había llegado y era mirar hacia la nada.
De pronto, del lado de la playa, acercándose hacia la casa, creyó ver una figura iluminada. Un vaporoso vestido blanco irradiaba su luz propia. La mujer que lo calzaba tenía el rostro escondido pero se notaba su mirada ardiente.
Excitado corrió hacia la puerta. Al salir, olvidando las recomendaciones dadas, no la vio más. Azorado, escudriñó el monte cercano con la mirada y nada pudo divisar.
Al pasar unos minutos vio al viejo acercarse.
Ni bien lo tubo cerca, de a borbotones, le explicó lo que pasaba.
El viejo lo miró largamente y finalmente hablo.
_Es buenísimo ser escritor, pues se vive dos vidas. La que imaginas y la que creas. Cual de las dos vives con mayor intensidad, es lo que demuestra tu grado de locura.
Y sin transición agregó
_Luis lo espera en el muelle, hasta otra y que bien le vaya, amigo.
En la lancha de regreso, viajando con incomodidad por la presencia de algunos bultos que la ocupaban, sin saber, pero presintiendo, que alguna cosa no legal llevaban, viendo la mancha de la isla en el inmenso río desplegada, supo, con miedo y esperanza, que iba a volver.
Esta vez, al llegar al muelle, el viejo los estaba esperando.
_El gusto de volver a verlo, dijo apretando con firmeza la mano de Luis.
_El placer es mío, respondió.
_ ¿Viene a seguir pescando?
_A eso vengo.
_Hay pescas y pescas.
Juan demoró la respuesta, hasta encontrar los ojos del viejo.
_Yo vengo en busca de las dos.
_Pretensioso el hombre. Pero hace bien. Siempre hay que pedir hasta que el patrón diga: eso no.
_De mí habla usted, viejo sonso, terció Luis.
_Estoy hablando de un patrón que, como todo lo puede, en tu confusión de la vida, tal vez confundas con el dinero. Explicarte la diferencia me llevaría un tiempo que ahora no tengo. Pero yo sé que Juan me comprende.
Y encaminándose por el sendero agregó.
_Mas vale que vaya a prender el fuego, que si no, hoy no comemos.
En la isla la jornada transcurrió con una similitud que calcaba su estadía anterior.
_Todos los días en la isla, son iguales y parecidos. Ahí está su belleza y mansedumbre y también su decadencia. Porque el hombre necesita de la sorpresa de la vida, había filosofado el viejo en su anterior visita.
Pero no eran esos los pensamientos de Juan.
Sabía que lo que había visto en la noche antes de partir no era producto de su imaginación.
¡Ojalá tuviese tal prodigio! No. Fue real. Y en un agnóstico como él, la búsqueda de las cosas que no se comprenden, hace que la tarea de darse una explicación racional, no tenga pausa.
Esperó con ansiedad que llegara la noche.
Se precavió de no tomar alcohol y comer frugalmente.
Un par de candiles mal alumbraban la galería en donde la sobremesa se fue extendiendo.
Cansado, Luis dio las buenas noches y se retiró a dormir.
Hera el momento que Juan estaba esperando para hablar con el viejo.
_Dígame, maestro, le dijo, ¿Cómo es que Luis no lo tutea?
_ ¡Nunca se lo voy a permitir! Los hombres como él, que acumulan cosas de más, no es que sean malos, solo viven equivocados y por lo tanto, son inferiores. Y esto no quiere decir que no le tenga aprecio.
_ Y yo ¿podré hacerlo?
_Usted por ahora no podrá hacerlo. Pero por otros motivos. Las personas cuando respetan o temen guardan distancias, hasta que pasa mucho tiempo.
_ Y Luis ¿lo respeta o le teme?
_Me tiene más miedo que al diablo. Que al otro solo conoce de mentas y a mí me ve todas las semanas.
_ ¿Y de donde viene el temor?
_ ¿Y usted con lo que vio, me pregunta?
_ ¿Entonces es cierto?
_Pero mire que hace preguntas. Le diré, algunas, no tienen respuesta. Como tantas cosas del mundo. Por qué será, le pregunto, que habiendo tantas, nos detenemos en unas, no más.
_Serán las que más nos inquietan.
_Sí, puede ser. A usted lo andan inquietando algunas, para las que, desde ya le digo, encontrará malas respuestas.
_Se me hace que usted, tiene alguna buena.
_No le alcanzará.
_Puede probar.
En el largo silencio que siguió, con el telón de fondo de los ruidos de la vida nocturna de la isla, ambos esperaron. Uno anhelante, otro, buscando las palabras. Al fin el viejo dijo.
_No todos, claro, pero algunos hombres muchas veces vemos lo que esperamos ver, cuando estamos en determinados lugares especiales.
Sabrá el Supremo Hacedor por qué a unos pocos les ha dado ese don, que siempre está a un paso de convertirse en el castigo de ver sus sueños reflejados en imágenes que, ni bien queremos asirlas, desaparecen. Es mejor cuando llegan, dejarlas estar, nomás, el tiempo que se les ocurra quedarse con nosotros.
Cuantas veces se habrá enamorado, solo porque vio virtudes que no existían. Bastó comprobarlo para que pierda el amor.
_Dos veces me pasó.
_Y esta, la tercera, que espero que sea la vencida.
_ ¿Y que pasa si la sigo viendo?
_Usted es joven. Tiene una vida por delante. Puede encontrar la fuerza para no buscarla más. Ya sabe lo que es. Puede ser la mujer que anheló siempre o el libro que aún no escribió. Cuando encuentre su sueño en una mujer de carne y huesos o en el papel y la tinta, se encontrará con ella. Imperfecta, pero real.
_Me baja de un sueño.
_Lo traigo a la vida.
En el atardecer del otro día, al momento de embarcase, junto al apretón de manos que se dieron Juan y el viejo, el escritor preguntó.
_Dígame, usted, ¿la sigue viendo?
_Todas las noches. ¿Por qué cree que sigo en la isla?